HALCONES ENTRE CÓNDORES
La mañana anunciaba su luz a
través del cielo, pintándole un tono especial al paisaje de los Andes. En tanto
a la sombra de unos algarrobos, analizábamos el mapa de los confines del noroeste
argentino. Éramos seis Maestros Scouts integrantes de la patrulla “Los
Halcones”, realizando una travesía institucional con el fin de recabar
información sobre la actualidad aborigen, cuyos resultados se incorporarían al
método educativo del escultismo.
Habíamos dejado la Quebrada de Humahuaca
y estábamos en la primera posta ubicada entre cerros donde reposa el cielo, y
donde el viento de la puna jujeña suena al igual que los bombos bagualeros,
como música que se desata de un silencio milenario… la mismísima voz de los
quechuas, de una raza que vuelve a brotar para aquellos visitantes que aún
escuchan.
Al tranco lento de un caballo se acercó
un paisano ofreciendo ayuda, y su orientación como los consejos brindados nos
vinieron muy bien. Se mostró sorprendido cuando le comentamos nuestras
intenciones de conocer al Valle de la Luna de color carmesí o Valle de Marte,
como también se lo conoce.
- Eso queda bastante alejado de aquí,
–comenzó a explicarnos mientras se acomodaba el polvoriento sombrero- deben
llegar al pueblito Cusi Cusi que significa Alegría-Alegría. Los pagos más
próximos son Humahuaca, Rinconada y Paicote.
Ubicados en Abra Pampa, señalando la
carta geográfica desplegada en el suelo seguíamos sus indicaciones con mucha
atención, y él continuó asesorándonos:
- Tienen por delante unas cuatro horas
en ómnibus a través de una comarca situada entre los 3600 y 4400 metros de
altura, pasando por Paicote, un minúsculo poblado entre coloridas montañas.
¡Ojo con el apunamiento! –Enfatizó.
- ¿Y qué nos aconseja usted?
–Preguntamos a coro.
- En lo posible lleven un tubo de
oxígeno, comida liviana como ser galletitas, frutas secas y abundante líquido.
Desde Paicote, -prosiguió- la ruta desciende al lecho del río Granadas, que
debido a los deshielos en verano a veces resulta difícil de vadear para llegar
al pueblito Cusi Cusi que se observa recostado contra las laderas de aquella
gran torta de lava.
Le Agradecíamos al lugareño su gentileza
mientras cargábamos las mochilas para abordar el micro que sólo pasa tres veces
por semana. Unas cinco horas después, cubiertos de polvo y extenuados,
arribamos a Cusi Cusi, una soñolienta aldea con sus viviendas alineadas a lo
largo de las dos únicas calles, una pequeña plaza y una capilla. Claro que
antes de llegar, nos asombramos frente a una imagen, enmudeciendo al ver ese
valle con barrancos rojos y estratos de colores amarillo, marrón y naranja.
Fuimos recibidos gentilmente por un hombre mayor de nombre Quispe, algo así
como el intendente, secretario de turismo o funcionario de relaciones públicas,
aunque resultó ser un verdadero quechua lleno de bondades y sabidurías. Su
vestimenta y un sikus colgando en su pecho ya lo anunciaban; en cambio nuestros
uniformes, a él lo confundieron. En cordialidad nos presentamos con los nombres
de tótem scouts:
- Somos tres matrimonios –le dije-:
“Tigre Sincero” y “Águila Audaz”; “Ardilla Inquieta y “Oso Protector”; mi
esposa “Koala Maternal” y yo, “Halcón Creativo”.
Don Quispe ofició de anfitrión y
convenimos que fuese el guía en medio de la puna. Siguiendo sus consejos
acampamos junto a la capilla, y al caer la noche el agotamiento nos desintegró
físicamente… un silencio profundo se fue adueñando de las estrellas hasta el
alba.
Temprano frente a las carpas, don Quispe
gritó “¡Vamos, Los Halcones a cazar!”, y pronto, con equipos de trekking nos
llevó por senderos escarpados de montaña a lugares increíbles. Apenas nos
introducimos en el enorme Valle de Marte, comentamos que parecía una torta de
cumpleaños, con una docena de velas que según cuentan, a veces, también saben
arder. El adorno más alucinante lo componían el azul del cielo y el sobrevuelo
de los cóndores. Quispe acotó que ese valle nada tiene que ver con su homónimo
de San Juan, y que se extiende hasta 60 kilómetros de diámetro, unos 800 metros
de altura. Y las candelas son volcanes que se elevan, como el Vicuña-huasi, que
llega hasta los 5610 metros. Por la tarde regresamos al pueblito donde su gente
nativa habla en castellano, aunque en realidad lo entreveran con la Lengua de los
primitivos quechuas, extendida por los incas a todo el territorio de su
imperio, y por los misioneros católicos a otras regiones, como esa.
Habiendo sido invitados, conocimos a la
familia Quispe completa en su hogar; a la esposa y los seis niños. Almorzamos
empanadas picantes, muy cómodos bajo la sombra de los algarrobos mientras por
el fondo de la casa corría un viento generoso. Extrañamente no había perros,
aunque un par de vicuñas seguían cada paso de don Quispe. Cuando caía el
anochecer, de su instrumento de cañas afinadas se desprendía un canto alegre y
al rato una queja doliente, porque como nos dijo don Quispe: “mientras soplo,
el sikus se parece a mi persona; a veces canta y ríe y a veces gime y
llora". Tomando una guitarra, “Oso Protector” armonizó la música con un
carnavalito y se armó el baile mientras hacíamos sonar instrumentos autóctonos,
y culminamos todos unidos en alegría.
Descubrimos que en una pared interna de
la capilla cuyo acceso carece de puertas, y a la que cada tanto llega un cura
incitando a misa, existen las raíces de un museo arqueológico. “Águila”,
admirada, tomaba nota minuciosamente del origen de cada objeto mientras alguien
le contaba que debido al interés de preservar la cultura quechua, la gente
deposita ahí los elementos hallados en sus recorridas por el valle. Podían
observarse puntas de flechas, morteros, vasijas, piedras talladas, y algunos
fósiles, que conforman todo una reliquia.
La plaza pueblerina sirvió de escenario
andino para reunir a todos los niños, y allí les contamos qué significaba ser
un scout. Ser scout –les decía “Ardilla”- es amar a la naturaleza, cuidar de su
flora y fauna, respetar al prójimo, realizar actividades al aire libre y estar
siempre listo para servir, sin mirar a quien. Aunque pronto comprendimos que
todo lo que podíamos decirles estaba de más… ¿Qué diferencia había con su
natural forma de vida? También compartimos juegos, danzas y canciones que
fueron recibidas con enorme algarabía.
Las invitaciones familiares nos llegaban
una tras otra, y tratamos de no faltar a ninguna, pues eso era palpar la
idiosincrasia en persona, la que volcábamos en letras. Aprendimos costumbres de
su cocina regional, a base de cabritos, gallinas, guanacos, algunas verduras y
harina de algarroba. Ellos conocieron nuestros raros hábitos culinarios de
origen italiano, español y francés como el omelette.
En otra oportunidad, salimos de
expedición por el extremo noroeste de la puna de Jujuy, donde cruzamos una
manada de guanacos indiferentes a nuestra visita. Así llegamos a otra grandiosa
estampa del Valle de la Luna, la que debería denominarse cañón de Marte ante su
semejanza con el planeta rojo. Esa vez tomé muchas fotografías, mientras Tigre
filmaba intentando capturar aquella maravilla natural. Su esposa “Águila” invadida
por la admiración le señalaba los puntos más llamativos para grabar, pero era
demasiado lo que ahí se presentaba ante la vista, y las imágenes finalmente
sólo llegan a reproducir un fugaz destello de este paraíso. ¡Dichosos los
cóndores que nada se pierden! –Exclamábamos como un lamento.
Los Halcones debíamos turnarnos para
volcar en la computadora portátil la valiosa información recogida, cada uno en
su área asignada. Mi tarea primordial fue digitalizar cientos de fotografías, y
el trabajo en conjunto más difícil fue determinar cómo hacer para que los
detalles de lo vivido llegasen a cada niño scout.
Una mañana compartíamos el mate en la
casa de don Quispe, y de pronto se produjo un alboroto infernal, con gritos,
corridas y un descontrol. Entre los chicos había una nena de 4 años a quien
llamaban Yaku, descompuesta al punto que parecía morir ahogándose. “Koala”, la
asistió de inmediato dada su experiencia de enfermera. Actuando en equipo
contuvimos a los hermanitos como en cualquier caso de emergencia, les
indicábamos a sus padres qué hacer, y a los vecinos cómo colaborar. Después de
lidiar un rato, “Koala” pudo sacarla a tiempo del mal trance, de una
bronco-aspiración que de persistir, seguramente, hubiese terminado en algo
fatal. Hervimos agua a fin de hacerle aspirar vapor, ya que un nebulizador o un
médico próximo en esas alturas eran una utopía. Ahí pudimos comprobar que si
esa gente era humilde, mucho más lo era agradecida. Nadie dejó de acercarse
para reconocer lo que suponían que habíamos hecho por esa niña. ¿Y Dios qué?
Les explicamos que todo era obra del Gran Jefe Jesús, y a él debían dirigirse.
Además, nuestra formación scout nos indicaba que las buenas acciones se hacen
sin esperar alabanzas ni recompensas, y que todo lo realizábamos como “Servidores
y Tenaces”, según el lema de Los Halcones. No obstante nos agasajaron e
insistieron en brindarnos lo poco y nada que poseían, pero de corazón.
Conforme a la tradición, la última noche
en ese lugar organizamos un fogón. Asistió el pueblo entero y fue maravilloso.
Canciones y entretenimientos no faltaron, como los desafíos a medir fuerzas en
pulseadas con nuestro “Tigre Sincero”, a quien no pudieron vencer y lo llamaron
“Kgari Kallpayojg”, hombre forzudo, en quechua.
Inevitablemente, llegó el momento de partir
en el micro que nos regresaría hasta Abra Pampa, entonces soplaron vientos de
despedidas. Fueron momentos muy duros e inolvidables, pues sin darnos cuenta,
todos nos habíamos encariñado con todos. Yaku, la nena ya repuesta, junto a los
otros chicos alzando la mano derecha con timidez y con sus ojos llenos de
esperanzas, nos gritaban “Siempre Listo”. Ese gesto nos quebró hasta las
entrañas. En particular, jamás me hubiese imaginado abrazarme con un auténtico
quechua, hombre recio como don Quispe, quien no pudo contenerse y sus lágrimas
rociaron la despedida. Nos dijo “Adiós, huakke mamaní”, y ante mi rostro
desconcertado aclaró que en quechua huakke significa hermano y mamaní, Halcón,
tal como él nos conoció. Habíamos registrado suficiente información como para
editar un libro o más, pero aprendimos que hay emociones que sólo pueden
imprimirse en las almas, y esas tintas llegaron a saturar las almas de “Los
Halcones”.
Así emprendimos el retorno por un largo
camino, sin dejar de mirar y mirar, con el deseo de perpetuar en la memoria esa
imagen norteña, donde varios pueblitos forman el confín de una manta que une
los retazos de poblaciones aisladas, literalmente donde termina el mapa de la
República Argentina. Con sabor agridulce nos alejamos avistando a las inmensas
aves con sus alas desplegadas, sintiendo el mismo amor a la gente y su
“pachamama” que los cóndores sienten, pues ellos vuelan, planean serenos y
orgullosos… sin quitar jamás su mirada de la tierra.
¡SIEMPRE LISTO!
Autor: Edgardo González.
Buenos Aires, Argentina.