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Aparecido en el suplemento "Somos" del diario EL COMERCIO. Domingo 1 de Noviembre de 1999.

Pocas presencias tan discretas en Copenhague como la de Soren Kierkegaard: apenas una sala del museo de la ciudad, donde se conservan algunas piezas de su mobiliario y sus manuscritos, y una estatua oculta entre los arbustos de la biblioteca real, una estatua realmente extraña: melancólico y rodeado por su obras completas, por supuesto, Kierkegaard esta mal sentado sobre una incomodísima silla, que no tarda en irse de bruces al suelo al primer ventarrón.

Esto no quiere decir que Kierkegaard haya sido puesto en índice alguno en su país, pero es revelador de las poquísimas muestras tangibles que existen de su presencia en la memoria colectiva danesa. Dinamarca es un país pequeño, y muy pocos entre sus ciudadanos han adquirido fama internacional. Kierkegaard es el único filosofo danés conocido en el mundo entero. Por lo demás, el autor de Diario de un Seductor vivió una estrechísima relación con su país, que tan sólo abandono en las tres ocasiones en que visitó Berlín, lo cual puede considerarse excepcional entre los intelectuales de su tiempo.

Amó los chatos y monótonos paisajes daneses en que mar y tierra se confunden. Amó también su idioma, ese danés que tan bien escribió y al que convirtió en una hermosísima lengua literaria. ¿A qué se debe, entonces, la falta de reconocimiento de sus compatriotas? La respuesta podría hallarse en el hecho de que para los daneses Kierkegaard no deja de tener un tufo diabólico.

Buena parte de su obra no ha sido traducida al castellano, por lo que poco sabemos acerca del combate que, en sus primeros escritos, emprendió contra sus compatriotas. El primer campo de acción de Kierkegaard fue la entonces pequeña ciudad de Copenhague, en la que todo el mundo se conocía. Irónico y magistral dominador de la dialéctica, el joven Kierkegaard no tardó en hacerse conocido en la ciudad, tanto por su poder de seducción como por su capacidad para irritar a sus pares. Sus libros eran muy leídos y comentados, y nadie ignoraba quien se escondía detrás de sus numerosos seudónimos. Y las intrigas abundaban.

La ruptura de su compromiso matrimonial con Regine Olsen se convirtió en la comidilla de Copenhague, donde resultaba extraña la figura del joven que rechazaba el matrimonio y se negaba a emprender una carrera universitaria o religiosa. El Corsario, publicación satírica, la emprendió contra él mediante una serie de malintencionadas caricaturas de silueta jorobada y frágil. Por las calles de la ciudad, los chiquillos lo correteaban y se burlaban de él. Pero las cosas llegaron a su punto mas álgido y explícito cuando Kierkegaard pasó al ataque y convirtió a la Iglesia oficial danesa y sus principales representantes en el blanco de sus más feroces dardos.

El propio Kierkegaard publicó entonces un periódico, El Instante, cuyas páginas recuerdan a los violentos aforismos de Nietzche. Los sacerdotes, "falsos testigos de la verdad", son funcionarios que distribuyen la salvación como el Estado distribuye el agua. Se sirven del mensaje de Cristo como ganapán, y no son más que pequeños burgueses bien instalados en el confort social.

Lo que Kierkegaard condena, lo que su visión absoluta del cristianismo no puede aceptar, es la sociabilización de ese cristianismo, ya que, según él, basta con haber nacido danés para ser cristiano. Sin embargo, esta critica se inscribe al mismo tiempo en un análisis más general de la cultura danesa de su época. En un texto titulado Reseña Literaria, escrito a propósito de un relato de Gillemburg, Kierkegaard nos ofrece un panorama notable de su tiempo. La palabra clave es "nivelación". Nadie se atreve a decir "yo", y todo el mundo se las ingenia para hablar y actuar como su vecino. Triunfo del conformismo, de la imitación, de la repetición y la mediocridad. Triunfo también de la masa, esa abstracción a la que se somete el individuo. Y triunfo del funcionalismo, puesto que el hombre solo existe como parcela inferior del todo social, como individuo funcionario.

La actualidad de su análisis llama la atención. Kierkegaard señala, por ejemplo, la confusión introducida en la comunicación por el desarrollo anárquico de los media y por la demagogia ligada al conformismo. Es entonces cuando se dirige con mayor ferocidad a sus compatriotas, con el vigor de quien desea sacarlos del letargo. Lo único que logró fue tocar un punto tan sensible que toda posibilidad de perdón quedó borrada. Su muerte se produciría poco después, a los cuarenta y dos años, derrotado por el arma tremebunda que es la inercia.

Cualquier estudio sobre su obra y el medio en que le tocó vivir basta para comprender su rebeldía en un momento histórico en que los daneses y sus paisajes se asemejaban en su monotonía, lejanos de toda aspereza, mientras que el carácter de la gente se esforzaba por ocultar sus conflictos en un afán de mantener el consenso a cualquier precio.
Es preciso haberse dejado ganar por esta suerte de anestesia general para comprender el escándalo que significó la vida de Kierkegaard para sus compatriotas, y la manera tan sutil en que estos se deshicieron de él. Sin la más mínima violencia se las agenciaron para aplastar bajo una suave indiferencia a quien tuvo el genio y la voluntad de revelarle al mundo lo negativo de su existencia.

 

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