Desde 1213 hasta 1291 se realizaron cuatro cruzadas que, aparte de
significar la pérdida de miles de vidas, no obtuvieron resultado práctico
alguno.
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a guerra por Tierra Santa, declarada en 1095 y que diera origen a las cuatro grandes cruzadas, arrojó resultados importantes para su época, si bien el Santo Sepulcro permaneció a la postre en manos de los musulmanes. En una renovada tentativa por liberar los Santos Lugares fueron predicadas nuevas cruzadas, siendo la más descabellada de todas la Cruzada de los Niños. Estas Cruzadas Complementarias, destinadas a salvar de la completa ruina al reino de Palestina, surgieron a raíz de la trágica suerte corrida en 1212 por 50 mil niños de Alemania y Francia, pero desde 1215 y hasta 1291, en que terminan las cruzadas, cada vez resulta más difícil despertar interés entre los reyes y pueblos de Europa por la marcha hacia Oriente. Tal vez aquí resida el motivo principal por el cual las llamadas Cruzadas Complementarias resultaran totalmente estériles en cuanto a consecuencias prácticas.
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todos los países católicos, incluso Irlanda y Noruega, fue mandada en 1213 una legión de predicadores. El cardenal de Courzon, secundado por Jacobo de Vitry, encabeza el grupo de legados y obispo que predicaba la guerra sagrada. En 1215, en Roma, fue convocado el solemne Concilio de Letrán, que resolvió iniciar la nueva cruzada, fijándole la fecha del 1.° de junio de 1217. El clero recibió orden de entregar la vigésima parte de sus ingresos y, por su lado, Inocencio III donó 30 mil marcos de plata. Tres fueron los reyes que tomaron inicialmente el voto de la cruzada: Juan Sin Tierra, rey de Inglaterra; Federico II, rey de Sicilia y futuro emperador de Alemania, y Andrés II, rey de Hungría. Por su parte, Felipe II Augusto, rey de Francia, destinó algo de sus rentas para la cruzada, la que fue favorecida por el Concilio XII de Letrán.
Cuando comenzaban a hacerse los preparativos de la Quinta Cruzada murió en 1216 Inocencio III y pocos meses después fallecía también Juan Sin Tierra. Federico II, ocupado en distintos problemas políticos de orden interno, tanto en sus dominios sicilianos e italianos como en la propia Alemania, procuraba eludir la cruzada con los más variables pretextos. En cuanto a la masa de caballeros y príncipes alemanes, todos ellos preferían saquear y asesinar en las ricas tierras eslavas del Elba, del Oder y del Báltico Oriental. Tampoco los caballeros de Inglaterra y de Francia revelaban mayores deseos de emprender una nueva marcha a ultramar. No veían provecho alguno en las difíciles campañas de Oriente y preferían dirigirse a Grecia, para apropiarse de sus feudos con mayor facilidad. En general, los tiempos habían cambiado. Con el fortalecimiento del poder real, los nobles descendientes de los “sin ropa” y de los “sin bienes” entraban al servicio de los ejércitos del rey, lo que a más de honroso era provechoso. Pese a todo, el nuevo Papa, Honorio III, continuó la obra de su predecesor y consiguió realizar la cruzada.
En el verano de 1271, Andrés II, rey de Hungría, consiguió reunir un ejército bastante importante y emprendieron la marcha hacia el Oriente, embarcándose en el puerto de Sapalatro, en Dalmacia. En esta Quinta Cruzada (1217-1221) participaron también Guillermo de Holanda, el duque Leopoldo VI de Austria, algunos príncipes de Alemania Meridional y gran número de señores alemanes y bávaros acompañados de sus vasallos. Andrés II fue el jefe de la expedición que de Sapalatro se dirigió a Chipre, donde se le unieron otros cruzados que habían llegado de Brindis, Génova y Marsella, y unidos todos a Lusiñán, rey de la isla, desembarcaron en Tolemaida. El ataque que planearon no fue muy enérgico, a consecuencia de la falta de víveres. Los cruzados fueron recibidos en Siria con bastante frialdad. Los francos de Siria no necesitaban de la cruzada: en el transcurso de casi 20 años habían entablado un comercio pacífico con Egipto y la guerra sólo podía perjudicar sus intereses económicos. No obstante, los cruzados ganaron una batalla a Malek-Adel, quien murió al poco tiempo de dividir entre sus hijos los Estados que poseía, dando a Malek-Kamel el Egipto, a Moadham la Siria y la palestina, y a Aschraf la Mesopotamia.
Los cruzados húngaros y alemanes permanecieron en Acre un año sin resultado alguno, procurando realizar incursiones al interior del país sobre Damasco y otras ciudades, pero todas fueron estériles. La mayoría de los holandeses, embarcados en 300 naves, se había demorado por luchar contra los emires de España Meridional, y recién en abril de 1218 llegaron a Acre. El ejército de los cruzados atacó el Monte Tabor, aunque sin resultado. Las discordias no tardaron en estallar, y Andrés II, convencido de la inutilidad de la empresa y sin prestar atención a la excomunión proclamada en su contra por el patriarca católico de Jerusalén regresó a su patria después de visitar los Santos Lugares.
Los guerreros llegados de España a Palestina animaron a los cruzados a emprender una campaña contra Egipto, que era a la sazón el verdadero centro del poder musulmán. Desde el comienzo de la Cuarta Cruzada se proyectaba su invasión, por lo que la idea fue respaldada por el cardenal legado Pelagio; Juan de Briena, rey titular de Jerusalén, y el duque de Austria. Como objetivo del ataque fue elegida Damieta, ciudad-fortaleza competidora en importancia comercial de Alejandría. Por su ubicación en uno de los brazos del Nilo representaba la llave de Egipto. Damieta estaba rodeada por un triple cinturón de muros y defendida por una potente torre, construida en una isla en medio del Nilo. Un puente unía la torre a la ciudad y gruesas cadenas de hierro impedían la entrada a Damieta por el río.
Un año y medio duró el asedio a Damieta. Al principio, los cruzados supieron convertir sus naves en máquinas para el sitio, dotadas de grandes escaleras de asalto que les ayudaron a posesionarse de la torre. Los esfuerzos de sus adversarios, sumados al desborde del Nilo y a las epidemias que empezaron a azotar a los cruzados, contribuyeron a detener sus éxitos. Por varios meses la situación se mantuvo estacionaria. En la primavera y verano de 1219 numerosos cruzados, entre ellos el duque de Austria, emprendieron el regreso a Europa. Otros, sin embargo, prosiguieron obstinadamente el sitio de Damieta. En la ciudad, rodeada por todas partes por el ejército cruzado, se hacía sentir el hambre. Malek-Kamel, sultán egipcio, procuró salvar la ciudad, ofreciendo a los cruzados, a cambio de que levantaran el sitio, entregarles el reino de Jerusalén en sus límites de 1187, devolverles las reliquias sagradas, entre ellas la Cruz de Cristo tomada oportunamente por Saladino, y abonar una importante contribución.
El jefe del ejército cruzado, el legado papal Pelagio, opinó que no podía acordarse una paz con los árabes y que era necesario conquistar Damieta y luego todo Egipto. Los tres grandes maestros de las órdenes espirituales de los caballeros y algunos otros jefes de la cruzada apoyaron la opinión del cardenal. La entrega de Jerusalén no les satisfacía. Las proposiciones de paz del sultán fueron rechazadas. A comienzos de noviembre de 1219 los cruzados tomaron Damieta por asalto, pasándola a sangre y fuego y apoderándose de riquísimos tesoros. El botín tomado valía varios centenares de miles de marcos. Sin embargo, este éxito fue de una duración efímera, y comenzaron las divergencias entre los vencedores. Juan de Briena, rey de Jerusalén, que se encontraba entre los cruzados, reclamó la inclusión de Damieta en sus dominios. El cardenal Pelagio se opuso a estas pretensiones, señalando que la Iglesia Católica debía conservar para sí todo lo conquistado. Tampoco existía un acuerdo sobre las acciones bélicas posteriores. El legado papal exigía la inmediata marcha sobre el Valle del Nilo, pues creía que por el hecho de que el sultán Malek-Kalem hubiera pedido la paz, la conquista de Egipto no sería difícil.
El cardenal Pelagio ordenó al ejército que se encaminara a El Cairo, desoyendo los consejos y la opinión de los hombre de guerra que lo acompañaban. Sin embargo, no encontró apoyo en la mayoría de los caballeros, que advertían la insuficiencia de sus fuerzas para una empresa de tal envergadura. Pelagio buscó con urgencia aliados para la conquista de Egipto, y en la primavera de 1221 empezaron a llegar nuevos destacamentos de peregrinos, principalmente desde Alemania Meridional. Mientras tanto, el sultán Malek-Kamel se había fortificado algo al sur de Damieta, en las cercanías de la ciudad de Mansura, y simultáneamente renovó sus proposiciones de paz a los cruzados. Aunque en el ejército de los cruzados se hacían oír opiniones que procuraban convencer a sus jefes de la conveniencia de aceptar las condiciones de los adversarios, que cedían la Ciudad Santa y el Santo Sepulcro, por segunda vez se contestó al sultán con una negativa. Felipe II Augusto, al enterarse de que los cruzados habían tenido la oportunidad de recibir “un reino a cambio de una ciudad” y habían rechazado la oferta, no pudo contenerse y los tildó de “estúpidos y mentecatos”.
A mediados de junio de 1221 los cruzados iniciaron la ofensiva contra Mansura. Al mismo tiempo comenzó el impetuoso desbordamiento del Nilo, que inundó el campamento de los cruzados. Los musulmanes, preparados con anticipación para recibir el desbordamiento de las aguas, cortaron a los cruzados su retirada. Cuando las asustadas huestes del legado papal procuraron buscar su salvación en una desordenada fuga hacia Damieta, las topas egipcias les cortaron el paso con una lluvia de flechas, hostigándolos tanto de día como de noche. Para evitar que su ejército fuera aniquilado, los cruzados se vieron obligados a negociar la paz con Malek-Kamel, concertándose un acuerdo final el 30 de agosto.
Los cruzados debieron restituir la ciudad de Damieta, de la que se retiraron a principios de septiembre de 1221. Perdida Damieta, el ejército cruzado derrotado totalmente desocupó Egipto. Con el sultán egipcio fue firmada una paz de ocho años, y así se puso fin a la Quinta Cruzada, cuyos míseros resultados debilitaron aún más en Occidente el entusiasmo de antaño por las cruzadas. Entre las causas del mal éxito de la empresa se señaló el haber faltado a sus promesas Federico II, la poca previsión del cardenal legado Pelagio y la impericia de los jefes que dirigían la expedición.
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espués de la ascensión de Federico II al trono del Imperio Romano, cobró nueva fuerza la lucha en su contra iniciada por el Papado. La sede apostólica se consideraba amenazada por la política italiana del Hohenstaufen, nieto de Federico I Barbarroja, y se le hizo cargar la culpa del fracaso de la Quinta Cruzada. Federico II, en 1215, había prometido participar en la cruzada y había esquivado luego el cumplimiento de su promesa. El Papa Honorio III predicó la Sexta Cruzada, y nuevamente prometió asistir Federico II, el que fue amenazado de excomunión en caso de demorar su marcha hacia el Oriente. Luego de prometer al Pontífice que recuperaría el tiempo perdido, se fijó para 1225 la realización de la nueva cruzada.
Para activar la expedición llegaron a Italia los maestres de los templarios, hospitalarios y teutónicos, el patriarca de Jerusalén y el mismo Juan de Briena, que recorrió los Estados de Europa pidiendo socorros. Todo se esperaba de Federico, al que se comprometió con Yolanda, hija de Juan de Briena y heredera del trono de Jerusalén. En los puertos de Sicilia e Italia comenzó la construcción de 50 grandes naves especialmente acondicionadas para el transporte de un ejército ecuestre, pero la indiferencia popular hizo que en la primavera de 1225 Federico II no reuniera la cantidad de gente suficiente para una campaña de ultramar. Además, la situación en Italia Meridional demandaba la presencia del emperador.
La iniciación de la cruzada quedó aplazada para 1227, con la aprobación papal luego que Federico II se comprometiese a abonar en esa fecha cien mil onzas de oro al patriarca católico de Jerusalén, para las necesidades de Tierra Santa. En 1225 se casó con Yolanda y manifestó su pretensión sobre el trono de Jerusalén, discutiendo con Juan de Briena. En su mente tenía un plan para apoderarse de su nuevo reino, interviniendo en la guerra del sultán egipcio contra Damasco. La oportunidad se le presentó en 1226, cuando Malek-Kamel le ofreció una alianza. El emperador alemán inició las negociaciones con Egipto, aunque empeoraran sus relaciones con Roma.
En 1227 culminaron los preparativos de la Sexta Cruzada. Este verano el ejército cruzado acampaba cerca de Brindis y una parte viajaba en barco hacia Siria. Ante la insistencia de Gregorio IX, el octogenario Papa que sucedió a Honorio III, Federico II encabezó el ejército cruzado compuesto de varias decenas de miles de hombres, reclutados principalmente en Alemania y parcialmente en Francia, Inglaterra e Italia. A raíz de los grandes calores y la falta de provisiones, estallaron fuertes epidemias. Dos días después de embarcarse en Brindis, Federico II se enfermó y resolvió regresar, lo que ocasionó la dispersión de un numeroso ejército que había ido ya a Palestina. La cruzada fue nuevamente postergada.
El Papa excomulgó a Federico II como a un enemigo mal intencionado de la religión de Cristo, por su informalidad, y en castigo por haber faltado a sus compromisos, ocasionando con ello grandes males. Para contrariar a Gregorio IX, el emperador excomulgado emprendió en el verano de 1228 el viaje desde Brindis a Siria acompañado de 600 caballeros, a bordo de 20 galeras. Federico II había aceptado las proposiciones del sultán Malek-Kamel de que le ayudase en su empresa de apoderarse de los Estados de su hermano Moadham. El Papa prohibió la Sexta Cruzada, señalando que el objetivo del “servidor de Mahoma” era “raptar el reino de la Tierra Santa”. La posición del Papado sólo podían disminuir las posibilidades de éxito de la cruzada, pero el emperador perseguía objetivos netamente políticos: teniendo en vista el título de rey de Jerusalén, la cruzada le permitiría crear el imperio “mundial” de los Hohenstaufen.
La excomunión que sobre él pesaba y la desaprobación de la expedición por el Papa fueron causas de que Federico II fuese desobedecido por los caballeros de las órdenes militares, rechazado por el clero y despreciado por los fieles de la Tierra Santa. Pero el emperador siguió adelante y llegó a Siria. En Jaffa, en septiembre de 1229, concertó un tratado de diez años con Malek-Kamel, aprovechándose de las divergencias feudales de los musulmanes y de la lucha del sultán egipcio con su sobrino, emires de Damasco, por el dominio de Siria y Palestina. Federico II aseguró al sultán su ayuda contra todos sus enemigos (presumiblemente también contra los príncipes de Antioquía y de Trípoli y las órdenes religiosas de caballeros), mientras Malek-Kamel concedió Jerusalén al emperador, con excepción del barrio de la mezquita de Omán, Belén, Sidón, Nazaret y otras ciudades de Palestina, formando una faja de territorio para los cristianos desde Acre a Jerusalén. Además fueron firmados con Egipto ventajosos contratos comerciales.
Un mes después Federico II (que había enviudado en 1228) entró en Jerusalén, sin más acompañamiento que los barones alemanes y los caballeros teutónicos, colocándose él mismo la corona de sus reyes, pues el clero católico se negó a realizar la ceremonia de coronación. El patriarca católico decretó la interdicción sobre la Ciudad Santa y prohibió la celebración de oficios religiosos mientras permaneciera en Jerusalén el excomulgado emperador. El Papa acusó a Federico II de haber traicionado al cristianismo y mandó sus tropas a invadir los dominios en Italia Meridional del “libertador del Santo Sepulcro”. El emperador regresó urgentemente a Italia, ofreciendo resistencia armada a los ejércitos del Pontífice y derrotando a las fuerzas papales. En 1230, de acuerdo a las cláusulas de paz de Saint-Germain, Gregorio IX levantó la excomunión a Federico II y al año siguiente ratificó todos los tratados celebrados por el emperador con los musulmanes, ordenando a todos sus prelados de Tierra Santa, así como a los caballeros templarios y hospitalarios, conservar la paz con Malek-Kamel.
La Sexta Cruzada (1227-1229) es llamada también “la Cruzada Diplomática”, pero sus resultados prácticos no fueron duraderos. Después de ausentarse Federico II comenzaron las divergencias entre los señores feudales con dominios en Oriente. A raíz de un prolongado conflicto con el Papado, por su ofensiva contra las ciudades lombardas, por 1237 fue nuevamente excomulgado el emperador. La ciudad de Jerusalén fue tomada por los turcos, al expirar en 1239 la tregua que se había concertado. Ese año, el Papa intentó una nueva cruzada, pero sólo Teobaldo V, rey de Navarra, y otros caballeros, como el duque Hugo de Borgoña, al frente de destacamentos cruzados, llegaron por mar a Siria, concertando allí una alianza con el emir Ismael, de Damasco, uno de los más poderosos príncipes musulmanes. Sin embargo, el sultán Asal Eyub, de Egipto, los derrotó cerca de Ascalón. En 1240, Ricardo de Cornuailles, quien había pasado al Asia al frente de un poderoso ejército, recobró Jerusalén. Más tarde, Malek-Sadel, hijo y sucesor de Malek-Kamel, para vengar la reconquista de Jerusalén por los cristianos, se alió con los carismitas (turcos del Kharizmio). En las filas cruzadas había crueles divergencias entre los cruzados, los templarios y hospitalarios, y el rey de Navarra y demás jefes de la cruzada habían regresado a su patria.
En septiembre de 1244 el sultán egipcio Malek-Sadel, a la cabeza de diez mil guerreros ecuestres, tomó Jerusalén, degollando a toda la población cristiana de la ciudad, tras derrotar a los cristianos y sus aliados, los sultanes de Edesa y Damasco, en la batalla de Gaza, devastando todo el país. El Santo Sepulcro pasaba así a poder de los musulmanes en forma definitiva.
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l fracaso de la anterior expedición a Tierra Santa y el haber sido tomadas Jerusalén y Palestina (excepto Jaffa) por los carismitas llamados por el sultán de Egipto, alarmaron al Papado. El Concilio de Lyon, en 1245, resolvió organizar una nueva cruzada de acuerdo con los deseos de Inocencio IV. Sin embargo, otra vez Federico II, denominado “el sultán de Sicilia”, era blanco de la ira papal, y los que habían prometido luchar por el Santo Sepulcro fueron obligados a participar en la guerra contra el emperador. Tal como antes, el lema de la cruzada fue acompañado de gravámenes financieros, pero los predicadores utilizaban en beneficio propio las sumas reunidas para la liberación de Jerusalén. Por su parte, los campesinos veían desaparecer los estímulos para viajar a ultramar. Si bien la opresión feudal no aminoraba en el siglo XIII, disminuían las calamidades por lo que los campesinos de Europa podían hallar refugio y trabajo, mientras en Oriente les esperaba solamente la muerte o la esclavitud. Los caballeros tampoco manifestaban deseos de verter su sangre en las arriesgadas cruzadas. El rey de Inglaterra, Enrique III, declaró francamente a los legados papales que los predicadores de las cruzadas habían engañado a sus súbditos en muchas oportunidades y que no se dejarían engañar nuevamente.
A pesar del fracaso inicial, Inocencio IV consiguió organizar en 1248 la Séptima Cruzada (1248-1254), con la participación de un número limitado de caballeros, principalmente franceses y algunos ingleses. Los franceses ingresaron influidos por el rey Luis IX, venerado hoy en los altares, quien prometió hacerse cruzado si sanaba de una grave enfermedad que padecía. Habiendo recuperado la salud, se dispuso a cumplir su voto ataviado con modestas vestimentas de peregrino, y su ejemplo fue seguido por sus hermanos, los condes de Artois, Porou y Anjou, y los primeros prelados y señores. Luis IX encabezó la cruzada esperando tener grandes beneficios para su reino en el caso de alcanzar el éxito, y como la Iglesia Católica canonizó posteriormente al monarca, la Sétima Cruzada recibe también el nombre de Primera Cruzada de San Luis Rey de Francia.
El rey se embarcó en el puerto de Aguas Muertas, junto con 40 mil hombres y 2800 caballos, tomando el rumbo de la Quinta Cruzada. Al igual que el cardenal Pelagio, resolvió asestar el golpe a los musulmanes en Egipto. El invierno de 1248 lo pasaron en la isla de Chipre, pero estalló la peste y numerosos cruzados perecieron, otros se volvieron a sus casa y los demás quedaron en la miseria. Federico II, cuya promesa de tomar la cruz a cambio de que se le absolvieses fuera rechaza por el Pontífice, remedió la crítica situación de los cruzados enviándoles una remesa de granos. Luis IX, estando en la isla de Chipre, entabló negociaciones con los mongoles-tártaros, a fin de que dirigieran sus fuerzas contra los sarracenos, siguiendo el ejemplo del cardenal Pelagio, en 1220, cuando buscó con urgencia aliados.
A comienzos de junio de 1249 algunos miles de caballeros desembarcaron en la boca del Nilo próxima a Damieta, que sus habitantes cedieron casi sin combatir. Siguiendo la costumbre, los conquistadores se apoderaron de un rico botín y luego de esperar por los rezagados y los nuevos refuerzos que debían llegar de Francia, en el otoño se dirigieron hacia el sur, sitiando la ciudad de Mansura. Los musulmanes se defendieron tenazmente. Tres torres de asalto construidas por los cruzados fueron destruidas por el fuego de los adversarios. El sultán de Egipto propuso la paz, prometiendo entregar a los cruzados el reino de Jerusalén, pero no accedió a ello Luis IX, aconsejado por sus hermanos. Finalmente, en los primeros días de febrero de 1250, pudieron irrumpir en Mansura. No obstante, los musulmanes encerraron rápidamente a los invasores dentro de la misma ciudad, y aquellos caballeros que no habían alcanzado a penetrar en la fortaleza fueron aniquilados. Varios centenares de guerreros murieron, entre ellos el conde Roberto Artois, hermano del rey Luis IX.
El triunfo resultó desastroso para los cruzados, pues sus fuerzas quedaron debilitadas. A fines de febrero los egipcios hundieron la flota cruzada frente a Mansura y separaron a los caballeros bloqueados en esta ciudad de sus compañeros de Damieta, base de abastecimientos. Amenazados de morir de hambre y diezmados por las enfermedades, en especial el escorbuto, emprendieron la retirada por mar y tierra de Mansura, siempre hostigados por sus adversarios. Una gran cantidad de caballeros y escuderos cayó prisionera, entre ellos el mismo Luis IX y sus dos hermanos. En el cautiverio mostró serenidad y resignación. Su libertad y la de los nobles que le acompañaban la logró el sultán Malek-Mohadan II mediante la entrega de Damieta más un millón de besantes de oro, pacto que fue respetado por el jefe de los mamelucos que ocupó el trono de Egipto después de haber sido asesinado el sultán.
A pesar de los consejos de regresar a la patria, formulados por la mayoría de los nobles, Luis IX resolvió continuar la cruzada. Utilizando todos los medios posibles, los restos de las fuerzas cruzadas se habían concentrado en Acre, donde esperaron inútilmente refuerzos desde Francia. Condes, duques, barones y caballeros desoyeron los llamados, pero en cambio los siervos, en 1251, arengados por un viejo monje llamado “el maestro de Hungría”, se sublevaron contra el poder feudal. Estos “cruzados” sublevados se hacían llamar “pastorcitos” y en número de 100 mil se dirigieron a París y Orléans, matando en su camino al sur a ricos, curas, frailes, pues de acuerdo a los fanáticos discursos del predicados, “Dios no protegía ni concedía su gracia a los nobles, y correspondía a los pobres salvar a Jerusalén”.
El rey Luis IX y los restos de su ejército no consiguieron recibir ayuda desde Francia. Por espacio de cuatro años, el monarca estuvo en Palestina, rescatando esclavos cristianos, fortificando las plazas que le quedaban y pacificando a los cruzados, pero al encontrar una recepción hostil de parte de los francos de Siria, y habiendo recibido la noticia de la muerte de su madre, el rey abandonó Acre en la primavera de 1254 y regresó a Francia, dejando una reducida tropa en el Oriente.
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esde la segunda mitad del siglo XIII, las colonias sirio-palestinas de los cruzados, divididas por una intensa lucha político social, se encaminaban rápidamente al fin. Los príncipes y demás gobernantes se hostilizaban permanentemente, entrando en alianza con los diversos príncipes musulmanes. Los templarios y hospitalarios se destruían mutuamente. Los venecianos, genoveses, pisanos y provenzales desataban constantes guerras comerciales, involucrando tanto a los feudales como a las órdenes religiosas. Una guerra particularmente ruinosa, iniciada por los genoveses, provocó entre 1256 y 1258 la muerte de 20 mil personas en Acre. Desde la cuarta década del siglo XIII, los mongoles se habían hecho presente: en vísperas de la Quinta Cruzada devastaron el principado de Antioquía y después se posesionaron por breve tiempo de las regiones del interior de Siria. Pero el principal peligro procedía de Egipto, donde sus gobernantes supieron en 1260 disminuir la amenaza mongólica en Siria. El sultán mameluco Bibares volvió a unir bajo su mando a Egipto y Siria y resolvió acabar con las colonias de los francos de Siria y Palestina. En 1265 Bibares se apoderó de Cesarea y Arsur, y en 1268, de Jaffa, tomando en Mayo del mismo año Antioquía, la más rica ciudad de los cruzados.
La Octava Cruzada (1270) fue la segunda emprendida por Luis IX y constituyó el último esfuerzo de la Europa cristiana por salvar el reino de Jerusalén, o por lo menos retardar su completa ruina. Los preparativos duraron tres años, motivando la cruzada las guerras que los mamelucos hacían a los cristianos de Palestina, así como las revueltas de Bizancio, que recuperaron los griegos. El rey de Francia se embarcó en Aguas Muertas como la primera vez, pero el objetivo no fue Siria ni Egipto, sino Túnez. La decisión se adoptó en una junta militar en Cagliari, Cerdeña, y obedeció a una promesa de hacerse cristiano del emir mahometano de Túnez, Muley-Mostansah, con lo cual podrían ganar un aliado en la guerra contra Egipto. Por su parte, el hermano del rey, Carlos de Anjou, que pocos meses antes conquistara el reino de Sicilia a los débiles herederos de Federico II, esperaba de esa manera verse libre de los piratas tunecinos y obtener el pago de tributos de Muley-Mostansah.
El 17 de julio de 1270 desembarcaron los cruzados en la costa tunecina. Después de haber tomado la fortaleza de Cartago se dispusieron a esperar la llegada de los refuerzos, al mando de Carlos de Anjou, pues ya habían comprendido la falsedad de las promesas de Muley-Mostansah. El emir de Túnez recurrió a Egipto, y el sultán Bibares movilizó el ejército en su ayuda. Mientras tanto, sobre los cruzados cayeron los avasalladores calores africanos y las epidemias, contándose entre las víctimas el hijo del rey, el legado pontificio y otros señores. Luis IX, atento a los apestados, procuraba aliviarles y prodigarles cuidados, pero fue víctima del contagio y murió el 25 de agosto, “con fortaleza y conformidad cristiana”. La cruzada quedó totalmente desorganizada, pero en el momento en que expiraba el rey llegaron las tropas de Carlos de Anjou y de Felipe el Bravo, sucesor de Luis IX, además de Teobaldo de Navarra.
Los cruzados libraron con éxito varios combates contra Muley-Mostansah, pero limitaron sus acciones en vista de que Carlos de Anjou consideraba inútil la continuación de la guerra contra Túnez. A fines de octubre fue firmada la paz con el emir, y según este tratado, Muley-Mostansah debía renovar y duplicar el pago de tributos al rey de Sicilia, expulsar de Túnez a los gibelinos allí refugiados y retribuir los gastos militares sufridos por los reyes cristianos, correspondiendo el tercio de las 200 mil onzas de oro al propio Carlos de Anjou. La principal cláusula del convenio fue la que garantizaba la seguridad en Túnez de los comerciantes súbditos del reino de Sicilia. Como lo expresaban los correspondientes artículos del convenio, los comerciantes en los dominios del emir “se encontrarían bajo la protección de Dios, tanto ellos como sus bienes, al llegar al país, durante su permanencia en el mismo y al realizar sus negocios”. Obligaciones análogas aceptaba también la otra parte contratante. En consecuencia, este convenio creaba garantías definidas para el normal desarrollo del comercio entre Túnez y Sicilia. Otro de los puntos señalaba la libertad de los cautivos, y que los cristianos podían residir y levantar templos en todas las ciudades de Túnez.
Tal fue el principal resultado de la octava y última cruza. Una vez conseguido esto, Carlos de Anjou se embarcó con el ejército, pero una tempestad causó el hundimiento de numerosas naves, pereciendo cuatro mil cruzados. Como el rey de Sicilia propusiese a los franceses la conquista de Grecia y ellos se negasen, les confiscó las naves y sus efectos.
Todavía el Papa Gregorio IX planteó la necesidad de una nueva cruzada en el Concilio de Lyon, en 1274. Sin embargo, su llamamiento no tuvo acogida. Pese a que Rodolfo de Habsburgo ofreció cruzarse, no hubo voluntarios suficientes para luchar por el Santo Sepulcro. Mientas, uno tras otros fueron destruidos por Egipto los últimos dominios de los francos en el Oriente. En abril de 1289 las tropas del sultán Kelaún tomaron Trípoli, y dos años más tarde, en Mayo de 1291, cayó Acre, convertida en ruinas. A los cristianos sólo les restaba Tolemaida, y aún esta ciudad perdieron en 1291, no obstante haber acallado sus discordias para defenderse heroicamente. Había terminado el movimiento de las cruzadas y también el reino de Jerusalén dejaba de existir.
La caída de Acre en poder de los musulmanes pone fin a las cruzadas, casi dos siglos después de que el Papa Urbano II, en el Concilio de Clermont, en 1095, llamara a “una guerra santa por Tierra Santa contra los infieles musulmanes”. Después de 1291 los cruzados se mantuvieron un tiempo bastante largo únicamente en la isla de Rodas, donde a comienzo del siglo XIV se establecieron los hospitalarios, y en la isla de Chipre, donde en la Tercera Cruzada se habían establecido los caballeros francos, los eclesiásticos y los negociantes. Los turcos osmanlí conquistaron Rodas, y en 1570 el reino de Chipre, que desempeñaba un importante papel en el comercio mediterráneo. Aunque surgieron en diversos períodos de la historia expedicionarios interesados en acabar con el Islam, cuando intentaron persuadir a Luis XIV a conquistar el Egipto, el ministro Pomponne respondió que las cruzadas habían dejado de estar de moda en Europa, desde la muerte de San Luis, en 1270. Ese acontecimiento puso fin a la Octava Cruzada, y con ella a las Cruzadas Complementarias.