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LIBROS

Ataque terrorista contra Argentina, Uruguay y Chile

 

Noviembre 2001

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LIBROS

Nancy Caro Hollander, El amor en los tiempos del odio. Psicología de la liberación en América latina. Traducción: Arturo Firpo. Revisión: Juan Carlos Volnovich. Homo Sapiens Ediciones, Rosario, Argentina, 2000, 346 páginas.

"Sólo Dios puede dar y quitar la vida, pero como Dios está ocupado en otra parte, nosotros tenemos que asumir esta tarea en la Argentina." Así le dijo el interrogador a Jacobo Timerman, fundador y director de periódicos argentinos que, después de defender públicamente desde uno de éstos, La Opinión, a la Junta Militar presidida por Videla, fue premiado con secuestro, cárcel y tortura por el Régimen, experiencia que contaría en su famoso libro Prisionero sin nombre, cárcel sin número, del cual Nancy Caro Hollander -psicoanalista, historiadora y profesora universitaria norteamericana- extrae la cita, como ilustración sucinta del "poder arrogante y sádico" que gobernó el país entre 1976 y 1983, y cuyas secuelas, individuales y colectivas, indaga en esta obra.

Su trabajo, sin embargo, no se limita a la Argentina, sino que se extiende a otros dos países del Cono Sur que por aquella época pasaron por procesos de terrorismo de Estado parecidos: Uruguay (golpe militar en 1972) y Chile (1973). Para ello, confronta los testimonios de psicoanalistas argentinos, uruguayos y chilenos con su propio y bien documentado análisis del período y lo que vino inmediatamente después, las democracias reestablecidas sobre decenas de miles de cadáveres sin tumba y sin justicia, sobre pueblos castigados no sólo con la metodología del desaparecimiento (y la tortura y el exilio), sino también con la miseria y el hambre productos del reajuste estructural posdictatorial y posmoderno. La investigación, en efecto, llega hasta 1996, según se puede deducir de las fechas de la bibliografía más reciente consultada por la autora (por ejemplo, un artículo en el periódico estadounidense The Nation, del 25 de marzo de ese año: "Terrorizing the Constitucion"). En cuanto a los testimonios referidos, son de primera mano: provienen de las muchas horas de conversación grabadas que mantuvo Caro Hollander con los siguientes profesionales de salud mental: Juan Carlos Volnovich (revisor también de la traducción castellana) y su mujer, Silvia Werthein; Eduardo Tato Pavlovsky (además de psicoanalista, dramaturgo y actor); Julia Braun (que hacia mediados de los años 80 dirigiría un servicio psicológico especial para las víctimas de la represión militar en el Ministerio de Salud de Argentina); Diana Kordon, su esposo, Darío Lagos, y Lucila Edelman (del equipo de asistencia psicológica a las Madres de Plaza de Mayo), todos ellos argentinos; el uruguayo Marcelo Viñar y su esposa de origen chileno Maren Ulriksen de Viñar, y la chilena Elizabeth Lira. Diez psicoanalistas en total, a los que hay que sumar a la ya fallecida austroargentina Marie Langer (1901-1987), cofundadora de la APA (Asociación Psiconalítica Argentina), teórica y figura destacada del freudomarxismo internacional. A su memoria está dedicado el libro.

Estos once protagonistas lo fueron también, y muy directamente, de la historia de horror de sus respectivos países, y la mayoría tuvo que exiliarse para ponerse a salvo: Marie Langer en México (1974-1987), Maren y Marcelo en Francia (1976-1990), Juan Carlos y Silvia en Cuba (1976-1984), y Tato en España (1977-1980). Marcelo Viñar, además, estuvo en una cárcel de Montevideo dos meses, durante los cuales, si bien no fue torturado, él lo vivió así ("... Te decían que te llevaban por largo tiempo, te cubrían los ojos, te esposaban... te sometían al plantón, colocándote debajo de un reflector sin saber hasta cuándo duraría... Te ves privado de la vista, de las referencias de tiempo y espacio, sometiéndote así a lo impredecible. Esto, para mí, es tortura."). Después escribiría sobre ello, contribuyendo de tal modo -anota la autora- "a la literatura latinoamericana existente sobre la represión política". No obstante, incluso en el momento de su detención, Marcelo Viñar ya se había dado cuenta de que la tortura "representaba una completa pérdida de su comprensión y de sus creencias acerca del mundo, «una pérdida de fiabilidad del pensamiento», como dice él mismo. «Me sentía como un tonto, creyendo en cosas que ya no existían. Me sentía perplejo y, frente a los torturadores, me di cuenta de que la diversidad de la naturaleza humana me sobrepasaba, pese a toda mi educación universitaria y mi formación psicoanalítica. Sentía que el mundo era más complejo y diferente de lo que imaginaba. Se trataba de una violenta destrucción de la fiabilidad del pensamiento y la percepción»". Para colmo, cuando luego intentó transmitir su experiencia a sus amigos, éstos "no querían o no podían escuchar... querían saber, pero sólo lo que podían soportar. Emocionalmente escupían sobre mí las cosas que yo les contaba y que ellos no podían asumir". Si bien Viñar, veinte años después, justifica de algún modo esta reacción ("Al reproducir detalles de mi brutal experiencia, comunicaba las cosas de un modo invasor..."; "mi testimonio fue muy radical en la descripción que hice de la destrucción de los seres humanos en la prisión..."), también es cierto que aquí se pueden encontrar ya, en germen, las actitudes de negación, represión y disociación que caracterizarían, o caracterizaban ya, a vastos sectores de las sociedades latinoamericanas sometidas a regímenes de terror, mecanismos de defensa que Caro Hollander no deja de analizar y que Eduardo Pavlovsky sintetiza a través de una cita de Wilhelm Reich (en Psicología de masas del fascismo): "Una dictadura no existe sin la complicidad de la población". En efecto, escribe la autora, "tal como lo elaboró en su pieza Telarañas, Tato sostiene que es importante entender la receptividad subjetiva al fascismo. Desde su perspectiva, la existencia de una conciencia autoritaria en muchos sectores -en los que se incluyen las clases medias y populares- adaptados a una sociedad burguesa patriarcal y a sus valores predispone a la gente a identificarse con el Estado represivo. «Por ejemplo [el que habla ahora es Pavlovsky], cuando volví del exilio me encontré con mi familia, que había permanecido en el país durante el gobierno militar. Nada malo les había pasado. Habían vivido bien, y no tenían idea de que hubiera algún problema con la dictadura. ¡Había tanta gente parecida a mi familia, que nunca levantó un dedo, que nunca hizo nada!»".

Ciertamente, ningún problema. Sí, en cambio, mucha represión psíquica (cultura del miedo, la llama la autora) y grandes dosis de conciencia adulterada -manipulada desde fuera y autoasumida por instinto de conservación. Para lo primero, conviene retener la siguiente reflexión de la investigadora: "Los desaparecidos cumplieron muchas funciones y no fue la menor la de imponer la cultura del miedo. Al hacer desaparecer a las personas, la dictadura podía negar sus crímenes por no haber pruebas concretas: ningún cuerpo, ninguna detención, ninguna denuncia formal, ningún proceso, ningún encarcelamiento". Y para lo segundo, esta otra: "Los desaparecidos tuvieron la función adicional de ser cabezas de turco. El discurso militar los describía como encarnación del demonio que tenía que ser violentamente expurgado del cuerpo político, de la comunidad. A pesar de formar parte de la comunidad, la persecución por parte de los militares fue descrita como una purificación de la comunidad a través de la eliminación del mal más que como una violencia directa en contra de toda la sociedad. El ritual de la desaparición de personas hizo del desaparecido un culpable y se le atribuyó al régimen autoritario un halo de santidad por haber eliminado la maldad".

En esta maniobra de pinzas entre la guerra santa y la cultura del miedo (en realidad, instauración del Terror), quedó finalmente atrapada la mayoría de la población de cada uno de los países citados, despejando de tal forma el camino a las políticas económicas futuras de la democratizada globalización. Que no es otro el significado de las dictaduras genocidas de los años 70 y 80, como bien señala Juan Carlos Volnovich, el psicoanalista que salvó su vida en Cuba, junto a su esposa Silvia y sus hijos Yamila y Román. Para él, en efecto, "la función histórica de las dictaduras del Cono Sur fue eliminar a aquellos sectores de la población capaces de ofrecer resistencia a la economía del libre mercado que buscaban imponer las corporaciones transnacionales y las instituciones financieras y comerciales internacionales". Juan Carlos sostiene -continúa ahora la autora- que "los movimientos armados revolucionarios ya habían sido destruidos en la Argentina cuando los militares tomaron el poder y por ende la guerra sucia desatada fue equivalente al uso de la bomba atómica en Hiroshima. «No era necesario [dice este psicoanalista] vencer a los japoneses, quienes ya habían admitido la derrota, sino intimidar a la Unión Soviética: miren lo que tenemos y lo que esperamos hacer. En el caso del terrorismo de Estado del Cono Sur utilizaron la ideología antisubversiva en una guerra psicológica para acabar con la conciencia crítica»". Como añade a renglón seguido la propia Caro Hollander, "la mentalidad que programó esta guerra militar e ideológica en contra de la subversión fue profundamente autoritaria. El terrorismo de Estado fue fruto de una asociación en la cual los líderes militares y políticos de los Estados Unidos compartieron la tendencia autoritaria con sus correligionarios latinoamericanos. Pero como la violencia se desplegaba en América latina, pudo ser descrita en los Estados Unidos, tanto por el gobierno como por los medios, como inherente a la naturaleza de las culturas del sur. Las contribuciones del gobierno de los Estados Unidos a la represión política extrema en todo el continente podrían ser negadas y proyectadas en otras fuerzas -subversivos, comunistas ateos, terroristas sedientos de sangre- y así desconocidas a sus propios ciudadanos" .

 

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