El otro 11 de septiembre
Ataque terrorista contra Chile
/tres/
El embajador Davis recibió la noticia en Washington, a través de la representación diplomática norteamericana en Santiago. También Nixon y Kissinger. Este último, al frente del Comité 40, había venido realizando sustanciosas contribuciones en dólares, a lo largo de los últimos años, en favor de todo movimiento de oposición al gobierno de la Unidad Popular, ya se tratase de los transportistas en huelga, de los partidos Demócrata Cristiano o Nacional, del sedicioso El Mercurio (máxima expresión de la prensa oligárquica latinoamericana), o de los grupos terroristas tales como la ultraderechista "Patria y Libertad". La última, de un millón de dólares, se había hecho efectiva el 22 de agosto de 1973, y ahora revelaba su rentabilidad a corto plazo/6.
El lunes 10 por la tarde, Davis llegaba apresuradamente a Santiago, y poco después, desde los aparatos de radio instalados en el Ministerio de Defensa, partía un mensaje hacia las unidades de la flota norteamericana afectadas al Operativo Unitas. Las naves, que en ese momento se dirigían a toda máquina en dirección a aguas jurisdiccionales chilenas, reciben la orden de separarse en dos grupos, debiendo permanecer dos destructores "a más de doscientas millas de Valparaíso, mar afuera", y el destructor y el submarino restantes a más de doscientas millas de Talcahuano. La razón de este cambio imprevisto de planes era -según el comunicado- que la Operación Unitas "puede postergarse indefinidamente".
11 DE SEPTIEMBRE: LOS COMANDANTES NO CONTESTAN
El 11 de septiembre, a las 6.00 de la mañana, la marina está en pie de guerra. La víspera, la escuadra anclada en Valparaíso había abandonado este puerto, tal como lo ordenara el comandante en jefe de la armada, almirante Raúl Montero, para reunirse con las naves norteamericanas, pero a poco navegar sus unidades volvían la proa y se dirigían nuevamente hacia el sitio de zarpada. Al amparo de la noche, atracaban en Valparaíso, mientras sus hombres se aprestaban a ocupar rápidamente la ciudad.
En su domicilio privado de la calle Tomás Moro, el presidente Allende es informado poco antes de las siete de la sublevación. Los primeros datos de que dispone el Gobierno indican que el levantamiento se limita a la marina y que, desde Valparaíso, seis camiones con tropas se dirigen hacia Santiago. Allende ordena que se localice al almirante Montero para que se traslade a aquella ciudad y haga frente a los insurrectos, sin saber que en la noche anterior el comandante en jefe leal ha sido destituido y hecho prisionero por el almirante Merino, jefe de la sublevación.
Montero, obviamente, no contesta al teléfono, pero tampoco lo hacen Pinochet ni Leigh.
Ya en la Moneda, y ante nuevos intentos fallidos de comunicación, el Presidente expresa su temor de que esta vez todos los comandantes estén comprometidos en la subversión. Sin embargo, aun dispone de Carabineros, la policía paralimitar que, extendida a lo largo y ancho del país, cuenta con una dotación de 30.000 hombres, número apenas inferior al del ejército (32.000) y muy superior al de la armada (18.000) y de la fuerza aérea (10.000). Ya a las 7.30, hora en que Allende hace su ingreso en el palacio presidencial, éste se encuentra rodeado de una gran cantidad de efectivos y tanques pertenecientes al cuerpo. Y cinco minutos después, es su propio comandante en jefe, general Sepúlveda Galindo, quien se presenta ante el mandatario para informarle de las medidas defensivas que acaba de disponer. Mientras tanto, los cincuenta carabineros que integran la guardia presidencial ocupan normalmente sus puestos en el interior de la Moneda.
Quince minutos más tarde se tiene el primer indicio de que la fuerza aérea (o al menos un sector de ella) participa de la insurrección. Es cuando, desde la secretaria de seguridad del Partido Comunista, se informa a la Presidencia que tropas pertenecientes al arma se aprestan a atacar las fábricas de la capital. Suponiendo que aún cuenta con el apoyo del ejército, y partiendo del respaldo efectivo de Carabineros, Allende piensa que la medida dispuesta por la fuerza aérea conduce directamente a la guerra civil, y así lo expresa a sus colaboradores. Sin embargo, no está todavía claro cuál es la posición del cuerpo en su conjunto, ya que no se ha podido hacer contacto telefónico con su comandante en jefe, ni éste, hasta el momento, ha expresado unívocamente su posición.
Pero a esa hora, sin forzar demasiado las cosas, se puede anticipar cuál será la actitud final de la fuerza aérea, a poco que se vincule la información proporcionada por el Partido Comunista con un episodio ocurrido días antes en torno de los aviones de la Línea Aérea Nacional. Al declararse los pilotos en huelga, el viernes 7, los aparatos son trasladados desde el aeropuerto civil de Pudahuel hasta la base militar de Los Cerrillos. Según explica el comandante en jefe del arma al Presidente (a requerimiento de éste), la medida ha sido dispuesta exclusivamente "para protegerlos". "¿Para protegerlos de quien? ¿Acaso del Gobierno?", pregunta Allende. Y da orden de que sean restituidos a Pudahuel. Ahora está claro, sin embargo, que la orden no ha sido cumplida, y que la fuerza aérea, en su totalidad, se halla comprometida en la insurrección. Como se comprobaría poco después, los aviones de la Línea Aérea Nacional habrían de servir durante el golpe para el transporte de tropas y equipo a todas las zonas estratégicas del país.
Por fin, un comunicado transmitido a las 8,30 por la cadena de emisoras de la oposición (otras tres permanecen aún en manos del gobierno), define la postura de los comandantes en jefe. En el mensaje, que ninguno de ellos ha tenido el valor de plantear personalmente, se exige del Presidente "la inmediata entrega de su cargo a las fuerzas armadas y carabineros de Chile" y el silenciamiento de los medios de comunicación (prensa, radio y televisión) adictos al gobierno de la Unidad Popular. Lo firma una autoproclamada Junta Militar integrada por los comandantes Leigh (fuerza aérea) y Merino (armada), el comandante en jefe del ejército, Augusto Pinochet, y el general César Mendoza, erigido en comandante en jefe de carabineros. La traición de Pinochet invierte el curso posible de los acontecimientos. El día anterior, en una reunión con el ministro de Defensa, aún daba muestras de "lealtad", aunque con una sugestiva modificación en su modo específico de atestiguarla. Por primera vez desde su asunción a la titularidad del arma, se abstiene de denunciar los aprestos subversivos de quienes pretenden encabezar un levantamiento contra el gobierno constitucional, subrayando por el contrario la "calma" que súbitamente ha vuelto imperar en la institución. Era éste -y nadie lo sospechaba- el indicio evidente de que el complot acababa de salir de su fase de indeterminación, para ingresar en una etapa en la que fecha y hora, modalidad e intención le otorgaban una operatividad concreta. En este punto, Pinochet no podía permitirse excesos "legalistas".