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Marcelo del Campo

Belladona

(novela/primera parte/capítulo 1)

 

9/1/02

 

 

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In memoriam M. T. G. A Claudia M., que lo hizo posible. A Renata y Rodrigo y Antonina. A Jorge M., que insistió. A Mariángeles R., con cariño y gratitud.

Pero lo que importa es aguantar y hacer el trabajo que a cada uno le es encomendado, ver, y oír, y aprender, y comprender, y escribir cuando se ha logrado saber algo, y no antes ni demasiado después. Hemingway, Muerte en la tarde

Unir la extrema gravedad de la pregunta a la extrema levedad de la forma es desde siempre mi ambición. Y no se trata exclusivamente de una ambición artística. La unión de un estilo frívolo y un tema grave desvela la terrible insignificancia de nuestros dramas (tanto los que ocurren en nuestras camas como los que representamos en el gran escenario de la Historia). Kundera, El arte de la novela

Los hombres no poseían el fuego y no sabían cómo hacerlo, pero las mujeres sí. Cuando los hombres partieron a cazar a la selva, las mujeres cocinaron sus alimentos y los comieron solas. Apenas terminaron su comida, vieron regresar a los hombres desde lejos. Como no querían que los hombres tuvieran conocimiento del fuego, recogieron apresuradamente las cenizas, que aún estaban encendidas, y las disimularon en sus vulvas, para que los hombres no pudieran verlas. Cuando aquéllos llegaron, dijeron: ¿Dónde está el fuego? Pero las mujeres replicaron: No hay fuego. Bachelard, citando a Frazer, Psicoanálisis del fuego

Los cazadores de elefantes del África Oriental creen que si sus mujeres les son infieles durante su ausencia, esto dará poder a los elefantes sobre sus perseguidores, que serán muertos o heridos por esta causa y, por ello mismo, si un cazador se entera de la mala conducta de su mujer, abandona la caza y regresa al hogar. Frazer, La rama dorada

PRIMERA PARTE. ORIFICIOS

Porque a la verdad todo lo que es bien hace paz, y el bien que falta hace guerra, porque inquieta con su deseo. Fray Luis de León, Exposición del Libro de Job

Pero no ha encontrado el hueco por donde reanudar el contacto con la noche. Cortázar, Los premios

Capítulo 1

Tú no amarás de modo tan peligroso. John Donne

Fue después de mucho andar cuando descubrí el reino lejano. ¡Qué camino plagado de dificultades, qué carrera de obstáculos y de falsas metas! Aquí una cáscara de banana, allí una mancha de aceite, más allá una raja en el suelo y más allá aún la sonrisa traidora de una belleza casi infantil que parece decirnos, «¡Aquí estoy, aquí estoy, el reino lejano soy yo!», y entonces uno toma por ese atajo con aire triunfador, con la sensación de haber hecho un pequeño juego de prestidigitación, pero al fin legítimo, gracias al cual lo elevarán al podio de los triunfadores, sólo que al cabo del camino no está el podio sino el jodido pozo por el que rodará en una caída sin gracia y sin final. Pasado cierto tiempo uno da vuelta la hoja y se pregunta: «¿Así que éste era el reino lejano?", mientras dibuja en su cara inocente una sonrisa sarcástica y llena de pretendida autocrueldad, e intenta dedicarse a sus negocios, aunque en vano, porque uno nunca pierde la inocencia, y vuelta a empezar.

Sin embargo, los desvíos son en cierto modo útiles, nos dan experiencia, nos curten la piel. Por lo que a mí se refiere sólo diré que paulatinamente me proporcionaron una especie de conciencia filosófica acerca de la existencia en mi propio ser de unos orificios por donde debía filtrarse al exterior ese amasijo de emociones, apetitos, ideas confusas, sensaciones, proyectos, deseos, voliciones, embestidas y retiradas que constituyen la vida a secas, y que no se pueden obturar, como no se puede cegar el cráter de un volcán. Dentro de los volcanes hay lava, sí, pero dentro de los seres humanos también. Nadie, que yo sepa, ha intentado colocar una tapa encima de un volcán, aunque no me cabe ninguna duda de que por el mundo deambulan algunos tipos como yo, yo antes de adquirir mi nueva condición, tipos con los orificios llenos de estopa, remendados hasta el fondo, como barcos fuera de circulación.

Por todos los atajos yo procuraba llegar al reino lejano. No sabía bien qué era, pero lo intuía. Ahora lo sé. El reino lejano es el lugar donde uno puede desfogarse completamente a través de todos los orificios que pueblan su ser y que incluyen culo, boca, nariz, pene, etcétera. Un buen día uno se despierta y se encuentra con que un torrente, una viscosidad, un líquido espeso y oscuro le baña el cuerpo de pies a cabeza, como si estuviera tomando un baño turco a ochenta grados de temperatura. ¿Maná del cielo? No, ¡maná de la propia interioridad! La roca fundida, el magma salvaje ha dado por fin con una falla en la corteza y pugna por salir, ¡está saliendo! Sale toda la vil geografía subterránea que nos ha atormentado durante años. Salen los demonios del infierno. Sale esa especie de feto que no ha nacido a la hora oficial que anotan en nuestra partida de nacimiento, ese hermano gemelo que guardamos dentro y que es ese chico muerto cuyas promesas no se cumplieron jamás y que vislumbramos en el espejo cuando nos miramos rondando los cuarenta años y nos decimos: «¡Qué asco!», o «¡qué pena!», o «¡demasiado tarde!», y tiramos para adelante con la tozudez de un buey o la pesadez y la inconsciencia de un elefante. Pero ojalá fuéramos un elefante o un buey porque entonces nada de reino lejano, sólo un irremediable, inacabable y confortable sopor.

Llámese como se llame, no hay reino lejano sin princesa que gobierne dentro de sus confines y que esté dispuesta a abrir uno a uno los orificios y extraer la estopa con que fueron obturados. Pero, ¡ojo!, que el encuentro con semejante ser se produzca después que den las doce campanadas, porque las verdaderas princesas suelen vestir harapos y en ese momento sus carruajes, para nuestro bien, se convertirán en enormes calabazas con las que podremos hacernos un suculento puré. Cenicienta es preferible a la Madrastra, todo el mundo lo sabe, y sin embargo, ¡cuántos reinos lejanos se han construido con Madrastras como puntal y vértice y cuántos héroes han ido a dar con sus pobres huesos en fosos repletos de culebras y tiburones! Y en este punto debo citar de nuevo a la belleza casi infantil de sonrisa traidora: ¡ella, la Madrastra! ¡Ella la que nos incita a tomar el atajo equivocado! ¡Ella, monstruo de doce cabezas, una cabeza por cada preciosa carita que pasa por nuestras vidas, la única y auténtica y aterradora serpiente que guarda la entrada del reino y que hay que descuartizar si queremos entrar! Precaución: la Madrastra tiene un espejito desde el que nos clava una furibunda mirada —espejo retrovisor de un coche lanzado a 180 kilómetros por hora hacia el laberinto de la perdición. El desgraciado que cae en el laberinto se pasa toda la vida rellenándose los orificios con estopa, sí, como los barcos en los astilleros, y no hay Teseo ni hilo de Ariadna que lo pueda traer de nuevo al mundo donde brilla el sol. Yo viajé diez, veinte, treinta veces en ese maldito coche, con el espejo mágico delante de mí. Hacía autostop. Cuando veían al corderito, las muy brujas paraban, discutían por el botín. ¡Qué espectáculo! Las Madrastras ofreciéndose unas a otras manzanas y agujas envenenadas mientras Blancanieves, libre de temores, dirigía una mirada impávida al escenario como si la cosa no tuviera nada que ver con ella, como si la última manzana de la última Madrastra que saliera con vida de la pelea no estuviese directamente destinada a su boca.

Mi primera Madrastra digna de mención se llama Beba. En realidad era dignísima por sí misma, y el hecho de que la incorpore aquí a mi galería de agentes de distracción no disminuye en nada la magnificencia de su persona que por lo demás, en aquella época, yo apenas podía entrever. Porque para ser francos hay que evitar cualquier confusión. Una cosa es cómo percibe el que corre a quienes están apostados a uno y otro lado del camino y otra muy distinta cómo es el público en sí, por sí y para sí. No olvidemos que yo corría hacia mi meta deslumbrado, cegado, ofuscado, tanto como podían estarlo los presos de la cárcel platónica al dar la espalda a las sombras y mirar por primera vez al sol, y que por tal motivo era fácil que confundiera los árboles con el bosque, el Aconcagua con el sistema andino completo. Por supuesto, Beba era el árbol, la belleza traidora, pero no el bosque, el reino hacia el que me dirigía. Y sin embargo, un árbol tan desconcertante como un álamo en medio de una población de encinas, un álamo rodeado de una vegetación achaparrada al que yo pretendía abrir en dos para ver qué clase de savia misteriosa iba y venía por su interior. Corté el árbol: era el exilio, no el reino. Pero durante años viví así, desterrado, sin patria y sin querer tenerla. Peor aún, convencido de que el reino lejano, o como quiera que la gente designe a eso, era el cuento de nunca acabar con que me adormecía mi tierna imaginación.

¿Dije Beba? Sí. No perdamos el rumbo del timón. Habrá otros mares, otros tiburones. Beba, mi primer tiburón. Nos conocimos y al poco tiempo estábamos ya casados y con una hija. Ella trabajaba en una clínica y estudiaba sánscrito. Yo estudiaba filosofía y no trabajaba. Por entonces la filosofía era para mí la representación del reino lejano, la isla de Morell a la que me había trasladado millones de veces en mi todavía no lejana infancia gracias a una máquina de boletos de tranvía donde figuraban impresas tres cifras —el número de serie, el del boleto y el precio: cinco centavos— y una leyenda: Vale por un viaje a Jauja... cinco centavos —poco esfuerzo— ¡y un viaje eterno y sin sobresaltos a la felicidad! Más adelante, mientras me precipitaba en todos los coches de todas las Madrastras hacia el abismo, soñaría con un tranvía que circulase en sentido contrario y al que me pudiera subir de un salto, ¡un salto inmortal! Pero nunca me decidía a dar ese salto y por lo demás creo que el tranvía nunca apareció.

¡Filosofía! Todo lo que aprendí se lo debo a Beba. Y lo que aprendí fue básicamente esto: que yo tenía que interponer la mayor distancia real posible entre mi primera Madrastra y mi propia e ingenua realidad. Por esa época carecía de teorías como la de los orificios para enseñar al mundo, aunque pagaba sin saberlo las consecuencias de que los míos estuvieran cerrados. Poco o nada llegaba de mi ser al exterior, porque a cada tímido amago la Madrastra extendía su brazo fuerte y ávido, un abrazo de boa —y aquí tenemos otra vez a la serpiente que cuida del reino. Se dirá, ¿pero éste es un héroe o más bien un zopenco al que no vale la pena escuchar? Buena pregunta, porque sólo los héroes son enviados a buscar algo a las tierras lejanas, mientras que los zopencos se quedan siempre de este lado, aquí, en casa. Sin embargo, yo no era tan ridículo, tan directa y patéticamente víctima como podría parecer en principio. Lo que me aplastaba no era un brazo opresor en el sentido habitual de la expresión, sino algo más complejo, menos mecánico, y también más abierto aparentemente a una relación libre y recíproca de dos, digamos un juego interpretativo en el que Beba desempeñaba el papel verdadero, con verdaderos parlamentos y verdadero espesor, en tanto que mi papel no era en el fondo más que un papelito, un papelón.

Ahora bien, lo acabamos de ver, cuando se obturan los orificios mentales algo les pasa también a los corporales. A veces no es exactamente obturación sino todo lo contrario, aflojamiento, incontinencia, dilatación. Sea como fuere, resulta conveniente subrayar la existencia de una íntima solidaridad entre todos los agujeros de que se componen nuestras personas en su conjunto. Una red, un sistema, una totalidad orgánica. Y si no defecamos durante días o defecamos demasiado, si nos cuesta orinar u orinamos como recién nacidos, si sufrimos de impotencia, de eyaculación precoz o de cualquier otro mal ligado a cada uno de los conductos a través de los cuales excretamos algo... bueno, entonces lo que está en juego no es este o aquel orificio físico particular, su funcionamiento, su futuro, su posibilidad de seguir inundando el mundo, sino la maquinaria completa, motor, carrocería y ruedas, gracias a la cual avanzamos en este mismo mundo y sobre todo tenemos la voluntad de avanzar.

¿Neurosis es la palabra? ¡Atrévase, joven! ¡Neurosis, sí! ¡Usted es un neurótico sin gloria y sin redención! Porque veamos un poco. Cuando por una u otra causa una mano invisible levanta el puente de nuestro castillo, impidiendo de esta forma que los ejércitos y toda la caballería salgan en pos de la victoria, lo que ocurre es que las huestes enclaustradas se hartan y se amotinan y terminan dirigiendo las lanzas contra su señor. ¡Mis soldaditos de plomo, mis tanques Sherman y Panzer rellenos de masilla y camuflados con papel glasé...! Sin vacilar, soldados y tanques se lanzaron al asalto de lo único que encontraron a mano: mi boca, abierta en un círculo perfecto de estupefacción, y desde allí optaron por dispersarse en perfecto orden por faringe, esófago, estómago, intestinos, hígado, bazo y páncreas, desbaratando cualquier movimiento defensivo, al principio con fuego intermitente, después con fuego graneado. «¡Sálvese quien pueda!», gritaban los escasos leales desde los bunkers humeantes en cada una de mis pobres vísceras. Se salvaron todos, menos yo. Fue entonces cuando mis defecaciones entraron en mora y cuando, lenta pero inexorablemente, me convertí en un eyaculador precoz.

Creo que los comienzos de todo hay que situarlos en la siguiente conversación:

—Me gustaría acostarme con Graciela T. —digo yo una noche que estamos de confidencias en el lecho de amor.

Beba me mira desolada, como si se acabara el mundo, como si se estuviese acabando ya. Le detecto un par de lagrimitas apocalípticas, así que inmediatamente inicio maniobras de repliegue en busca de provisiones, apoyo logístico e instrucciones del Alto Estado Mayor, que a esas horas no suele estar precisamente deliberando. Pero todo resulta en vano porque apocalipsis, esas lágrimas apocalípticas de mi amada, significa revelación de lo oculto, y Beba, a pesar de todas mis rectificaciones, sabe muy bien que no es un chiste y exclama:

—¿Por qué, amor mío, por qué tuviste que arruinarlo todo? ¡Y, además, justamente con Graciela T.!

Graciela T. es compañerita mía en la facultad y enemiga acérrima de Beba. Tiene una cintura estrecha, una cara tirando a redonda, unos ojos tirando a lo mismo, aunque mirándolos de más cerca son tipo ovalado, unas tetas que sospecho ídem (sospecho, digo, porque lo máximo que hasta el momento he llegado a ver de ellas son esas curvas —¡esas curvas!— como queriendo reventarle el ceñido pulóver negro una noche que hacía demasiado calor y estaban al alcance de mis manos, con el único límite, relativamente infranqueable, impuesto por la mesita del bar Florida a la que los dos, ¡solos!, estábamos sentados tomándose Graciela un cortadito y yo haciendo como que intentaba explicarle no sé qué rara teoría sobre la evidente convergencia entre Marx y Pascal en un punto en que lo evidente era que divergían, mientras que en realidad lo único ostensiblemente convergente eran mis dos ojos, entregados de manera casi religiosa —muy pascaliana y nada materialista— a la contemplación de su único objeto, mejor dicho, del par de objetos que abultaban el pulóver ceñido...), y, en fin, un par de preciosas piernas que mantiene preferentemente apretadas, incluso cuando camina, como si de esta forma pretendiera proclamar ante los entusiastas su deseo de ser por regla general virgen o en cualquier caso el de ofrecer resistencia al más pintado para sólo saltarse la regla cuando ella y donde y con quiera.

Dicho de otro modo: Beba es enemiga acérrima de Graciela y yo estoy atrapado por las dos. ¿O acaso sólo estoy atrapado por Beba y deseo, nada del otro mundo, que Graciela se convierta en mi amante? Sea como fuere, al proyecto se enfrentan unos cuantos obstáculos: Beba misma, en su carácter de Sublime Obsesión, porque todavía no he descubierto el reino lejano y en consecuencia ignoro que ella es la serpiente, no la princesa, que cuida sus márgenes. De todos modos el descubrimiento vendrá mucho después, cuando no se ve a Beba por ninguna parte. Micaela, que tiene un año o quizá dos y a quien poco después de nacer dediqué el primero y último poema de mi vida. Lo único que recuerdo del tal poema es la línea en que aparecían las palabras pis y caliente —el que yo fregaba sistemáticamente de los pañales por impericia o abulia también sistemática de su madre—, y ese pis caliente me horadaba y herrumbraba el cerebro cada vez que por sus pasadizos tenía a bien desfilar la inquietante figura de Graciela T. envuelta en su pulóver negro. Y C. M., el tercero incluido —el excluido soy yo—, que ha trocado la arquitectura por la filosofía pero algo sabe de líneas y volúmenes, sobre todo de volúmenes, desde el momento en que fijó su atención arquitectónica en esa cariátide que es la chica de mis sueños diurnos y efusiones nocturnas. El problema es que ni por un instante se separa de la cariátide, al punto de que ¿en qué se diferencia C. M. de un granadero montando guardia de honor a las puertas de un exponente arquitectónico nacional en cuyo frontispicio revolotea, digamos, el ángel exterminador con una afilada espada para cortar algo más que cabezas y manos y una trompetamicrófono por la que anuncia: Se mira pero no se toca salvo que usted señor toquetón quiera que le corten... ejem... quiera que le pasen la cortadora? Sobre el casco del granadero la llama eterna, porque Graciela es padre de la patria, o más bien madre —o quizá Madrastra, quién sabe.

En suma, que cuando digo que me gustaría acostarme con Graciela T., tengo la casi certeza de que me estoy metiendo en un bote para remar en el Niágara. ¡Qué Niágara!

—¡Y además, justamente con Graciela T!

—Mirá, Beba, a mí Graciela me interesa muy poco —miento—. La verdadera cuestión es otra. Se llame Graciela o se llame Santa Genoveva, el sexo es lo importante. ¿Vos creés en la monogamia? Yo no. Si no es variado, el sexo es contra natura. Porque el sexo está en todas partes y querer dedicarlo a un ejemplar en exclusiva es como negarse a respirar el aire, bañarse en el mar o trepar la cuesta de una montaña. ¿Entendés, Beba? No sé cómo explicártelo pero lo único que te digo es que lo mismo podría acostarme con Graciela que con Juana de Arco. El sexo no tiene nombre ni cara. Es anónimo y bestial. Y yo sólo quiero abrir la puerta de vez en cuando para que la bestia salga afuera y me deje en paz. ¿Entendés lo que es la paz, Beba? ¿Entendés lo que es la paz?

Beba no entiende. Curiosamente, con esta explicación tan burra yo estaba prefigurando la teoría de los orificios, que todavía tendría que esperar más de veinte años para madurar. Aunque en ese momento, sin duda, el único orificio que me interesaba era el de mi miembro explorador. No obstante, matizo un poco. Quizá no era solamente este agujero. Quizá lo que entonces estaba en juego era la cavidad bucal, ese otro orificio por el que aparte de ingerir y chupar y vomitar entregamos al mundo chorros y chorros de una sustancia diferente, chorros y chorros de sonidos articulados e inarticulados, sí, sonidos que en algunos casos significan algo y en otros, aparentemente, no significan nada —pero siempre significan algo: hay que buscar los signos en el barro. Visto a la distancia, me parece que el nudo de la cuestión era que yo tenía la imperiosa necesidad de descargar todo lo que se me pasaba por la cabeza y que, después de hacer un sinuoso camino con subidas y bajadas, se instalaba en la punta de la lengua y pretendía saltar como de un trampolín. Muchas veces la pileta está vacía y el salto acarrea la muerte. Muchas o la mayor parte de las veces. Por eso uno suele reclamar con ansiedad una pileta llena hasta el borde, algo húmedo y muelle donde caer, ¿el seno materno, acaso?, un hueco relleno de materia cálida, afectuosa, algodonosa, un cómplice —una cómplice—, en fin. ¿Qué es lo que cae? Cae el deseo apretujado, la fantasía pegajosa, la horda que aúlla desde el borde de la historia humana. Si la horda encuentra un oído amable, se tranquiliza. Si mientras chilla palabras obscenas logra deslizarse sobre un cuerpo resbaladizo como manteca, calma su angustia. ¡Amor mío, metamos en la cama un elefante entre los dos y que el elefante empuje con su trompa peluda dentro de tu bosque de fuego, mientras yo, provisto de mi órgano comparativamente ridículo, hago lo propio por el jardín de atrás! De eso se trata, cariño, de tener un cómplice de safaris imaginarios internándose en el corazón del África. De repente irrumpe la bestia en el campamento y los expedicionarios tiemblan de placer y horror.

Sin embargo, miento. ¡Yo quería acostarme con Graciela T! Primero hice el discurso del sexo global que no tenía nada que ver con ninguna persona determinada —y menos que menos con esa personita del pulóver negro a la que Beba detestaba de manera absolutamente justificada porque era la única que podía hacerle sombra— sino con la que se cruzara en mi camino en cualquier coordenada cartesiana ortogonal, en cualquier callejón sombrío de la desordenada y poco cartesiana vida, y siempre que en ese preciso instante me convocase la horda primitiva con un gentil golpecito de dedos entre las piernas. Después —ahora— me hago el discurso de la fantasía que hay que comunicar, verbalizar, neutralizar y ahuyentar. ¡Que lo inconsciente se haga consciente y que venga el Reino de Dios! El discurso de los amantes psicoanalizados, liberados y exaltados en la plenitud del goce y el amor. El discurso de un orificio obturado, de una boquita sellada, de un cuello de botella sobre el que mágicamente desciende un destapador. Pero yo mentía. Yo sólo quería acostarme con Graciela T.

—Ahora durmamos, amor, y mañana, si tenés ganas, seguimos discutiendo el tema.

Me doy vuelta y apago el velador —lloriqueo intermitente de Beba—, y mi conciencia desciende a la oscuridad del infierno contando inquietas ovejas nocturnas que me miran interrogadoras hasta que la última de ellas también se pierde en la oscuridad. Las ovejas balan. ¡Y cómo balé yo! ¡Me estaban degollando! Fue una operación minuciosa, llevada a cabo con la precisión de un experto. Debo cambiar de género: experta. ¿Debo dar también el nombre de la degolladora? Ya dije que la historia empezó con esa conversación nocturna. Como obertura, basta. Ahora vamos a asistir a la ópera completa.

 

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La Magdalena: Leonardo da Vinci
Marcelo del Campo nació en Buenos Aires, donde transcurre –durante la primera mitad de los años sesenta– la acción de esta novela, que publicamos por capítulos. Se cuenta aquí la tumultuosa vida "privada" de una joven pareja perteneciente a aquella generación de la que buena parte de sus miembros, en la década siguiente, sería exterminada y otra obligada a abandonar el país.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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