El otro 11 de septiembre
Ataque terrorista contra Chile
septiembre 2001
"Hay momentos en que los procedimientos democráticos deben ser introducidos, y hay momentos en que semejante introducción debe ser evitada. Ello implica que necesitamos adquirir las técnicas para mantener la fuerza del liderazgo de quienes deberíamos desaprobar en otras condiciones."
James R. Schlesinger, director de la CIA en 1973
El 11 de septiembre de 1973, desde su cuartel general de Peñalolén, en la falda de los cerros que rodean a Santiago, el general Augusto Pinochet supervisa el asedio al Palacio de la Moneda. Es inútil que el presidente Allende, a través del subsecretario de Guerra, lo invite a hacerse presente para plantear su posición. No lo hará. Al igual que el resto de los altos mandos de las fuerzas armadas, nunca se ha atrevido -ni tampoco Allende lo ha permitido- a formular una apreciación política ante la máxima autoridad legal del Estado. Ahora, como si el peso de la inercia lo arrastrara, teme presentarle al Presidente, personalmente, la exigencia de su dimisión. Allende y quienes lo acompañan en la Moneda sólo la conocerán por medio de los comunicados que intermitentemente transmite la radio, firmados por la flamante Junta Militar, que acabará por hacerse con el poder.
Hasta entonces, Pinochet no sólo ha sido un militar celoso de su "profesionalismo". A la sombra del ex comandante en jefe del ejército, el general Carlos Prats, ha alimentado consecuentemente su reputación de oficial "constitucionalista", empecinado, contra todos los avatares, en defender la estabilidad del Gobierno surgido del mandato popular. En junio de 1971, al declararse el estado de emergencia en la capital tras el asesinato del ex ministro democristiano Pérez Zujovic, como jefe de la guarnición de Santiago declara solemnemente ante Allende: «Presidente, el ejército responde del control de la situación. Y puede estar usted seguro de su disciplina. Al primer coronel que se mueva, yo mismo le pego un tiro" /1. Y aún el 3 de septiembre de 1973, apenas una semana antes del golpe, advierte "el riesgo -dice- de que esta vez sea del conjunto de las fuerzas armadas, no de una unidad aislada como el 29 de junio». Esta actitud le valdrá desde un principio la confianza absoluta tanto de Allende como de Prats, quienes contarán siempre con él a la hora de planificar una estrategia antiinsurreccional contra los sectores golpistas de las fuerzas armadas. Pero también será de inestimable valor para su propósito de heredar la comandancia en jefe del ejército, una vez que el propio Prats -y con él todo el sector de oficiales "constitucionalistas"- sea neutralizado en el seno del arma por la lógica inflexible de los acontecimientos.
El comandante en jefe es una pieza vital en el ajedrez golpista. En un ejército altamente jerarquizado, su adhesión o su enfrentamiento a la estructura institucional vigente (en la medida en que la solidez o debilidad de dicha estructura sirva de contexto apropiado) arrastrará necesariamente al conjunto de la institución y al resto de las instituciones armadas, a pesar de la existencia de eventuales discrepancias en los mandos intermedios y aun en sectores del estado mayor. Los casos de los generales René Schneider, comandante en jefe hasta su asesinato a manos de un comando terrorista, el 22 de octubre de 1970, y Carlos Prats, forzado a renunciar por la oficialidad golpista el 23 de agosto de 1973, son suficientemente reveladores al respecto. La actitud intransigente de Schneider había hecho fracasar los variados intentos puestos en práctica por la ITT, la CIA, el Departamento de Estado norteamericano (Kissinger) y el entonces presidente Frei, para impedir el acceso de Salvador Allende al poder. Tales planes tomaron cuerpo vertiginosamente entre el 4 de septiembre, fecha de las elecciones en las que resultó vencedora la Unidad Popular, y el 3 de noviembre de 1970, cuando tiene lugar la transmisión del mando presidencial. Schneider pagaría con su vida su inquebrantable decisión de hacer respetar el orden constitucional. En cuanto a Prats, su subordinación al gobierno legítimo significará la contención de los oficiales más estrechamente ligados a los sectores oligárquicos y conservadores, e incluso, cuando éstos deciden tomar las armas, su aislamiento y derrrota, como ocurrió, por ejemplo, en oportunidad de la sublevación del Regimiento de Blindados Nº 2 (el "tancazo"), el 29 de junio de 1973.
La elevación de Pinochet a la comandancia en jefe parece asegurar esta vez la factibilidad de los designios golpistas. Sin embargo, todavía será necesario efectuar "correcciones" en el seno del ejército, en algunos de cuyos sectores no se puede descartar el eventual impacto de casi tres traumáticos años de gobierno popular. Estas medidas ya habían sido tomadas, meses atrás, dentro de la Armada, donde, al detectarse un numeroso grupo de marineros y suboficiales adictos a la Unidad Popular, se los detiene y tortura por orden del comandante de la Primera Zona Naval de Valparaíso (y futuro miembro de la Junta Militar), almirante José Toribio Merino. Consumado el golpe, los prisioneros serán asesinados en sus mismos sitios de detención.
En el Ejército, el arresto de 50 oficiales en todo el país, durante la misma madrugada del 11 de septiembre, constituye la expresión cabal del temor que embarga a Pinochet, y que éste confesará un año más tarde: "Habría bastado un departamento, una sola unidad que no hubiera cumplido las órdenes que emanaban desde Santiago, para que de inmediato este país hubiese entrado en una guerra civil".
Pinochet no se equivocaba. Durante los tres años de gobierno de la Unidad Popular, en la Presidencia de la nación se había venido trazando el único esquema posible de contención de la insurrección militar, la cual únicamente podría ser desarticulada en la medida en que se enfrentara un sector definido de las propias fuerzas armadas. Allende pensaba que un enfrentamiento de este tipo permitiría que se ganase el tiempo adecuado para que una parte de las tropas, suboficialidad e incluso oficialidad envueltas en la aventura golpista, volviese sus armas contra el propio bloque insurrecto. En estas circunstancias -y sólo en ellas— se podía movilizar a los trabajadores, armándolos para actuar en forma conjunta con los militares leales al Gobierno y la Constitución/2. El mismo Pinochet, como comandante en jefe subrogante, primero, y luego como comandante titular, había participado en la elaboración de este diagrama estratégico, y sabía en consecuencia, ahora como cabecilla de la subversión, que era imprescindible actuar decidida y rápidamente en dos frentes si se quería dominar con un mínimo de riesgos la situación. A tal efecto, no bastaba neutralizar o arrestar a la oficialidad democrática o sospechosa de tal: se imponía romper el vinculo entre ésta y la clase obrera organizada en la Central Única de Trabajadores (CUT), estableciendo un férreo círculo en torno de fábricas, barriadas y cordones industriales, en los principales centros productivos del país. En segundo término, había que actuar de manera directa en el eje mismo del frente civil, liquidando a los miles de obreros que, potencialmente, constituían la vanguardia de la contrainsurrección.
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