NOSTALGIAS DE TROCHA ANGOSTA
Nadie se imagina la ansiedad
que uno siente cuando va llegando a casa con el estómago vacío. La boca húmeda
anticipa el sabor de los alimentos que calmarán el hambre. La necesidad añora el
refugio y el buen descanso que merecemos, luego del fatigoso trajín.
Esa tarde, yo regresaba de vender para
una feria turística, artesanías y otras cosas que hace mi gente y, para llegar,
aún faltaban unos doce kilómetros. La mula noble, resignada, me traía a paso
lento y parejo por un camino polvoriento. Casi pegado a sus patas nos seguía mi
perro compinche. Venía pisando el territorio sureño de esta Patagonia argentina
que alguna vez nos perteneció a los aborígenes y que, a través del tiempo, con
leyes dudosas y la prepotencia de la pólvora, nos fueron quitando. Hoy, en el
2000, los gobiernos con sus clásicas políticas siguen oprimiéndonos y, encima,
todas las tranzas del comercio pareciera que nos jugaran en contra.
Marchando lentamente, comenzaba a olfatear
la tormenta. El calor, hasta entonces sofocante, dejaba paso a la frescura;
mientras se levantaba una nube violácea, por encima del paisaje. Algunos
ñandúes, guareciéndose del chaparrón que se avecinaba, confirmaban el cambio de
clima. Mejor, mejor que llueva, pensé, así habrá de mermar la polvareda de ese
camino que, pese a serpentear un poco, siempre se mantiene paralelo a la vía de
trocha angosta.
La tormenta arreció nomás, casi sin el
clásico comienzo. Sólo atiné a asegurar mi sombrero cuando un relámpago iluminó
todo; le siguió un trueno espantoso. El perro ladraba al cielo y la mula, de
vez en cuando, soltaba un rebuzno. La luz se iba fundiendo y yo avanzaba sin
detenerme. El frío del sur se hacía notar y la lluvia llegó a ser torrencial,
cosa que me obligó a reducir la marcha. Abrigándome con el poncho, decidí
refugiarme entre unos coihues y, acurrucado con la cabeza cubierta, me armé de
paciencia para aguardar que mermara la lluvia. El resplandor de un relámpago me
permitió divisar algo: tal como lo suponía, estaba muy cerca de la finca
"El Cóndor" y, en cuanto pude, me adentré, pues conocía bien a los
moradores. Como era de esperar me recibieron con agrado, protegiendo a mis
animales y ofreciéndome ropa seca, mate cocido caliente y algo para picar. Más
tarde, reunidos a la mesa para la cena me sirvieron un guiso de cordero. Fue
lindo compartir esos momentos con mi amigo Fernando y sus padres, doña Eliana y
don Andrés, quienes fueron obreros ferroviarios de los de antes. Dejar de
hablar de ese tema resultaba imposible en esa casa. Así comentamos hechos de
ayer y de hoy, relacionados con nuestro tren al que, en todo el mundo, los
gringos llaman "Old Patagonian Express". Pero aquí, para nosotros fue
y será siempre: "La Trochita". El que todavía realiza recorridos
turísticos entre Esquel y algunos pueblitos perdidos de la Patagonia, como en
Nahuel Pan, donde vivo yo.
Don Andrés, entrado en años, recordaba
cuando ese medio pertenecía al ferrocarril Roca: el tren de trocha ancha
llegaba desde Buenos Aires, estación Constitución, hasta Ingeniero Jacobacci en
la provincia de Río Negro, y ahí empezaba La Trochita, -enfatizó-, la que
pasaba por El Maitén y llegaba hasta Esquel, en la provincia de Chubut.
- ¿Y en aquel entonces lo usaba mucha
gente, verdad? -le pregunté.
- Claro que sí. Yo tenía unos veinte
años y a lo largo de ese trayecto de unos 400 kilómetros, fue el único medio de
transporte durante muchísimo tiempo, hasta 1993 en que se interrumpió su
recorrido como tren regular de pasajeros.
- ¡Qué pena! –Acoté-. Mi padre me contó
haber trabajado muy duro y con grandes esperanzas.
- Y no mintió. Gracias a la colaboración
y mano de obra de las comunidades mapuches, -recalcaba el viejo- fue posible el
trazado y el tendido de las vías.
Alternando la conversación se me dio por
cantar acompañándome con mi "cultrum", una especie de tambor que se
golpea con un palito envuelto en lana, mientras Fernando hacía sonar la
"pifilca", un silbato de sonido agudo, que hacen mis hermanos
mapuches con huesos, piedras o madera. Los alegres viejos se pusieron a bailar
y la velada se volvió muy divertida, en tanto afuera, la tormenta hacía lo
suyo.
Avanzada la noche, doña Eliana preparó
el mate y seguimos charlando de lo que ellos tenían impregnado en el alma: La
Trochita y el orgullo de mantener activo en la región ese antiguo Expreso
Patagónico. Mientras le recibía un mate amargo la miré con desconcierto, pues
yo no entendía bien los motivos de tanta jactancia.
- Comenzamos a movilizarnos, -prosiguió-
gracias a que en 1999 fue declarado Monumento Histórico Nacional, pues ya no
era un servicio público rentable. Aún me resulta muy emocionante -continuó la
mujer-, recordar las alegrías que sentía la gente cuando La Trochita se
despuntaba en el horizonte, cuando estaba llegando a cada parada. Traía una
carga de algarabía y al frenar todos se abrazaban, se saludaban y apenas partía
el tren nos invadía la ansiedad de esperar el próximo paso. Era algo hermoso,
emotivo.
Fernando, tan joven como yo y no menos
orgulloso que sus padres, integra una generación de ferroviarios que asumieron
la responsabilidad de su mantenimiento y han logrado conservarlo en estado
original, convirtiéndolo en un auténtico museo rodante. Casi interrumpiendo a
su madre nos contaba que todos los días trabaja sobre la locomotora, quitándole
las pérdidas de vapor, para que no le resten fuerza. Entusiasmado bajó de la
repisa una maqueta, réplica del tren, tallada por él en madera de pehuén.
Señalando cada una de sus partes me explicaba que las cosas duran largos años y
la reparación de las estructuras de hierro que sostienen a los vagones, no
requiere gran técnica desde el punto de vista mecánico, pero sí muchísima
pasión. ¿Te acordás de Lautaro? Me preguntó refiriéndose a un amigo en común, y
le respondí que sí.
- Bueno, él, -continuó- trabaja en los
talleres El Maitén y fabrica o va reciclando repuestos de un coche a otro. Pues
cada pieza debe ser original.
A la mujer le brillaban los ojos al
contar que ella es jubilada de la Administración Ferroviaria y nos recordaba
que en 1922 llegó al país el primer equipamiento, del cual hoy se conservan
intactos 8 vagones, 2 coches comedor y un furgón. Es una reliquia -agregó-,
trenes como éste ya no quedan: es el único de trocha angosta de setenta y cinco
centímetros, a vapor y original de todo el mundo.
De repente una exclamación cortó la
charla: ¡Qué aguacero! -dijo don Andrés-. Ahora ni se te ocurra partir,
muchacho. Descansá tranquilo, haceme el favor. Por una de las estrechas
ventanas se filtraba un intermitente hilo de luz, era la luz de los relámpagos,
que sumada al cansancio, incitaba a dormir. Y así lo hicimos.
Apenas amaneció, respiré con inquietud
el olor penetrante del suelo mojado y, a través del vidrio, pude observar el
cielo que se veía horrible. ¡Ah! Ya sé, querés irte a tu casa, - me dijo
Fernando desde la cama-. ¿Oís la tormenta? ¡Es tremenda! Asentí su advertencia
de que no saliera, y considerándome cautivo del clima, enseguida añoré La
Trochita porque era el único medio entre nuestros pueblos. ¡Qué falta hace ese
tren! –Exclamé-, a ése no lo detenía la lluvia ni la nevada, ya que tiene
miriñaque y rompenieve.
- ¿Vos también lo extrañás, no?
-Preguntó Fernando.
- ¿Y quién no, hermano? Ahora vive poca
gente por estos pagos. Los viejos de mi comunidad siempre me recuerdan que
antes cuando atravesaba por los cascos de estancias cargando lana ovina y
pasajeros, levantaba gente a cada paso, y también llevaba mercaderías. Me puse
a recordar cuando en su apogeo favoreció el comercio de nuestras comunidades
aborígenes trasladando bultos de lana y telas que hacían las mujeres en
telares, muy codiciadas por los huincas, como solemos decirles a los hombres
blancos. En los primeros tiempos usaban lana de llama, y luego, de oveja: al
comienzo era lavada y se estacionaba hasta el momento en que se desenredaba
para hilarse y ser tejida. Así surgían mantas, binchas, fajas, aperos para
montar, chiripás y los famosos ponchos. Todo se cargaba en los vagones, junto a
los piñones, manzanas y otros frutos de cosechas propias.
- ¡Cómo no lo voy a añorar!, terminé
diciendo como si hubiera compartido mi pensamiento en voz alta.
A las ocho de la mañana, a pesar de la
llovizna, salimos para alimentar y a ver el estado en que se encontraban los
animales, la huerta y las aves de corral. Luego Fernando se encargó de servir
mate cocido con leche para desayunar, mientras doña Eliana untaba galletas con
sus dulces caseros de frambuesas y grosellas recolectadas alrededor de la casa.
Ante la imposibilidad de realizar otras
tareas rutinarias, continuamos charlando. Mis lamentos por la inactividad del
trenecito se notaban al relatar lo que había sido otrora, según contaban los
viejos de mi hermandad, concordantes con las vivencias de esta gente que me
albergaba. Todos habíamos nacido en esa zona y fuimos criándonos con la misma
dureza que los nostálgicos rieles. Naturalmente se armó una mateada y Fernando
dijo:
- Pero, hermano, no todos son lamentos.
Hoy, tenemos una fuente de trabajo, ya que el gobierno de Chubut junto con el
de Río Negro comparten la concesión de La Trochita, que aumenta cada día su
demanda turística de grupos norteamericanos y europeos alquilando el tren a
pleno, para 152 pasajeros.
En esos momentos, la señora Eliana se
apartó un poco para amasar el pan del día, y don Andrés siguió con el
nostálgico relato:
- Si los durmientes hablaran… ellos son
testigos mudos de esta triste historia: contarían que en 1922 la Argentina
compró el material férreo Como rezago de la primera guerra mundial, bajo la
idea de montar una red ferroviaria que integrara la Patagonia con el resto del
país.
Sin dejar de hablar, manipulaba una
libreta y abriendo una hoja prosiguió:
- Fijate vos, la compra que hicieron: 50
coches de pasajeros, 50 furgones, 690 vagones de carga, 70 vagones para
petróleo y agua, 2 tenders-grúas y 1390 kilómetros de vía, incluyendo sus
accesorios. Para tracción se adquirieron locomotoras alemanas Henschel y las
norteamericanas Baldwin. Y yo me pregunto. ¿Dónde habrá ido a parar todo eso?
Mientras la mujer golpeaba el amasijo, observando
por la ventana vaticinó que ya dejaría de llover, cosa que me alegró y seguí
escuchando a don Andrés.
- En realidad la cosa ya venía mal
parida, pues en 1945 cuando el tendido parcial llegó a Esquel, las 18 horas que
duraba el viaje duplicaban a la que en esa época demoraba un auto en recorrer
la distancia de 402 kilómetros, entre sus cabeceras de Ingeniero Jacobacci y
Esquel.
- Pero tengo entendido que entró a
funcionar a pleno.
- Sí, sí, la gente se sentía muy feliz
por ello. No obstante fue así que La Trochita, la más extensa del universo,
gracias a que se realizó con la habitual parsimonia y burocracia que
caracterizan a nuestra Argentina, la que duró apenas 23 años. Cuando se
inauguró ¡ya era toda una antigüedad!
Recién pasado el mediodía el cielo
empezó a despejar y en el horizonte, detrás de la lluvia y la bruma de la
mañana, se pintaba el imponente arco iris. Sin demoras comencé a ensillar la
mula y recogí mis cosas. Mientras agradecía las atenciones y se iniciaba la
despedida, doña Eliana, señalando a la mula, me dijo: "Cuidala bien, ella
también es de trocha angosta.". Sonreímos y al cabo de algunos minutos me
encaminé de regreso a casa. Las patas del animal se hundían en las huellas
dejadas por los carros, los tractores y la soledad del viento. El perro ladraba
contento, aunque ya estaba embarrado hasta el lomo.
Después de unas horas, logré arribar a
Nahuel Pan y en el apeadero ferroviario había mucha gente de mi comunidad y
otros paisanos. No era a mí a quien esperaban, sino a La Trochita que ya
asomaba en el horizonte su locomotora, humeante y dispuesta a surcar los
senderos patagónicos. Allí se transportaba la alegría de los turistas
extranjeros que admiraban nuestros paisajes, como así también el orgullo y la
pasión de la gente que lo mantiene vivo. El silbido penetrante hacía estremecer
la nostalgia y la triste mirada de los aborígenes mapuches que, añorando su
paso en aquellos tiempos que negociaban sus mercancías, ahora deben conformarse
tratando de vender a los forasteros tortas fritas y, para los gringos más
exigentes, algún pastelito de dulce de membrillo o de batata.
Autor: Edgardo González.
Buenos Aires, Argentina.