Ataque terrorista contra Argentina, Uruguay y Chile
Noviembre 2001
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Distinguidas contribuciones que, entre tantísimas otras cosas, como los millones de dólares ingresados generosamente a las arcas de la conspiración fascista contra Allende en Chile (por la ITT y la CIA), en este libro quedan simbólicamente acreditadas en las cifras reproducidas por la autora siguiendo a otro investigador también norteamericano (Timothy P. Wickham Crowley, Guerrillas and Revolution in Latin American, Princeton, N.J, Princeton University Press, 1992) relativas a los contingentes de oficiales del Cono Sur entrenados entre 1950 y 1975 en los Estados Unidos (Escuela de la Américas de Fort Benning, Georgia, y Fort Bragg, Carolina del Norte) o en Fort Gulik, en la zona del Canal de Panamá. Son éstas: Argentina: 2.766 sobre un total de 3.676 oficiales; Chile: 2.811 sobre un total de 6.328; y Uruguay: 1.120 sobre un total de 2.537.
En dichas escuelas, como es sabido, se enseñó la Doctrina de la Seguridad Nacional "diseñada en Washington -como nos recuerda Hollander- al declararse la Guerra Fría. Su meta", prosigue, "era preservar el papel hegemónico de los Estados Unidos en el hemisferio occidental y proteger al capitalismo en toda América de las amenazas externas e internas. Hacia fines de la década del 40 se elaboró una división del trabajo entre los militares estadounidenses y los latinoamericanos: los Estados Unidos asumirían la responsabilidad de la defensa del hemisferio occidental contra cualquier agresión extranjera y los ejércitos latinoamericanos se consagrarían a la eliminación de las amenazas internas a la estabilidad. En las décadas siguientes, la Doctrina de la Seguridad Nacional -que se expandió durante la administración de Kennedy en el momento en que estalló la Revolución Cubana- proveyó la justificación para la formulación por parte del gobierno norteamericano de programas antiinsurgentes en su lucha contra la expansión de movimientos revolucionarios en el continente. Se definía la subversión en términos genéricos, a fin de incluir a toda persona o grupo cuyas perspectivas fueran consideradas inconvenientes para el sistema vigente". Cosa esta última que explica, por si hiciera falta, el sentido último de palabras pronunciadas por los gestores oficiales de la masacre (como Videla o Pinochet), palabras públicas y registradas que, como uno de los resultados de la guerra santa, muchos latinoamericanos todavía no entienden bien, pero que sí entendieron perfectamente en su momento los de la obediencia debida a las órdenes de un Pinochet o un Videla de masacrar santamente a decenas de miles de personas -la inmensa mayoría de ellas, desarmadas- en todo el continente. Por ejemplo, y siempre siguiendo a Caro Hollander: "Morirá tanta gente en Argentina como sea necesario para restaurar el orden" (Videla, antes del golpe de 1976); "Un terrorista no es sólo alguien con un revólver y una bomba, sino también aquel que difunde ideas contrarias a la civilización Occidental" (Videla a la prensa en 1978); o estas otras de Pinochet, quien "en un reportaje dijo que las mentes armadas con envidia, rencor y la irreconciliable lucha de clases eran más peligrosas que las armas". ¿Qué era un subversivo, pues? El que mejor lo definió fue el general Ibérico Manuel SaintJean, gobernador de la provincia de Buenos Aires bajo el videlato, quien de lógica de clases entendía tan bien como su compadre Pinochet de lucha de clases. Dijo este gran especialista de la cruzada antisubversiva: "Primero vamos a matar a todos los subversivos; después a sus colaboradores; después a los simpatizantes; después a los indiferentes, y por último a los tímidos". Cada clase, en última instancia, igualada a la otra por su destino: el secuestro, la tortura y la desaparición.
En este contexto, se iluminan mejor las impresiones antes citadas de Marcelo Viñar (lo de "la completa pérdida de comprensión y creencias acerca del mundo", lo de "la pérdida de fiabilidad del pensamiento"), ya que la Doctrina de la Seguridad Nacional -acuñada en la época en que los protagonistas de este libro eran más o menos adolescentes, y empezada a aplicar no muchos años después-, en su aberrante lógica, cumplió la función (aparte de matar) de recategorizar ya no las clases sociales, sino las clases (lógicas) que la razón emplea para hacer inteligible la realidad. Según esto, la clase de los psicoanalistas, ¿por qué no?, podía entrar muy bien -y de hecho a muchos se los metió en la bolsa, aunque poco o nada tuvieran que ver- dentro de la clase de los subversivos, así como tantos miembros de la clase compuesta por los padres y madres que buscaban a sus hijos desaparecidos corrieron la misma suerte que éstos por el solo hecho de querer saber en qué lugar y por qué estaban donde, evidentemente, no estaban. (De paso, podemos repetir con Julia Braun, otra de los testimoniantes del libro, que "siguen existiendo [en Chile, en Argentina, en Uruguay] individuos que afirman", como lo hacían impertérritos los militares argentinos de entonces -e incluso los de ahora-, "que los desaparecidos estaban en Europa").
De lo que se trata aquí, en el fondo, es de una ruptura que no sabríamos si llamar epistemológica (de un saber a otro) o metafísica (de un mundo a otro). Aunque quizá sean las dos a la vez: la que marca el salto del sueño al abismo de la pesadilla, y el del mundo de todos los días, frío o cálido, al del infierno abrasador. El salto es susceptible de ser descrito más o menos del siguiente modo (siguiendo sucesivamente a Caro Hollander y a Juan Carlos Volnovich y Marcelo Viñar, para retornar luego a la autora, como colofón):
Hollander, o del psicoanálisis en tiempos de paz (o "amor"): "El extraordinario impacto del psicoanálisis en Buenos Aires podría ser entendido como una simple cuestión de oferta y demanda. La cultura y las instituciones de Buenos Aires consumían lo que el psicoanálisis podía ofrecerles. Hacia mediados de los años 50 [es decir, durmiendo aún la Doctrina de la Seguridad Nacional el sueño de las pesadillas aún no cumplidas], el psicoanálisis gozaba de gran prestigio. La generación de los fundadores y sus colegas más jóvenes daban conferencias en los hospitales, donde instituían programas de prevención primaria, y daban cursos en la Facultad de Medicina y en el nuevo Departamento de Psicología de la Universidad de Buenos Aires... Los porteños se habituaron a encontrar artículos de psicoanalistas en los periódicos, a escucharlos por la radio o a comprar sus libros en los quioscos. Aumentó el número de consultorios privados cuando las clases media y media alta se interesaron por el psicoanálisis, que venía cargado con el prestigio europeo al que había que emular. Estar en análisis se transformó en un importante símbolo de ascenso y condición social, como para los nuevos ricos el hecho de tener un nuevo coche o una propiedad en un barrio de categoría. Y los intelectuales buscaban respuestas en los divanes a las muy variadas cuestiones de la angustia existencial y del significado de la vida. Pero, fundamentalmente, el psicoanálisis concordó con los temas dominantes de la vida intelectual argentina ya que, dado el alto porcentaje de inmigrantes y extranjeros en la población, obsesionaba la cuestión de la identidad de los argentinos como pueblo y como nación. Por todas estas razones, a mediados de los años 50, el psicoanálisis era una de las profesiones más prestigiosas en la ciudad porteña".
Volnovich y Viñar, o del psicoanálisis en tiempos de guerra (u "odio"): Según Volnovich, quien hasta poco antes del golpe del 76 (cuyos orígenes, a efectos prácticos, hay que entrelazarlos con el período inmediatamente anterior, cuando en lugar de los militares actuaban en Argentina los paramiliatres de la Triple A) era un reputado psicoanalista, y "entre sus pacientes figuraban diplomáticos extranjeros, conocidos artistas y políticos de renombre", una vez que la represión había llegado a cierto punto, "no era posible hacer un análisis concienzudo de lo que estaba pasando. En esa época, no podía aceptar mi incapacidad para analizar la situación y continuaba, como un tecnócrata, interpretando todo lo que ocurría y pensando que entendía lo que pasaba. Seguía creyendo que a mí nada malo me podría ocurrir. Pensaba en lo mejor, pero... me preparaba para lo peor". En cuanto a Viñar (que con su esposa Maren durante años había sido identificado "por sus valores y actividades progresistas y de izquierda en la época en que éstos formaban legítimamente parte de la cultura política pluralista del Uruguay"), "estaba el problema del tiempo... cuánto tiempo necesitaba un individuo para ser socializado en una cultura democrática y cuánto más tiempo se necesita para reconocer que ésta se ha transformado en una sociedad terrorista y aterradora. El proceso del cambio político y la capacidad de subjetivación para absorber y sostener este cambio operan en ritmos muy diferentes. Yo, por ejemplo, era muy lento para percibir el cambio... es como si continuara creyendo en la democracia [Uruguay, ¡la Suiza de América!] mientras ya estaba viviendo en un país totalitario. Creo que ésta es una característica del período de transición de una democracia a una dictadura, el hecho de que la gente funciona negando la realidad. Durante esos años pensábamos: «Yo no soy tupamaro; formo parte de la izquiera democrática. Lo único que hice fue recolectar las cuotas de tres miembros del Partido Comunista; pero el partido era legal, no me encerrarán por eso». O «cinco años antes firmé un petitorio en contra de la guerra de Vietnam, pero eso no iba contra la ley... la represión se hace contra los Tupamaros, ¿por qué me buscarían a mí?» Es exactamente lo que describe Freud [agrega el propio Viñar] como lo insoportable del yo cuando se cree en dos cosas contradictorias al mismo tiempo sin poder confrontarlas para reconocer la evidencia de la verdad. Así era caracterizada la realidad en la época. No podía creer que pudieran llevarme preso".
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