IV Desesperadamente quise encontrar al autor de tanta melancolía. El eco de unos pasillos difusos me condujeron a ti, eras un ángel, no aquella figura religiosa a la que todos se arriman, no, eras una figura traslúcida de dolor encarnado en unas alas, unas alas de mujer. Tus cabellos ondulados tapaban tu rostro moreno, estabas revestida con una túnica blanca y resplandeciente. Tus pies no tocaban el suelo, era un símbolo de la pureza violada y destrozada por el recuerdo del amor, aquel viejo sentimiento tan confuso y destructivo que en un tiempo había significado tanto para mí. Nos miramos en un fugaz momento que pareció convertirse en lustros o siglos, hasta que el llanto y los lamentos volvieron, pero ahora en los dos, inmovilizados y pálidos, casi eternos. Caminamos juntos y al paso salían ánimas, como si escoltaran el camino allanado y penumbroso que dejábamos detrás nuestro, pero siempre al final solos y una magia rompió la música celestial de los lamentos. Desapareciste y desaparecí. No se como regresé al lugar dónde me habías recogido: mi cuarto vacío, con tan solo una cama y una veladora, resguardando este triste sueño. A mi lado estabas tú con tanta melancolía como te había soñado, como te había imaginado, ambos cubiertos con tus enormes alas y velando ambos nuestro sueño, el sueño del cual jamás habríamos de despertar... |