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Marcelo del Campo

Belladona

(novela/segunda parte/capítulo 1)

 

20/2/03

 

 

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SEGUNDA PARTE. ALGO SE MUEVE

¿No es acaso la mujer quien elige al hombre y lo vence con la dulzura de su presencia, y le ordena que se acueste boca arriba en el surco y allí, cabalgando sobre él como un potro salvaje domado a su voluntad, toma de él su placer y cuando ha terminado lo deja tumbado como un hombre muerto?

Robert Graves, El vellocino de oro

 

Capítulo 1

ADAM: ¿Te gustaría volver a ser joven?
¿te gustaría volver a tener nueve años?
¿te gustaría volver a tener dieciocho años?
Vamos, responde, ¿te gustaría volver a tener veintiocho años?
PAPÁ: ¿Me gustaría repetir toda mi vida de nuevo?
 
Ronald D. Laing, Conversaciones con mis hijos

 

En 1963 sacaron los tranvías de Buenos Aires. Hice con Beba el último viaje desde el centro hasta casa. Me acuerdo de la avenida San Martín, el puente a la altura de Chorroarín que el artefacto subía traqueteando, la facultad de Agronomía y sus bien cobijados campos de sexo, donde se podía practicar, ensayar, aprender el sexo incluso a tempranas horas de la mañana, acordate de la pobre Ermelinda, la muchacha, avenida Nazca, y después las tres o cuatro cuadras a pie, Tinogasta, y ya estamos aquí, Nazarre, en esa esquina se alza el inolvidable jacarandá. Sigo caminando por Nazca, dejo atrás la farmacia donde compraba mi dexedrina spansule, tiempos de Filosofía Medieval, Maimónides, Avicena y Averroes en la línea media, Duns Scoto y Escoto Erígena sacando pelotas, San Bernardo y Santo Tomás metiéndolas, noches de insomnio, días de frío, ¿llegará el examen, profesor Erranz?, ¡marche otra cápsula, por favor, y otra y otra más!, San Anselmo y el Insensato, los Padres de la Iglesia, San Agustín, ¡diez golazos!, un diez, mi diez para la historia de todos los que pasaron, pusieron la cabeza en la guillotina, por tu cátedra de Filosofía Medieval, profesor Erranz, y me acerco hasta el paso a nivel pegado a los andenes de Villa del Parque. Próxima estación en dirección oeste: Villa Devoto. Más allá, Santos Lugares, hasta Hurlingham no para, perdone, yo voy hasta El Palomar. Así que éramos casi vecinos de un famoso escritor.

El escritor publicaba de cuando en cuando alguna obrita, y en 1961, cuando todavía no habían aparecido nubarrones en el cielo y yo no vivía en Villa del Parque sino en Villa Urquiza que es un barrio mucho pero mucho menos probo, se supo algo por fin del libro que le daría la inmortalidad. En La Gallina olimos el acontecimiento y nos precipitamos sobre él: fui enviado por el consejo en pleno a entrevistar a nuestro nuevo dios. Me bajé del tren en Santos Lugares, caminé un par de cuadras y en seguida me encontré sentado dentro de una salita acristalada que daba a un jardín y con las paredes atiborradas de estantes y los estantes atiborrados de libros y los libros atiborrados de señaladores improvisados, en su mayoría boletos de tren (¡Pases, boletos y abonos, señores pasajeros! Pero cómo, ¿no para en El Palomar?), desde el techo hasta el parqué. La cosa intimidaba lo suficiente como para que yo me quedara mudo. De manera que lo único que se escuchó ahí fue la voz del dios. Para agravarlo todo la voz tenía un timbre áspero, papel de esmeril contra superficie dura, y resonaba como me figuraba que resonarían los lengüetazos de fuego de un dragón y cada llamarada brotaba como de un soplete y salía disparada al vacío como una flecha incendiaria de los indios sioux. La última frase del discurso del dios fue: Hay que leer mucha fenomenología, y dejó caer unas afectuosas palmaditas sobre mi espalda y me despidió.

Yo había fracasado estrepitosamente, volvía a casa con las manos vacías, sin el testimonio de mi encuentro con la divinidad, el fragmento de la novela que La Esmirriada pretendía publicar por adelantado y en exclusiva, robándole una chispa al fuego inmortal. Pero lo de la fenomenología se me quedó grabado, y cuando conocí a Beba yo estaba en trance de fenomenologizarlo todo, para lo cual me vino muy bien la dexedrina spansule de la farmacia de al lado una vez que nos casamos y yo cambié las iluminaciones de Villa Urquiza por los bichitos de luz de Villa del Parque. Aunque la dexedrina no me sirvió de mucho cuando un par de años más tarde intenté valerme de ella para describir fenomenológicamente el caso Beba que me empezaba a atormentar. El caso era irreductible y yo me rompía la cabeza en vano. Definitivamente, la esencia de Beba estaba más allá. Lo siento, Husserl, y todos tus discípulos fenomenólogos, incluido nuestro famoso escritor.

Pero bueno, no me fui con las manos completamente vacías: en el trayecto de vuelta desde Santos Lugares me encontré hojeando dos o tres libritos con los que el hombre de la voz de dragón había tenido la gentileza de compensarme. También él era el autor, aunque a diferencia de su obra maestra no habían adquirido ni adquirirían nunca notoriedad. Me los llevé a mi casa de Villa Urquiza y los instalé en la rala biblioteca. Después llegó el momento de trasladarlos a la biblioteca más abundante de la casona de Villa del Parque. Allí harían juego con el alma que la impregnaba y con los cuerpos y almas, o sin almas, de sus habitantes. Para ser sinceros, al menos uno de estos libritos era una crítica demoledora del peronismo, y en la casona no se podía decir precisamente que hubiera algo o alguien que hablara bien de Perón. Más bien hablaban mal.

Por ejemplo, la primera vez que tuve la ocurrencia de usar uno de sus tres cuartos de baño, el de abajo, descubrí sobre el vidrio de la ventana que daba a un costado del inodoro una pegatina circular, celeste y blanca, con la siguiente inscripción: ¡Viva la Revolución Libertadora! Guardé nerviosamente el miembro, tiré de la cadena y eché un vistazo no menos nervioso al espejo del botiquín: en principio sólo quería averiguar si se me notaba de alguna manera en la cara la excitación que me producía el hecho de haber cruzado el umbral del sagrado corazón villadelparquiano donde alguna vez, si los hados me eran propicios, podría circular libremente como en mi propia casa. Pero lo que descubrí en el espejo, ángulo superior izquierdo, fue antes que mi cara una pegatina similar a la anterior: ¡Viva el contraalmirante Rojas! Entonces me miré de nuevo. Ahora pretendía saber si en los ojos no se reflejaba otro tipo de excitación: la que me provocaba tanto antiperonismo reconcentrado. Pero yo ya no tenía ojos para verme, lo único que veía, lo único anti y lo único pro que tenía ganas de ver, eran los ojos antiácidos, anticorrosivos y promisoriamente digestivos de Beba.

Los hados me echaron una manito bastante antes de lo que esperaba, y así fue como terminé mudándome a Villa del Parque tras una boda en la que la inminente llegada al mundo de Micaela tuvo mucho que ver. Beba se presentó ante el juez de paz con el tapado azul a cuadritos de siempre debajo del cual empujaba la incipiente barriga de nunca, y ambos, tapado y barriga, cosecharon tempestades por igual —yo, al menos, había sembrado mi viento y cosechado mi tempestad. Fue entonces cuando, sin darme cuenta, me bajé —me ayudaron bastante— del tranvía que iba a Jauja, cosa que coincidió históricamente con el destierro de los tranvías reales de la ciudad. Lo que encontré en su lugar fue el veloz coche de la Madrastra, y en ese coche... bueno.

Pero en la casona de Villa del Parque aguardaban más sorpresas, todas ellas indicadoras de que yo había ido a parar a un territorio extraño, que no figuraba en el guión. Mi papel era el de un individuo razonable y claro, sentimental, filoliterario, afín a las causas perdidas de este mundo, no de ningún otro. El de Beba era oscuro y no parecía tener causa alguna. «Esta familia es nazi», hubiera dicho justificadamente mi mamá. Y la tía Ester: «Qué querés que te diga, Hilda, tenés razón».

Un día Beba y yo revolvíamos en una especie de minidesván que había en el entrepiso, intentando deshacernos de la infinidad de cosas inútiles que la familia había acumulado durante años. Profanábamos un poquito aquí, un poquito allá, profanábamos contra las protestas vehementes del tío Manuelito, quien dicho sea de paso monopolizaba la única pieza comodín de la planta baja, justo enfrente del jacarandá, con sus consultas ginecológicas de martes y viernes de 15 a 18 horas, el resto de la semana permanecía cerrada con candado. Después que Manuelito nos mandara al infierno por cuadragésima séptima vez y que el eco de sus amenazadores pasos se perdiera escaleras abajo, hicimos el sensacional descubrimiento:

—Dejame ver —le digo a Beba.

—No tires, lo vas a romper —dice ella.

—¡Pero si es un pasaporte alemán! —digo yo.

—¿Y qué tiene?

—¿Cómo que qué tiene? Tiene que este pasaporte es del cuarenta y cinco, y que seguramente pertenece a un nazi. Este tipo entró al país no se sabe cómo, pero alguien arregló el asunto se sabe bien cómo. Ahora el nazi es un argentino más.

—¿Y qué hace aquí?

—Es lo que me gustaría saber.

—Bueno, dámelo.

—No, no te lo doy nada. Voy a averiguar.

—¿Vas a averiguar qué?

—Quién es el mierda de tu familia que estuvo metido en esto. ¿O vos lo sabés?

—A mí no me metas en líos. Yo no sé nada.

Pero Beba lo sabe, claro. Y supongo que yo también. Lo sabe, no lo sabe, lo sabe, no lo sabe, lo sabe... ¿Lo sabe?

En cierto modo, mi madre habría acertado: eso era una cueva de nazis, un reducto del nazifascismo internacional, y Beba, Beba una especie de Eva Braun. En tal caso yo estaba metido en un buen lío, un campo de concentración en el que mi Eva/Beba, como buena Madrastra, había decidido encerrarme con alevosía. ¿Qué fin me esperaba? ¿Qué siniestro doctor Mengele entraría cualquier noche en el dormitorio conyugal para hacerme un hermoso agujero? En adelante debía tener mucho cuidado. Quizá me acostara con Beba, ¿pero y si me despertaba con la víbora? —siempre que me despertara.

«¿Te gusta cómo me enrosco, Fer?».

«Como la Serpiente Emplumada, querida».

Manuelito precisamente parecía ser el horrible Mengele en persona. Y la pieza con candado de abajo el Gabinete del Doctor Caligari. ¿Por qué no? Lo que le faltaba era un pálido Cesare, pero ya habría oportunidad.

Manuelito tenía una mujer mojigata y un hijo estúpido. De vez en cuando el trío hacía una incursión por la casona en carácter de inspección fraterna. Venían a alabar el té, y a criticar todo lo demás, con que los agasajaba la mamá de Beba, segunda Georgina, Geo, segunda Constancia y segunda Josefina, que justamente era la única hermana, menor, desamparada, casi casi seducida y abandonada, de Mengele. O bien, lo que parecía más normal, se daban cita los cuatro —los restantes miembros del cuarteto, la rubia Henriette, el larguirucho Germán— en la casa de la mamá de ambos, ancianita arpía para quien Manuelito, por médico y canalla, era el miembro distinguido de la familia. En cuanto a Geo, asumía con resignación y hasta con cierta dosis de masoquismo el triple papel de oveja negra, chivo expiatorio e idiota de la familia en medio de aquella troupe de lunáticos de hospital. Por este lado de cordero y de víctima tengo que reconocer que con el tiempo la pobre empezó a caerme simpática. En cambio yo para ella nunca dejé de ser, salvo en el último capítulo de su vida —en que inexplicablemente o al menos de una manera difícil de explicar dio marcha atrás— un plebeyo, un judío y un zurdo. Sin embargo, a sus ojos jamás alcancé la categoría de cerdo judío. Un calificativo de este tipo no podía dejar de considerarlo francamente de mal gusto, ya que Geo, a su manera, participaba de concepciones estéticas avanzadas. Daba clases de piano y de francés, y era lectora auténtica, con sello de autenticidad y todo, de Mauriac, Maurois y Maritain —y Las flores del mal estaban camufladas arriba del ropero. Y eso, con ser poco, ya era bastante. Lo suficiente para no dejarse enredar. A tales enredos sólo llegaba su propia madre, la muy chupacirios Deolinda Josefina que creía en la Conspiración de los Siete Sabios de Sión y que una vez no tuvo ningún empacho en decirle a Micaela, cuando Micaela se acercaba velozmente a los 12 años de edad, que los judíos, por si todavía no se había enterado, eran la mismísima encarnación del Diablo, con cuernos, escamas, cola y tridente del que se valían para ensartar a angelitos como ella. Cuando Micaela me lo contó, le dije:

—Hija mía, los que ven al Diablo fuera es porque lo llevan dentro.

—¿Sí, papá?

—Sí, Mica. Garantizado.

—¿La abuela Deolinda también?

—Ella lleva dos.

Y no sólo la abuela, también Manuelito, pero éste con cuatro rabos. Aunque de aquí a que tuviera que ver con lo del pasaporte... En cosas así no podía meter la nariz. Y no por falta de vileza, que realmente la tenía de sobra, sino por algo mucho más simple: por falta de huevos. Sólo había que verlo con su aspecto atildado, sus modales rígidos, el bigotito engreído sobre la boca mezquina, breve, y aquella mano que, cuando no quedaba más remedio que estrechársela, se le deslizaba a uno como un pez muerto. El pérfido de Manuelito sólo podía farfullar iniquidades por la espalda, y si las perpetraba, era a condición de que fueran ínfimas, que se notaran lo menos posible y que no chocaran abiertamente contra la ley. O sea, también por la espalda. En fin, que Manuelito, cuando no ejercía de ginecólogo los martes y viernes en su gabinete de Caligari, era médico forense, y de los buenos. No sólo no traspasaba en apariencia la ley sino que además era Hombre de Ley. Y cada vez que podía, venía a Beba y a mí y nos descargaba el peso de la ley sobre la cabeza. Como cuando el asunto del pasaporte, en que subió veintiún veces las escaleras y veintiún veces las bajó, para decirnos que como él pagaba el alquiler por el Caligari también tenía sus derechos sobre el desván, de modo que dejáramos de hurgar ahí o nos atendríamos a las consecuencias.

—¿Qué consecuencias? —preguntó Beba.

—Ya vas a ver —respondió él.

Y lo vimos, porque a partir de ahí nos hizo la vida imposible.

Pero en el desván había también otras cosas. Una de ellas la descubrí por mi cuenta y riesgo poco antes de irme a vivir a Villa del Parque, justamente la noche en que Geo y mamá se reunían en la salita semicircular para analizar la evolución de mi relación con Beba, la cual a ojos vista no había dado otro resultado que un embarazo de seis meses. Bueno, no era necesario analizar demasiado, la unión legal y letal era un hecho y había que ponerse de acuerdo, día y hora por ejemplo, un día lo bastante próximo como para amortiguar el escándalo y lo bastante lejano como para dar tiempo al padre de Beba —vivía en el Sur— a que mandase el papelito. Éramos un par de criaturitas de Dios, cachorros ingenuos, artistas adolescentes, y necesitábamos eso: Por la presente, yo, Gaspar Conti... Pero como el papelito no llegaba, quien tuvo que poner la firma fue mamá, y nosotros nos tomamos el tren. Qué te había dicho, nena, al Sur nomás. Y dos meses después alumbramos a Micaela con su pancito debajo del brazo. Mucho Nestlé y Nestúm y sexteto opus 18 de Brahms —el segundo movimiento era el de Los amantes. Mientras las respectivas madres hablaban y se escrutaban mutuamente en busca de defectos, indicios de alguna perversidad oculta y en ningún caso virtud, porque era la primera y con toda probabilidad la última vez que se veían en su vida, y ni Hilda ni Georgina se habían hecho una idea prometedora la una de la otra, y Beba cabeceaba pero Geo la sacaba de su modorra diciéndole Bebita, querida, ¿por qué no preparás un poco más de té?, yo, presa de cierto pánico, me dedicaba a recorrer los laberintos de la casa en busca de nada preciso... hasta que lo encontré. Un cuadernucho deshojado y desteñido, algo así como el abortado diario de Beba. En teoría, buena oportunidad para resolver varias incógnitas. Porque mi conocimiento de Beba apenas superaba los seis meses de embarazo de Beba y porque Beba no sólo estudiaba sánscrito, además buscaba el nirvana, y no sólo tenía un par de caniches, Molly, amarillento, y Dolly, entre rosa y nacarado, sino que si alguien se hubiese dignado a propinarles una hermosísima patada, hermosa por didáctica, habría exclamado sin pestañear: ¿Pero qué hacés, bruto, no te das cuenta que son caniches pitagóricos, que antes de ser caniches fueron personas? Así que no era nada desdeñable encontrarse con este diario.

A. me empujó y nos dimos un buen revolcón. Yo estaba bastante picada...

—Pero Fernando, ¿qué hacés?

—Nada... —digo yo, después de devolver a su lugar el cuerpo del delito al oír rumor de pasos en la escalera—. Curioseaba.

—Qué aburrimiento, ¿no? Y las viejas parece que todavía tienen para rato.

—¿Tomamos otro té?

—¡Ufa! ¡Ya estoy harta de té!

—¿Entonces qué hacemos?

—¿Viste el desván?

—No, ¿qué desván?

—El que tenés delante de tus narices, boludo.

—¿Qué hay ahí?

—Quién te dice, a lo mejor encontramos algo.

 

SEGUNDA PARTE: 1 / 2 / 3

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La Magdalena: Leonardo da Vinci
Marcelo del Campo nació en Buenos Aires, donde transcurre –durante la primera mitad de los años sesenta– la acción de esta novela, que publicamos por capítulos. Se cuenta aquí la tumultuosa vida "privada" de una joven pareja perteneciente a aquella generación de la que buena parte de sus miembros, en la década siguiente, sería exterminada y otra obligada a abandonar el país.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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