Señor Presidente, señor Director
General, Excelencias y amigos. Me siento muy privilegiado de poder
dirigirme a esta importante Conferencia en un momento crucial de la
historia de los trabajadores del mundo. Es un momento crucial porque la
primera ola de mundialización está por terminar, y podemos empezar a
estudiar en profundidad y a tener una visión integrada de los problemas
que plantea y de las oportunidades que nos brinda.
Muchas
personas y comunidades que se encuentran en situaciones de dificultad
ven el proceso de mundialización económica como una perspectiva
aterradora y, sin embargo, la mundialización puede ser eficaz y
propicia si se adopta un enfoque suficientemente amplio de las
condiciones que rigen nuestras vidas y nuestros empleos.
Hay
que tomar medidas bien definidas para fomentar los cambios económicos,
sociales y políticos que pueden transformar una previsión temida en una
realidad constructiva.
Hasta
cierto punto, esto es precisamente lo que se pretende en la Memoria del
Director General titulada, con sumo acierto, Trabajo Decente,
Memoria profunda y adecuadamente ambiciosa. Por varias razones, podemos
decir que se trata de una Memoria visionaria.
Quisiera
dar las gracias a Juan Somavia por sus gratas palabras y voy a tener la
audacia de darle la bienvenida al cargo que ocupa como nuevo Director
General de la OIT.
Tal
vez parezca un poco presuntuoso que yo, un simple catedrático de una
pequeña universidad, me atreva a dar la bienvenida al Director General
a su cargo. Sí, debo decir que parece una falta de sentido del decoro.
Pero recuerdo un incidente que tuvo lugar hacer unos años, que me ayudó
a entender ciertas cosas. Había ido a casa de un amigo en Calcuta,
toqué el timbre y, pasado un rato, una niña de unos tres años se acercó
a la puerta sonriéndome. Yo quise responder a su actitud amistosa y
entonces le pregunté «¿cómo te llamas?» «¡Ah, no, no!» exclamó la niña
pensativa. «Esta es nuestra casa, o sea que primero díme tú cómo te
llamas.»
La
reprimenda que recibí de esa niña me la merecía y estoy seguro de que
Juan también podría reprenderme de forma similar por osar dar la bienvenida
al Director General de la OIT a la OIT.
Sin
embargo, en mi defensa, quisiera decir que mi estrecha relación con la
OIT se remonta a hace más de 25 años, por lo menos, a comienzos de los
años setenta, cuando tuve el privilegio de ser asesor de la OIT
mientras trabajaba en el Programa Mundial del Empleo.
De
hecho, mi primer vínculo de trabajo con la OIT fue en 1963, cuando fui
destinado a El Cairo, hace 36 años. Si me permiten seguir dándome un
poco de bombo, quisiera decir que dos de mis libros fueron escritos
para la OIT. En realidad ya me han quitado la palabra de la boca,
puesto que esto ya se ha mencionado. En los años setenta traté de
convencer a la OIT de que tuviese mucha más en cuenta los derechos en
el trabajo. Reconozco que lo hice de una forma un poco basta y
desafortunada, tratando de invocar no solamente los derechos sino
también los metaderechos. Esto ha sido argumentado con mucha más fuerza
y claridad por el Sr. Somavia en su Memoria Trabajo Decente.
Sin
embargo, como veterano de la OIT y como persona con un compromiso
semejante al del Sr. Somavia, me tomo la libertad de dar la bienvenida
al nuevo Director General en su cargo. Esperamos mucho de él y estamos
encantados de ver que ya ha dado los primeros pasos en lo que podría
calificarse como el comienzo de un gran premio. en cuanto se dio la
señal, se lanzó la Memoria Trabajo Decente, es decir, fue muy
bien recibida y llegó en buen momento.
Ahora
podemos preguntarnos cuál es la naturaleza de esa partida y cómo encaja
ésta en nuestras premisas intelectuales contemporáneas sobre los
arreglos económicos, los valores sociales y las realidades políticas.
Quisiera
destacar cuatro características específicas esbozadas en esta Memoria,
que convendría analizar detalladamente. Por falta de tiempo, sólo podré
examinar minuciosamente dos de estos puntos, pero voy a comentar
brevemente las otras dos características particulares al final de mi
intervención.
La
primera característica importante de ese documento que deseo señalar a
la atención de los presentes es la inspirada articulación del objetivo
general de la OIT. Tal como nos dice la Memoria, el objetivo principal
de la OIT es la promoción de oportunidades para que los hombres y las
mujeres obtengan un trabajo decente y productivo, en condiciones de
libertad, igualdad, seguridad y dignidad humana.
El
alcance de ese objetivo es sumamente amplio, y se indica explícitamente
que no sólo abarca a los trabajadores del sector organizado y a los
trabajadores del sector no estructurado, a los que trabajan por cuenta
propia y a los trabajadores a domicilio. Según se interpreta en ese
documento, a la OIT le incumbe la responsabilidad general de responder
al hecho terrible de que el mundo está lleno de personas sobrecargadas
de trabajo y de personas en paro. Es decir que, en cierto sentido, a la
OIT le preocupan todos los trabajadores.
Esta
universalidad respecto del alcance y de la preocupación marca una
diferencia respecto de la función de la OIT, que en un principio se
ocupaba de ciertos grupos de trabajadores, los del sector organizado,
los que ya tenían empleo o los que estaban amparados por normas y
reglamentos específicos. La primera cuestión que planteo se refiere al
significado y al alcance de los objetivos que debería alcanzar la OIT.
Resulta fácil afirmar que una Organización que debe defender a todos
los trabajadores, tiene que hacer frente a numerosas cuestiones
difíciles que tal vez no se plantearían si sus intereses se limitasen a
grupos más reducidos, por ejemplo, al sector organizado (es decir,
dejando de lado al sector no estructurado) o, tal vez, a los
asalariados, (con lo que quedarían excluidos los trabajadores a
domicilio), o a todos los trabajadores en activo, (con lo que quedarían
excluidos los que están en paro). No se opta por un objetivo más
amplio, para facilitarle la vida al Director General. Se toma esa
opción porque es importante que el enfoque sea amplio.
Si
se tienen en cuenta los intereses y las necesidades de un grupo, es muy
fácil descuidar los intereses y las necesidades de otros. Se ha dicho
reiteradamente que las organizaciones de trabajadores a veces defienden
a grupos muy reducidos. Por ejemplo, se ocupan sólo de los trabajadores
registrados en sindicatos y descuidan los legítimos intereses de otros
grupos porque los costos que se les impondrían serían enormes. Por otra
parte, al centrarse específicamente en el interés de los trabajadores
del sector no estructurado, también sería posible menoscabar los logros
que han obtenido con tanto esfuerzo las personas que trabajan en la
industria organizada, ya que a veces se recomienda, aunque sea
implícitamente, equipararlos a la baja en relación con los trabajadores
del sector no organizado.
El
mundo trabajador está dividido en grupos distintos con problemas y
preocupaciones propios, y una organización como la OIT tiene excelentes
motivos para prestar simultáneamente atención a las diversas
preocupaciones de que se trata. Habida cuenta de los niveles masivos de
desempleo que existen en numerosos países del mundo en la actualidad,
incluso en las economías tan ricas de Europa occidental, es correcto
que se centre la atención en aumentar el número de empleos y las
oportunidades de trabajo. No hay que olvidar las condiciones de
trabajo, que también son importantes. Se trata de evaluar estas
preocupaciones con una visión amplia, para que las soluciones contra el
desempleo no se utilicen como motivo para liquidar las buenas
condiciones de trabajo de los que ya tienen empleo, ni tampoco se
utilice la protección de los trabajadores que ya tienen empleo como
excusa para mantener socialmente excluidas del mercado de trabajo a las
personas desempleadas.
La
necesidad de transar entre estas dos opciones a veces se exagera y está
basada en un razonamiento muy rudimentario. Incluso cuando es necesario
transar es mejor considerar estos casos tomando un enfoque más amplio
que dando una total prioridad a un solo grupo.
Quisiera
referirme a otro problema: el del envejecimiento y el coeficiente de
dependencia que, a menudo, se yuxtaponen al problema del desempleo y la
disponibilidad de trabajo. Esta yuxtaposición no ha sido examinada.
Existen dos principios que entran en conflicto entre sí, y que a menudo
son invocados simultáneamente al tratar estas diferentes cuestiones de
manera autárquica desde el punto de vista intelectual.
Al
referirnos a la proporción creciente de población anciana,
especialmente en los países ricos, a menudo se lamenta el hecho de que,
puesto que los ancianos no pueden trabajar, tienen que ser respaldados
y mantenidos por los que son lo suficientemente jóvenes para trabajar.
Esto
nos conduce a un aumento considerable de la tasa o coeficiente de
dependencia. Este hecho de por sí merece un estudio más pormenorizado.
De hecho, hay pruebas considerables de que la longevidad obtenida con
los adelantos médicos también ha prolongado el período de vida activa
durante el cual las personas pueden trabajar y no tienen incapacidades.
Por ejemplo, en el informe de G. Manton de la National Academy of
Sciences de 1997 se destaca la reducción notable del número de
incapacidades en el trabajo entre la población anciana en los Estados
Unidos. La posibilidad de prolongar la vida laboral aumenta aún más por
los adelantos técnicos, que exigen menos esfuerzos físicos.
Siendo
esto así, es natural sugerir que una de las maneras de reducir la carga
de la dependencia que conlleva el envejecimiento es aumentar la edad de
jubilación o dar a las personas con buena salud la posibilidad de seguir
trabajando. Los adversarios de esta propuesta, frecuentemente arguyen
que los ancianos van a reemplazar a los jóvenes y que habrá más
desempleo entre los jóvenes, pero este argumento contradice el
argumento anterior de que la causa del problema radica en el hecho de
que los ancianos no pueden trabajar y de que los jóvenes que pueden
trabajar tienen que mantener a los ancianos. Hay un verdadero
conflicto.
Si
la salud y la capacidad de trabajo determinan, en definitiva, cuánto
trabajo puede hacerse (y sin duda alguna los arreglos sociales y
económicos pueden orientarse para garantizar que se pueda hacer el
máximo) entonces el hecho de transar con el desempleo de los jóvenes es
un verdadero non sequitur. El tamaño absoluto de la población
trabajadora de por sí no causa más desempleo (por ejemplo, no ocurre
así que los países con una mayor población trabajadora tienen una mayor
proporción de desempleo, como Estados Unidos frente a Francia o Italia
o España o Bélgica, sino todo lo contrario. Hay muchas cuestiones
importantes que tratar al examinar las propuestas para revisar la edad
de jubilación. Es un tema muy controvertido y no quisiera abordarlo
superficialmente y sólo quisiera señalar que a veces se perciben
conflictos que en realidad no existen. Sin embargo, el vincular el
desempleo con la magnitud absoluta de la población trabajadora no
enriquece esta discusión tan compleja.
En
efecto, la combinación de una reacción visceral cuando se indica que la
fuente del problema de la población que envejece es que los ancianos no
pueden trabajar, y la reacción visceral cuando se indica que los
jóvenes perderían sus trabajos si los ancianos trabajaran conduce a una
encrucijada que nos deja muchas posibilidades sin examinar, basadas en
la hipótesis de conflictos que pueden o no existir. Me temo que muchas
de estas premisas sobre la economía del trabajo se deben a problemas
que no han sido analizados.
La
práctica de dejarse arrastrar por conflictos imaginarios, y por
soluciones partidistas es contraproducente para abordar los temas del
envejecimiento y el empleo, así como las condiciones de trabajo y la
necesidad de empleo. Por un lado es necesario reconocer que los
conflictos no pueden desaparecer sencillamente haciendo caso omiso de
ellos para favorecer a uno u otro grupo, trátese de los trabajadores
con empleo, de los desempleados, de los sindicados o de los que no
están sindicados. Tampoco tienen por qué surgir conflictos por el mero
hecho de que según un razonamiento de un libro de texto elemental
podrían existir en determinadas condiciones hipotéticas. Es necesario
encarar las posibilidades empíricas con una mente abierta y abordar
cuestiones éticas que permitan encontrar un equilibro entre los
distintos intereses sin prejuzgar ni dar total prioridad a un grupo en relación
con otro.
Se
plantean cuestiones similares al abordar el difícil problema del
trabajo infantil que el Director General aborda con suma fuerza en su
Memoria. Al argüir contra medidas como éstas, como la abolición del
trabajo infantil, se pretende a menudo que la supresión del trabajo
infantil perjudicará los intereses de los propios niños, puesto que
quizás terminen muriéndose de hambre por falta de ingresos familiares y
por un mayor descuido hacia sus personas. Sin duda es acertado pensar
que el hecho de la pobreza familiar debe tenerse en cuenta al tratar
este tema. Sin embargo, no queda en absoluto claro por qué debe
suponerse que la supresión del trabajo infantil conducirá únicamente a
reducir los ingresos familiares y a un descuido adicional de los niños
si no se hace ningún otro tipo de ajuste económico, social o educativo.
De hecho, esta falta de ajuste sería una posibilidad muy poco probable
para las peores formas de trabajo infantil, es decir, la esclavitud, la
servidumbre por deudas, la prostitución, el tráfico y la trata de
niños, sobre lo cual se concentra la Memoria de la OIT.
Es
necesario hacer un análisis económico mucho más amplio, y un examen
ético muy serio en todos estos casos. El «trabajo decente» es un
derecho que nos permite orientarnos en esta dirección, sin caer en la
trampa de prejuicios o pesimismos prematuros.
Y
ahora voy a referirme a una segunda característica conceptual, la
utilización de la idea de «derechos». Siento mucha nostalgia al hablar
de ello, porque a principios del decenio de 1970 ya los mencionaba en
la OIT, con motivo del Programa Mundial de Empleo y recuerdo que traté
de argumentar en este mismo sentido. En términos de concepción de
evaluación, el objetivo general en el que me he centrado da a los
programas de la OIT una forma basada en objetivos, como acabo de
señalar. Hay ciertos objetivos que tienen que promoverse, y estos
objetivos están enunciados con fuerza y lucidez, a pesar de la
importancia que se le concede a una formulación de tanta envergadura de
estos objetivos generales que tienen que ser promovidos por la OIT, el
ámbito del razonamiento práctico rebasa los objetivos complementarios
en favor del reconocimiento de los derechos generales de los
trabajadores. Lo que hace que esta formulación sea muy certera y
especialmente significativa es que los derechos que abarca no se
limitan a una legislación laboral establecida, ni tampoco a la tarea --
por importante que sea -- de establecer más derechos jurídicos por
medio de una nueva legislación, sino que el marco de evaluación empieza
reconociendo algunos derechos básicos y poco importa que estén
legislados como parte de una sociedad decente. Las repercusiones
prácticas que dimanan de este reconocimiento pueden rebasar la nueva
legislación, llegando a otras acciones sociales políticas y económicas.
Todos los que trabajan -- dice la Memoria del Director General
-- tienen derechos en el trabajo. Esto es una cita directa de la
Memoria, que destaca la frase en cursiva.
El
marco de esta concepción fundada en derechos se extiende desde el
aspecto jurídico hasta las reivindicaciones éticas que trascienden el
reconocimiento jurídico, pues la Memoria del Director General de la OIT
coincide con lo que se está convirtiendo cada vez más en el enfoque
general de las Naciones Unidas ante la política práctica por medio de
un razonamiento basado en derechos, incluyendo los argumentos que he
podido escuchar cuando, hace un mes, tuve ocasión de visitar la
Organización Mundial de la Salud y a la Oficina del Alto Comisionado de
las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
El
marco del pensamiento basado en los derechos se extiende, pues, del
ámbito de la pura legalidad al ámbito más amplio de la ética social.
Estos derechos pueden considerarse más como derechos anteriores que como
derechos posteriores al reconocimiento jurídico. Efectivamente, el
reconocimiento social de estos derechos puede considerarse como una
invitación a la legislación para que ascienda hasta la ética social,
pero esta invitación no se refiere únicamente a la nueva legislación,
por importante que sea, puesto que el logro de los derechos sólo puede
ser propiciado por otra evolución, como la creación de instituciones
nuevas y el mejor funcionamiento de las instituciones actuales.
Por
último, pero no menos importante, mediante un compromiso político y
social de alcance general para obrar en aras del funcionamiento
adecuado de los acuerdos sociales, políticos y económicos a fin de
facilitar la aplicación de los derechos socialmente reconocidos.
Aquí
existen dos contrastes: uno entre los derechos jurídicos y los
principios socialmente aceptados de justicia, a los que acabo de
referirme, y otro contraste entre el razonamiento basado en los
derechos y las fórmulas basadas en objetivos de ética social cuya
pertinencia también voy a comentar, aunque esto ha sido anteriormente
una gran controversia académica.
Al
examinar el enfoque del Director General cabe preguntarse también hasta
qué punto el razonamiento basado en los derechos se integra con la
programación basada en los objetivos, que también se invocan en la
Memoria de la OIT. Estos dos preceptos fundamentales han sido a veces
considerados, especialmente por parte de los teóricos en materia
jurídica, por ejemplo, mi amigo y colega Ronald Dworkin, un gran abogado,
como alternativas éticas distintas entre las cuales hay cierto grado de
conflicto. ¿Debemos orientarnos, en caso de conflicto, por la primacía
de nuestros objetivos sociales o por la prioridad de los derechos
individuales? Esa es la pregunta que se plantea. ¿Pueden estas dos
perspectivas invocarse simultáneamente sin entrar en una contradicción
interna? Creo que los dos enfoques no entran verdaderamente en
conflicto entre sí, siempre y cuando se los formule adecuadamente. He
tratado de analizar este tema en profundidad por escrito en revistas
filosóficas y también en un próximo libro sobre el desarrollo de la
libertad.
Hay
que abordar la cuestión metodológica subyacente, y tengo que examinar
los motivos por los cuales pienso que no hay aquí un conflicto profundo.
Cabe preguntarse lo siguiente: ¿por qué el logro de los derechos no
puede ser uno de los objetivos que se persigue? Se ha afirmado, en
efecto, el supuesto de que tiene que haber conflicto, pero lo que
tenemos que preguntarnos es lo siguiente: ¿por qué hemos de aceptar
esta afirmación? Muy probablemente nos encontremos en un callejón sin
salida si queremos hacer del cumplimiento de cada derecho una cuestión
de adhesión absoluta, como hacen algunos filósofos libertarios. Pero en
general el razonamiento basado en los derechos al que se alude en los
debates políticos, incluyendo los que tienen que ver con los derechos
humanos, y el razonamiento basado en los derechos en el sistema de las
Naciones Unidas, no siguen ese enfoque.
He
examinado estas cuestiones de manera más detallada en otros contextos.
Si la formulación es adecuada para permitir que se llegue a las
soluciones de compromiso que tendrán que abordarse, entonces será
posible efectivamente valorar el logro de los derechos, así como el
cumplimiento de otros objetivos y metas. Lo que se denomina «derechos
en el trabajo» puede integrarse dentro del mismo marco general, que
también exige «oportunidades para que los hombres y las mujeres puedan
conseguir un trabajo decente y productivo en condiciones de libertad,
equidad, seguridad y dignidad humana».
El
hecho de prestar atención a cualquiera de estas exigencias no implica
que hagamos caso omiso de otras preocupaciones, y los derechos de los
que trabajan pueden considerarse junto con los intereses de los
desempleados.
A
veces se plantea otra pregunta centrada en la relación entre los
derechos y los deberes. Algunos académicos opinan que los derechos
pueden formularse de manera sensata únicamente en combinación con
deberes correlacionados, es decir, si se tiene derecho a «algo», ese
derecho tiene sentido si determinado individuo o agente tiene la
obligación de otorgarme ese «algo», de lo contrario carece de sentido.
Aquéllos que insisten en esta relación binaria tienden a ser muy
críticos, en general, respecto de cualquier discusión sobre los
derechos, por ejemplo, la retórica de los derechos humanos, sin
especificar cuáles son los agentes responsables y sus deberes
específicos para hacer posible el pleno cumplimiento de estos derechos.
Las exigencias relativas a los derechos humanos se ven así como mera
retórica. Lo mismo puede decirse de afirmaciones como ésta: todos los
que trabajan tienen derechos en el trabajo; tal afirmación podría ser
objeto de la misma crítica.
Una
preocupación básica que motiva en parte este escepticismo es cómo estar
seguros de que los derechos pueden plasmarse, en efecto, a no ser que
se acompañen de los deberes correspondientes. Efectivamente, algunos no
ven ningún sentido en un derecho al que no corresponda lo que Kant llamó
«una obligación perfecta», esto es una obligación específica de un
agente determinado para que sea posible el verdadero logro o disfrute
de ese derecho específico.
Esta
premisa puede ser la base para rechazar las ideas basadas en derechos
en muchos ámbitos prácticos. De hecho, además del escepticismo general
de algunos abogados, hay también distinguidos filósofos, como mi colega
Onora O'Neal de Cambridge, quienes se han manifestado en favor de este
vínculo binario entre los derechos y los deberes exactos de los
individuos u organismos específicos y considerando que la afirmación de
que «todos aquellos que trabajan tienen derechos en el trabajo» debía
analizarse con mucho tiento.
Lo
que cabe preguntarse es, sin embargo, por qué se insiste tanto, por qué
exigir la necesidad absoluta de una obligación perfecta para que un
derecho potencial pueda calificarse como derecho real. No hay la menor
duda de que una obligación perfecta contribuiría en gran medida a la
aplicación de los derechos. Pero ¿por qué no puede haber derechos que
se desconozcan, en determinadas circunstancias, y esperando que sean
pocos, derechos que no puedan lograrse?
No
nos contradeciremos de manera flagrante si afirmamos que estas personas
tenían todos estos derechos pero, desafortunadamente, no pudieron
disfrutarlos por la ausencia de una base institucional.
Esto
no es una afirmación contradictoria; es necesario evocar algo más para
pasar del pesimismo sobre el disfrute de los derechos a la negación de
los derechos, que puede causar cierta confusión. Esta distinción puede
ser una cuestión semántica, y el rechazo que arguyen los filósofos o
los juristas puede basarse en cómo se utiliza el término «derechos» en
el lenguaje ordinario, pero éste no es el caso. En las discusiones y
los debates públicos el término «derecho» se utiliza en un sentido
mucho más amplio de lo que permitiría la insistencia en relaciones
binarias.
Quizás
el problema percibido surge de una tentativa implícita de ver la
utilización de los derechos en un discurso político o moral mediante
una analogía estrecha con los derechos dentro del sistema jurídico, con
su exigencia de especificación de los deberes relacionados. Esto es
algo que Benthum dijo hace más de 200 años describiendo los derechos
generales, entre ellos los que estamos analizando aquí, como algo que
no sólo podría ser una tontería, sino también un estereotipo que no
quiere decir absolutamente nada, como algo artificial llevado a un
grado sumo.
Por
el contrario, en discusiones normativas a menudo se defienden los
derechos como poderes o inmunidades que convendría que las personas
poseyesen. Los derechos humanos se consideran derechos que son
compartidos por todos, independientemente de la ciudadanía, y
representan ventajas que todo el mundo debería tener. Son demandas que
se abordan de manera general y, como Kant hubiera dicho, de forma
imperfecta. El se refirió, en numerosas ocasiones, a las obligaciones
imperfectas, lo cual coincide con la noción de derechos presentada por
el Sr. Juan Somavia o la noción de derechos humanos en el sistema de
las Naciones Unidas.
Se
trata de reclamaciones dirigidas a todos aquellos que pueden ayudar,
aunque ninguna persona u organismo tiene que ocuparse del logro del
disfrute de estos derechos. Incluso si no es viable que todo el mundo
pueda gozar de sus derechos en este sentido -- por ejemplo, si aún no
es posible eliminar la malnutrición -- todavía puede darse mérito en la
medida en que estos derechos se cumplan y en la medida en que se
impidan las violaciones de dichos derechos.
El
reconocimiento de tales reivindicaciones como derechos quizás no sea
sólo una declaración éticamente importante, sino que también pueda
contribuir a centrar la atención sobre estas cuestiones, haciendo que
su logro sea más rápido.
Esta
es, efectivamente, la forma en que muchos paladines de los derechos han
tratado de utilizar la idea de derechos, retrocediendo hasta la época
de Tom Pain o Mary Walterston.
El
invocar la idea de los derechos en el documento Trabajo Decente
no está ni en tensión con el amplio marco ético basado en objetivos ni
tampoco ha sido excluido por la necesidad de obligaciones perfectas,
supuestamente necesarias para que la idea de los derechos tenga
sentido.
El
amplio enfoque adoptado aquí puede defenderse no sólo en términos de
sentido común, sino también como una manera de captar la gran variedad
de valores y preocupaciones que tienden a surgir en las discusiones y
exigencias públicas.
A
continuación, paso brevemente a las dos otras características
distintivas del enfoque esbozado en esta Memoria, que voy a identificar
pero que no tendré tiempo de analizar en profundidad.
Como
tercera característica del enfoque, señalo aquella que sitúa las
condiciones de trabajo y empleo en un amplio marco económico, político
y social; objetivo mismo de la OIT y de su trabajo decente, que cité
hace un momento.
Esta
trata, por ejemplo, no sólo de los requisitos de la legislación del
trabajo y de su práctica sino también de la necesidad de una sociedad
abierta y, cito textualmente, de «la promoción del diálogo social».
No
cabe duda de que la vida de aquellos que trabajan se ve directamente
afectada por las reglas y los convenios que rigen su empleo y su
trabajo, pero también se ve influenciada, en última instancia, por sus
libertades como ciudadanos con voz y voto que pueden ejercer su
influencia tanto en la política como en las opciones institucionales.
De
hecho, se puede demostrar que la protección contra la vulnerabilidad y
la imprevisibilidad en que se centra la Memoria del Director General
depende en gran medida de la participación democrática y los incentivos
políticos. En otra parte de mi discurso me he referido al hecho notable
en la historia de las hambrunas. En ningún país democrático, por muy
pobre que sea, se ha producido nunca una hambruna de importancia. Esto
se debe a que, en realidad, es fácil evitar las hambrunas si un
gobierno trata de impedirlo, y un gobierno en una democracia pluralista
con elecciones y prensa libre tiene una fuerte motivación política para
impedir las hambrunas. Esto indicaría que la libertad política en forma
de democracia contribuye a salvaguardar la libertad económica y la
libertad de sobrevivir.
La
seguridad que ofrece la democracia puede que no se eche mucho de menos
cuando un país no tiene la mala suerte de verse enfrentado a una
catástrofe, sino que todo se desarrolla armoniosamente. Pero, de hecho,
el peligro de la inseguridad, que surge de los cambios en la economía u
otras circunstancias (o errores de política no corregidos), puede
acechar amenazadoramente en lo que parece un Estado sano. Este es un
aspecto importante que hay que tener presente cuando se examinan los
diferentes aspectos políticos de la reciente crisis económica asiática.
Los
problemas de algunas de las economías de Asia del Este y del Sudeste
reflejan, entre otras cosas, los inconvenientes de los gobiernos no
democráticos y ello de dos formas sorprendentes, relacionadas con el
abandono de dos libertades fundamentales, a saber, «la seguridad protectora»,
que hemos estado discutiendo, y la garantía de transparencia, que está
estrechamente vinculada con la aportación de incentivos adecuados a los
agentes económicos y políticos. Ambos están directa o indirectamente
salvaguardando el trabajo decente y promoviendo vidas decentes.
Tratemos
primeramente esta cuestión. El desarrollo de la crisis financiera de
algunas de estas economías ha estado estrechamente vinculada a la falta
de transparencia empresarial, en particular, la falta de participación
pública en el examen de las disposiciones financieras y comerciales. La
ausencia de un foro democrático ha agravado este hecho. La oportunidad
que hubiesen podido facilitar los procesos democráticos de impugnar el
poder de determinados grupos o familias en varios de estos países
hubiese podido ser determinante.
La
disciplina de la reforma financiera que el Fondo Monetario
Internacional intentó imponer las economías que no pueden asegurar el
pago de su deuda fue necesaria en gran medida, debido a la falta de
apertura y de información y a la existencia de vínculos empresariales
poco escrupulosos, que caracterizaba parte de estas economías. No estoy
hablando de si la gestión del Fondo Monetario de estas crisis fue la
adecuada o si no se hubiesen podido aplazar las reformas hasta más
tarde, cuando se hubiese restablecido la confianza financiera en estas
economías. Eso lo debatiré en otro foro.
Pero,
independientemente de cómo debieran haberse realizado estos ajustes, no
cabe duda de que la falta de libertad y transparencia predisponía a
estas economías a la crisis económica.
La
evaluación del riesgo y las inversiones improcedentes especialmente por
parte de las familias políticamente influyentes, podrían haber sido
objeto de un mayor control si los observadores democráticos lo hubieran
solicitado en, por ejemplo, Indonesia o Corea del Sur antes de la
crisis. Claro está, en ninguno de estos países existía entonces un
sistema democrático que hubiese permitido que estas exigencias
surgieran de fuera del Gobierno.
El
poder indiscutido de los dirigentes virtuales se tradujo en la
aceptación de la falta de responsabilidad y de apertura que nadie
cuestionó y que fue reforzada por los fuertes vínculos entre el
Gobierno y los líderes de las finanzas. El carácter poco democrático
del Gobierno desempeñó un papel importante al surgir la crisis
económica.
En
segundo lugar, cuando la crisis financiera desembocó en una recesión
económica general, se echó de menos la protección de la democracia así
como su capacidad para combatir las hambrunas en los países
democráticos. Los sectores recién desposeídos no tuvieron la audiencia
que necesitaban. Una disminución del producto nacional bruto de,
aproximadamente, el 10 por ciento, no parece muy importante, al venir
después de un máximo no sobrepasado económico del 5 al 10 por ciento
anual, que se produjo año tras año durante varios decenios. ¿Cuál puede
ser el problema, si sólo representa una pequeña baja después de un
aumento importante? Sin embargo, esta disminución puede arruinar la vida,
crear miseria y aumentar la mortalidad de millones de personas de no
compartirse la contracción económica, que se acumula para algunos, para
los desempleados y para los que acaban de perder sus empleos que son
los que menos pueden soportarlo.
Los
sectores vulnerables de Indonesia tal vez no hayan echado mucho de
menos la democracia cuando todo iba bien, pero por ello no hicieron oír
su voz cuando surgió la crisis, que afectó en distintas formas a unos y
otros. La función protectora de la democracia se echa de menos cuando
más se necesita.
Yo
diría que este punto de vista global de la sociedad justifica el
enfoque centrado en el trabajo decente. Permite una comprensión mucho
más alentadora de las necesidades de las distintas instituciones y las
distintas políticas en pro de los derechos y de los intereses de los
trabajadores.
Los
vínculos entre las acciones y las posibilidades económicas, políticas y
sociales pueden ser fundamentales para la consecución de los derechos y
para el logro de los amplios objetivos del trabajo decente y de una
vida adecuada para los trabajadores.
Por
último, quiero referirme a la cuarta característica del enfoque que
estamos analizando. Si bien una Organización como la OIT debe ir más
allá de las políticas nacionales, sin pasar por alto la importancia
decisiva de las acciones de los gobiernos y de las sociedades en el
marco de cada nación, existe una diferencia esencial entre un enfoque
internacional y un enfoque global. Esta distinción a veces se confunde
y me ha complacido comprobar que en la Memoria, Trabajo Decente, se
establecía claramente esa distinción, aunque de forma implícita.
Un
enfoque internacional es inevitablemente parasítico respecto de las
relaciones entre naciones, ya que funciona entre distintos países y naciones.
En cambio, un enfoque realmente global no tiene por qué considerar a
los seres humanos sólo, o principalmente, como ciudadanos de
determinados países, ni aceptar que la interacción entre ciudadanos de
distintos países tenga que pasar inevitablemente por las relaciones
entre las distintas naciones. Muchas instituciones globales, incluso
las que son esenciales para nuestra vida laboral, deben ir mucho más
allá de los límites de las relaciones internacionales.
En
el análisis que da forma a esta importante Memoria puede detectarse el
esbozo de un verdadero enfoque global.
La
economía mundial, cada vez más globalizada, exige a su vez un enfoque
cada vez más mundializado de las éticas básicas y de los procedimientos
sociales y políticos. La economía de mercado en sí no constituye
únicamente un sistema internacional, sino que sus conexiones mundiales
trascienden las relaciones entre naciones, y a menudo entre las
personas de diferentes países y entre las diversas partes de una
transacción comercial.
La
ética capitalista, con sus puntos fuertes y sus debilidades, es una
cultura esencialmente mundial del siglo XX y no solamente una
construcción internacional. Abordar las condiciones de la vida de
trabajo, así como los intereses y los derechos de los trabajadores en
general, exige igualmente trascender las limitaciones propias de las
relaciones internacionales, más allá de las fronteras nacionales y de
las relaciones mundiales.
El
enfoque global forma parte del acervo de los movimientos del trabajo en
la historia del mundo. Los movimientos de trabajo tienen una forma
global y no corresponden a una nación o a un Estado concretos y esto es
uno de sus aspectos más loables. Este rico acervo, que a menudo se ha
rechazado en las discusiones oficiales, debe considerarse a la hora de
hacer frente a los desafíos que plantea el trabajo decente en el mundo
contemporáneo.
Una
visión universal del trabajo y de las relaciones de trabajo puede
vincularse a una tradición de solidaridad y de compromiso. Hoy es más
necesario que nunca recordar la importancia que reviste este enfoque
global. El mundo actual, que se globaliza económicamente, con todas sus
oportunidades, con todos sus problemas y dificultades, exige una
comprensión globalizada de la prioridad, que ha de concederse al
trabajo decente y a sus múltiples exigencias a nivel económico,
político y social.
Reconocer esta necesidad real ya es en sí un
buen principio.
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