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Marcelo del Campo

Belladona

(novela/segunda parte/capítulo 2)

 

18/3/03

 

 

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Segunda parte / Capítulo 2

 

El mundo es un pañuelo. Resulta que A., el del diario, era nada menos que el hijo del famoso escritor. Todo estaba concentrado en ese reducido espacio que va de Santos Lugares a Villa del Parque y en ese pequeño lapso que transcurre entre mi visita a la casa del escritor y mi primer encuentro con Beba a las puertas de la facultad. Cuando aquella fatídica noche de té y negociaciones en el saloncito semicircular el diario cayó en mis manos, comprendí que era cierto, que el mundo es un pañuelo, pero que no habría pañuelo que bastara para absorber tantas lágrimas. De ahí mi emperramiento con Graciela T. (¿de ahí, seguro?), porque en el mapa de las desgracias que el diario trazaba por anticipado, yo de algún modo había dejado caer el puntero sobre la única manchita que ofrecía perspectivas seguras, una línea Maginot. Esta manchita tenía forma de mujer, de Otra Mujer. Y es que la Beba en acto que mostraba el diario era la Beba en potencia con que me esperaban. No era un lecho de rosas, era un cactus.

Los hijos de escritores son emblemáticos. Huesos duros de roer ya que encarnan algo así como un marinero que desembarca en la Dársena C y va a tomarse unas copas al Gambrinus. El marinero habla en sánscrito. Y si el hijo del escritor fuera marinero y el escritor escribiese en sánscrito sería un cóctel explosivo. Aunque por lo sofisticado éste no era el caso. El peligro asomaba desde otro lado: que primero viniera el hijo, más tarde el escritor, el marinero, el profesor de sánscrito, el barman del Gambrinus... Un quilombo. O sea que el diario de Beba se me aparecía realmente como el mapa que describe la azarosa ruta de los argonautas en procura del vellocino de oro. Beba iba a la pesca de un vellón negro, el mío sería rubio con reflejos tornasolados.

Martín Vitale era filósofo y traductor de filósofos. Yo había empezado a leer una vez un hermoso tratado en tres tomos que habían salido de su talento traductor. Supongo que no lo terminé, pero la obra llegó a ejercer sobre mí tal poder magnético que cada tanto volvía a la portadilla del primer tomo y me quedaba mirando embobado el título, debajo del cual despedía brillos hipnóticos el nombre del traductor: M. Vitale, doctor en filosofía. Acariciaba con los dedos las fulgurantes letras mientras me decía: Esto sí que es inmortal, y la aspereza del papel me hundía en un blando sopor. El resultado fue que en ese pase mágico del autor se metió de contrabando el traductor, y ya nunca más pude separar al uno del otro. Así que cuál no sería mi sorpresa cuando un buen día me descubro en la propia casa del profesor Vitale entre paredes atiborradas de libros, como la del famoso escritor, y además con mucha fenomenología. Pañuelito para que te quiero: era como doblar la esquina y toparse con el Filósofo, el artífice de los tres tomos. En los hechos, yo había doblado y me había encontrado con su versión castellana. Pero daba lo mismo. Era otra jugada impecable del azar.

Entré por primera vez en la casa cuando todavía brillaba en mi horizonte el sol cegador de Armando da Silva doblado sobre su violonchelo. Para no mirar dolorosamente aquellos rayos, empecé a mirar peligrosamente a Marcia, la menor de las hermanas Vitale. La chica estudiaba algo en la facultad en tanto que yo hacía tiempo que no estudiaba nada, enfrascado en la contemplación de mi propio derrumbe. Lógica I era una materia a la que hacía como que le prestaba alguna atención, aunque las cosas no funcionaban de acuerdo con el principio de no contradicción. Tampoco era yo idéntico a mí mismo: hacía lo que no tenía que hacer, como por ejemplo dejarme envolver por Marcia. Y tan poco lógicas estaban las cosas que cuando cedí a los primeros chupeteos y caricias de Marcia me encontré con que estaba cediendo más o menos a lo mismo con Antonia.

Por Marcia supe que su papá era el traductor del Gran Filósofo.

—Tu apellido, casualmente, es el mismo que el del traductor de un...

—No es ninguna casualidad —dice Marcia—, soy la hija del traductor.

—¡Sí, y yo de Gardel!

Y también por Marcia entré por primera vez en la casa, aunque demasiado tarde para mí porque el traductor se estaba muriendo. La casa quedaba cerca de Constitución y por sus ruinas hoy pasa una autopista. Con todo, la primera impresión que se sacaba de ahí era de maciza eternidad. Quizá por los libros, que confieren peso y sustancia a las paredes; quizá por la muerte que se infiltraba y anunciaba el colapso inminente, puesto que también la muerte puede obrar el milagro, y entonces la dignidad de lo eterno y la eternidad de lo digno se transmiten a las cosas más volátiles e insignificantes. Había un goteo incesante de muerte y un rumor inaguantable sobre las alfombras. Ahora el rumor inaguantable es el de los coches que van y vienen por la autopista.

Nunca vi en persona a Martín Vitale y me tuve que conformar con el retrato que había en el despacho donde se encerraba para trabajar. Mientras la muerte hacía su trabajo, la que se encerraba ahí era Antonia. Antonia había terminado Letras y ahora empezaba Filosofía.

—No me habías dicho que tenías una hermana.

—No, no te lo dije.

—Además no está nada mal.

—No, está muy bien. Si te gusta... Por acá se circula libremente.

Pero la libertad de circulación tenía un límite, la pieza donde habían recluido al profesor. Daba a un pasillo que se comunicaba con el comedor, y entre el pasillo y el comedor había una cortina amarilla. Yo entreveía el pasillo cada vez que una de las chicas, o la madre, o el chico se dirigían a la zona prohibida, que probablemente era la pieza de servicio. Pero no había servicio: la madre reinaba y había reinado siempre en el hogar, mientras el profesor Vitale se dedicaba a sus cosas. Ahora su única dedicación era morir, y en todos los rincones de la casa se notaba esa ardua tarea, aunque para eso gozara de un recinto particular, para que nadie lo perturbara, para que tampoco él perturbase los actos de la vida que por otra parte ya estaba bastante contaminada.

Antonia leía El pensamiento salvaje en el sillón de cuero de su papá. Marcia abrió la puerta del despacho y entonces la descubrí. Pelo rubio cayendo como una catarata sobre el respaldo. Se levanta, pies descalzos, y cuando uno empieza por algo así, trepa y trepa y pide más. De esta manera es cómo nacen ciertas pasiones, y yo renacía, extraído del seno malo de Beba por aquellos maravillosos pies. Pies que me sujetaban como fórceps y me traían a la vida nueva, resurrección.

—¿Fernando, no?

—Sí, cómo sabés?

—Sé muchas cosas de vos —y se da vuelta y se recoge el pelo y se pone a mirar su propio reflejo en el vidrio de la puerta que da al balcón.

Estaba ahí, en casa del mismísimo Martín Vitale, pero esta vez sin correr el riesgo de que me rechazaran una solicitud de primicia exclusiva para la Esmirriada y sin correr tampoco el riesgo de que de repente le saliese al traductor un hijo que en el pasado hubiera tenido algo que ver con Beba, como el hijo del famoso escritor. Vitale tenía un hijo, ¿pero qué importaba? Y aun más, si este hijo se hubiese ido a la cama con Beba, ¿importaba? Con un estremecimiento, comprendí que al menos mientras permaneciera en esa casa y ante esa beldad lo importante no era ya el adulterio sino el incesto: Beba podía hacer lo que le diese la gana, pero Antonia no —no con el hijo del escritor que esta vez era su hermano. O sea que abriéndome la puerta del despacho del profesor Vitale, Marcia me había metido en la boca del lobo. Salía de una boca y entraba en otra. Sin embargo, la boca del lobo de Beba me seguía preocupando. Y el clima de la casa de Constitución estaba cargado de horribles presagios. El filósofo se moría mientras yo renacía gracias a la carga de caballería iniciada por Antonia desde aquellos pies. Carga de caballería desbocada en medio de un paisaje barrido por el fuego y la destrucción.

«Usted está enfermo.»

«Sí, doctor.»

Mientras tanto, Beba, la causante de mi enfermedad, hacía su vida a miles de kilómetros de distancia, como para que mi peste no la contaminara. Y eso me enfermaba todavía más. Yo me sentía como un leproso con su campanita: la campanita me anunciaba y Beba entonces se ponía en guardia, no fuera a ser que el aire se enturbiase y la comida se echara a perder*. Pero si ella era la culpable de mi mal, ¿por qué no se apiadaba de mi mal? ¿O es que a pesar de todo quería que yo dejara de estar enfermo y de hacer sonar mi campanita? No es nada inusual que ciertas mujeres reclamen esta clase de superhombres, hombres que en lugar de entonar cánticos plañideros interpreten una marcha triunfal, aunque las paredes del templo se desmoronen sobre nuestras cabezas. ¿Y quién es el responsable del derrumbe del templo? No Sansón, por supuesto, sino Dalila. ¿Y qué quería Dalila, que Sansón se pusiera a bailar loco de contento cuando se despertó y se dio cuenta de que su amorcito le había cortado el pelo? No, cuando a uno le cortan el pelo lo único que le queda es tirarse en la cama y dejarse morir. Salvo que nos deshagamos de la campanita y salgamos de compras. Vamos y nos compramos una tuba, un clarinete, una trompa o un saxofón. Una vez que estamos en posesión de cualquiera de estos poderosos instrumentos, la cuestión es soplar, a ver si Dalila vuelve. Pero no se trata de una llamada sino de un desafío: ¡Dalila, sigo vivo, a tu pesar! Y no es improbable que Dalila vuelva, si pertenece a esa clase de mujeres que se regodean en atormentarnos para medir nuestro grado de endeblez o de no endeblez. El que es endeble está frito, el que no, tiene la sartén por el mango.

Así que había llegado la hora, yo tenía que dejar de hacerme el Sansón, de ir empujando columnas por ahí, para dedicarme a mirar tranquilamente cómo seguía la película. La indiferencia es una virtud muy considerada entre hembras ávidas. Sentado uno en su butaca (o en un sillón en un balcón junto a un árbol frondoso) contempla las cosas como son: las cosas tienen que ver con él, pero no son él. En una palabra, hay que verse como un personaje, con la perspectiva adecuada. Sufrir con el personaje, aunque a la distancia y con dignidad. Como se dice, mantener el tipo. Pero, cuernos, ¡qué difícil nos resulta esto con nuestro legado de cien generaciones judías encima! Y si no, véase a Job. Pero estás equivocado, Job: el Amo del Mundo lo único que hace es ponerte a prueba, y hay que mantener el tipo hasta el final. Justamente al final se verá que estás a Su Altura y entonces el Buen Dios te premiará, porque no solamente comprenderá que existes sino también que te has hecho merecedor de existir. Así que agarrá tu saxo y soplá. Lo cual te dará un desconocido espesor existencial, tierra firme bajo los pies, esos doloridos pies a los que hasta el momento sentías hundirse en una superficie fangosa. Cuando el saxo llegue a los oídos de tu Señor, verás cómo las nubes se abren para dar cabida a un firmamento revolucionado. Entonces se oirá un trueno y empezará el diluvio universal, una lluvia regeneradora y vengativa que te empapará hasta el tuétano y de la que saldrás como un niño de entre las piernas de su mamá, cubierto de líquidos espantosos, pero gordito y feliz. ¿Y qué diablos es eso, sino un renacimiento con todas las de la ley? Para lo cual basta con encontrar el instrumento adecuado, preferentemente metal, que te permita abandonar la lastimosa campanita con la que anunciabas la salida del leproso del leprosario y su peligroso acercamiento al mundo de los vivos. Me metí el instrumento entre los dientes, empecé a soplar. Allá lejos Beba escuchó. ¿Así que éste estaba vivo? Entonces empecemos de nuevo.

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* «El leproso andará harapiento, despeinado, la cara medio tapada y gritando: ¡Impuro, impuro! Mientras le dure la lepra, será impuro y, siendo impuro, vivirá aislado, fuera del campamento.» Levítico, 13, 45.

 

SEGUNDA PARTE: 1 / 2 / 3

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La Magdalena: Leonardo da Vinci
Marcelo del Campo nació en Buenos Aires, donde transcurre –durante la primera mitad de los años sesenta– la acción de esta novela, que publicamos por capítulos. Se cuenta aquí la tumultuosa vida "privada" de una joven pareja perteneciente a aquella generación de la que buena parte de sus miembros, en la década siguiente, sería exterminada y otra obligada a abandonar el país.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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