Cuando la gente habla de conflicto de
civilizaciones, como tantos políticos y universitarios lo están
haciendo, quizá pasan de largo sobre la cuestión más importante. Establecer
categorías en función de "civilizaciones" es tosco e
inconsecuente y no permite que se manifiesten otras formas de
identificación ligadas a la política, a la lengua, a la literatura, a
la clase social, a la profesión o a otras afinidades.
Hablar del "mundo islámico" o del
"mundo occidental" significa tener una visión empobrecida e irremediablemente
fragmentada de la humanidad.
De hecho, las civilizaciones son difíciles de
categorizar, habida cuenta de las diversidades dentro de cada una de
las sociedades, así como de los vínculos entre los distintos países y
culturas. Por ejemplo, la descripción de la India como una
"civilización hindú" deja de lado el hecho de que en la India
viven más musulmanes que en cualquier otro país del mundo con la
excepción de Indonesia. Tratar de entender a la India, su arte, su
literatura, su música, su comida o sus políticas sin tener en cuenta
las amplias interacciones entre los distintos colectivos religiosos es
un empeño fútil. Entre esos colectivos se encuentran hindúes y
musulmanes, budistas, jains, sikhs, parsis, cristianos (que han estado
en la India desde por lo menos el siglo cuarto, mucho antes de la
conversión de Inglaterra al cristianismo), judíos (presentes desde la
caída de Jerusalén), y también ateos y agnósticos.
Hablar de la India en tanto que civilización
hindú puede ser un aliciente para el fundamentalismo hindú, pero es una
forma errónea de interpretar a la India.
Una torpeza similar puede apreciarse en las
otras categorías culturales mencionadas, tales como el "mundo
islámico". Akbar y Aurangzeb fueros dos emperadores islámicos de
la dinastía Mogul en la India. Aurangzeb hizo lo posible para convertir
a los hindúes a la religión musulmana y decretó una serie de medidas en
esa dirección, entre las cuales los impuestos a los no musulmanes no
fueron más que un ejemplo.
Al contrario, a Akbar le deleitó su corte
multiétnica y la proclamación de leyes pluralistas en las que insistió
en que nadie "debería discriminarse en función de su
religión" y en la libertad de que "cada uno adopte la
religión que más le convenga".
Una visión homogénea del Islam debería
considerar que uno u otro de esos dos emperadores no fue un verdadero
musulmán. Un fundamentalista islámico no dudaría en excluir a Akbar. Tony
Blair, el primer ministro británico, convencido de que la tolerancia es
una característica definitoria del Islam, excomunicaría a Aurangzeb. Puede
suponerse que tanto un emperador como el otro no estarían de acuerdo
con el veredicto. Y tampoco lo estoy yo.
Una forma igualmente torpe es la
caracterización de la "civilización occidental". La tolerancia
y la libertad individual han estado ciertamente presentes en la
historia europea. Pero a esas características no les ha faltado
diversidad también.
En la época en que Akbar se pronunciaba sobre
la tolerancia religiosa en Agra (decenio de 1590) la Inquisición estaba
todavía manos a la obra; Giordano Bruno, en 1600, era condenado a la
hoguera por herejía en el Campo dei Fiori de Roma.
Todos somos diversamente distintos
Dividir el mundo en civilizaciones separadas
no es solamente torpe, sino que nos empuja a creer absurdamente en que
esa división es cosa natural y necesaria y que debe sobreponerse a toda
otra forma de identificación de la Humanidad.
Ese arrogante punto de vista no va solamente
en contra de la impresión de que "todo el mundo está prácticamente
hecho de lo mismo", sino, también, del concepto más plausible de
que todos somos diversamente distintos. Por ejemplo, la separación de
Bangladesh del Pakistán no tuvo nada que ver con la religión, sino con
una cuestión de lengua y de política.
Cada uno de nosotros puede apreciar muchas
facetas en la personalidad individual. La religión, por importante que
sea, no puede constituir un concepto identitario por encima de
cualquier otro. La pobreza compartida puede llegar a ser una fuente de
solidaridad que no tiene en cuenta las fronteras políticas.
Una esperada armonía no se basa en una
uniformidad imaginaria, sino en la pluralidad de identidades solidarias
esforzadas en eliminar fragmentaciones tajantes en campos de
civilizaciones impenetrables.
Los dirigentes políticos que dividen a la
Humanidad en distintos "mundos" se exponen a hacer el mundo
más inflamable, incluso si ésta no es su intención.
Cuando una civilización se define por la
religión se termina por atribuir autoridad a líderes religiosos que
pueden erigirse, a partir de ese momento, en "portavoces" de
sus respectivos "mundos". Ese proceso condena al silencio
otras voces y otras preocupaciones.
Cuando se nos despoja de nuestras identidades
plurales no sólo quedamos empequeñecidos, sino que el mundo entero se
empobrece.
|