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Viendo
Güemes
que
no
alcanzaba
la
concordia
para
arreglar
aquella
desaveniencia,
y
estrechado
al
mismo
tiempo
por
los
realistas,
que
se
precipitaban
como
un
torrente
sobre
la
aislada
provincia
de
Salta,
marchó
sobre
Tucumán.
La
victoria
lo
acompañó
como
siempre;
y
habiendo
arreglado
los
negocios
de
aquella
provincia,
regresó
a
Salta,
donde
sus
enemigos
cegados
por
un
odio
que
tocaba
en
el
ridículo,
alzaban
en
las
plazas
públicas
cátedras
de
predicación
contra
él,
cátedras
de
las
que
descendieron
corriendo
al
aproximarse
el
héroe,
para
ocultarse
en
escondrijos
donde
él
fue
a
buscarlos
con
el
abrazo
del
perdón.
Pero
antes
y
en
su
tránsito
de
Tucumán
a
Salta,
tuvo
ocasión
de
conocer
la
extensión
del
odio
de
sus
enemigos
y
la
fiel
adhesión
de
sus
soldados.
Al
llegar
con
sus
tropas
a
Pozo
Verde,
Güemes
ordenó
un
alto;
y
separándose
momentáneamente
de
ellas,
fue
a
visitar
a
un
amigo
a
una
hora
de
distancia.
Aprovechando
esta
ausencia,
dos
jefes
vendidos
a
los
rivales
del
grande
hombre
lo
acusaron
de
ambicioso
y
de
traidor;
y
mandaron
formar
cuadro
la
división,
proscribieron
a
Güemes,
y
proclamaron
abiertamente
la
rebelión.
Los
soldados
obedecieron,
pero
guardando
un
silencio
que
los
traidores
interpretaron
favorablemente,
y
seguros
ya
de
su
infame
designio,
quisieron
apoderarse
de
los
dos
edecanes
de
Güemes,
pero
ellos
huyeron
a
tiempo
coriendo
el
uno
a
dar
aviso
a
su
jefe,
mientras
el
otro,
buscando
a
don
Manuel
Puch,
que
al
mando
de
una
fuerza
considerable
debía
hallarse
en
Miraflores,
vino
aquí
a
derramar
el
dolor
y
la
desolación
que
he
descrito
ya.
Cuando
Güemes
entendió
que
sus
sodados
se
habían
rebelado
contra
él,
su
noble
corazón
sintió
un
dolor
inmenso,
el
dolor
de
un
padre
traicionado
por
sus
hijos;
y
deseando
morir
a
manos
de
los
ingratos
que
lo
abandonaban,
rompió
su
espada,
y
corriendo
hacia
el
sitio
del
motín
arrojóse
desarmado
al
centro
del
cuadro.
Al
verlo
llegar,
los
soldados
prorrumpieron
de
repente
en
gritos
frenéticos
de
alegría;
y
precipitándose
sobre
los
pérfidos
que
habían
querido
engañarlos,
arrastráronlos
encadenados
para
sacrificarlos
a
sus
pies.
El
héroe
los
detuvo -
Dejadlos,
hijos
míos -
les
dijo -
no
mancheis
vuestras
nobles
lanzas
con
la
sangre
de
traidores.
Esos
hombres
debían
morir
por
mi
mano;
y...
ya
veis...
arrojé
mi
espada
porque
no
quería
matarlos.
Entreguémolos
a
sus
remordimientos,
y
corramos
a
prevenir
el
escándalo
y
el
dolor
que
este
incidente
habrá
sembrado
entre
los
defensores
de
la
Patria.
Y
dejando
a
esos
dos
hombres
presa
de
su
vergüenza
siguió
rápida
y
triunfalmente
su
marcha
hacia
Miraflores.
-Hijos
de
la
presente
generación:
hermanos
míos,
escribo
una
página
de
nuestra
historia
nacional,
y
el
culto
de
la
verdad,
única
religión
del
historiador,
me
ordena
consignar,
a
pesar
mío,
errores
que,
si
influyeron
fatalmente
en
los
destinos
de
nuestra
patria,
han
sido
también
expiados
con
torrentes
de
sangre
y
de
lágrimas,
para
que
los
consideremos
de
otro
modo
como
saludable
lección.
Olvidemos
las
faltas
de
nuestros
padres;
y
si
las
recordamos,
que
sea
sólo
para
redimirlas
amándonos
más,
y
dándonos
en
amor
lo
que
ellos
se
quitaron
en
odio.
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