VI La GárgolaLos árboles susurraron tu voz y la luna dibujo en su lado oscuro tu rostro; los cenzontles me prestaron su canto y don Juan, el más viejo de los músicos, me prestó su instrumento, el único y más extraño. Armado con anhelos llegué al mismo lugar, el cementerio donde había quedado dormido tiempo atrás, vi mi féretro abierto, aún tenía calor, tu calor, la figura tuya se dibujaba en las paredes y tu silencio retumbaba ahí dentro. Los ángeles que me acompañaron iban uno a uno quedando petrificados, resguardando las almas que les habían sido encomendadas, ellas habrían de regresar para cuidar ahora a sus ángeles. El sol se negó a salir ese día, la noche parecía eterna, -ah bendita noche- como un augurio de que era la hora de en-contrarte. Confundido estaba, perdido estaba, parecía que el tiempo y el lugar se habían movido y dando traspiés entre criptas y más criptas hallé la tuya, fresca, húmeda aún por la lluvia del diluvio universal. Temí abrirla, temí que no me reconocieras, temí que me negaras, pero lo hice, acaricie la tierra, la comí poco a poco y al fin el tesoro, mi recompensa, tú. Con el ataúd abierto Don Juan entró en mí, los cenzontles cantaron por mi garganta y sonó esa vieja canción, la que habría de regresarte al mundo, tu mundo, el que tanto quisiste, el que algún día tuviste, en el que yo, ahora, quería entrar. La música limpio tu blanca túnica, volvió el latir a tu pecho, dio color a tu piel, encendió la llama extinta del corazón, emplumó nuevamente tus alas y, al final poco a poco abriste los ojos y me viste ahí, en medio de la nada. Un grito aterrado retumbó en la tierra, era tu voz espantada y decepcionada, te elevaste por los cielos, volaste sobre mi cabeza y te alejaste. Ya nada pude hacer, estas alas desplumadas no pudieron seguirte, mi larga cola se aferró al suelo, las garras de mis manos y de mis pies se clavaron en la tierra, los dientes afilados mordieron mármol y mis ojos tristemente vieron como, para siempre, te ibas alejando. |