No. 90 del 4 de noviembre de 2000 |
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Cronica Por José Landa |
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El calor envuelve
desde las primeras horas de la mañana a la gente que acude con flores a las tumbas de los
cementerios de la ciudad, donde el silencio, que antiguamente fuera sagrado, se contamina
con el ruido de las calles y avenidas de los costados. Desde la mañana hasta la noche, la gente desfila entre mausoleos y tumbas, solitarias pese a la multitud. La muerte, como una realidad, impera en las conversaciones de los parientes dolidos. "El juicio final es un consuelo, pero nunca llega", dice Felipe Bolívar, uno de los visitantes de los muertos. En torno de las tumbas ha crecido la hierba, como la soledad de los sepulcros abandonados, aunque en la mayoría de casos, los familiares acuden en defensa de sus difuntos, para limpiar la suciedad acumulada durante meses. Los panteones que, hasta hace algunos días lucieran marchitos, han recibido su dotación de flores invernales, recién cortadas, que la gente compró dentro del mismo lugar, en los mercados o florerías. No faltan sobre las lápidas, rosas rojas o blancas, claveles, gladiolas, crisantemos que poco a poco empiezan a transformar el aroma del abandono. En San Román, Santa Lucía y Samulá, el espectro es similar, aunque de estos tres el último es el más pobre y solitario, que al medio día -mientras los otros reciben más visitas- apenas cuenta con unas 10 personas, más los trabajadores del lugar. Felipe y Alonso Bolívar Galeano, dos viejo hermanos, acuden a la tumba donde se encuentran los restos de sus padres, María Concepción y Felipe. El primero de los visitantes tiene 77 años de vida y el segundo, 82. Ninguno de los dos cree en la vida más allá de la muerte. Hace 15 años, murió la madre y hace 46, el padre; el único sitio donde pueden encontrarlos es allí, en el cementerio. Ángeles de piedra y muros mohosos los rodean. Algunos árboles y el rumor casi imperceptible del mar frente al camposanto, en San Román. "La muerte es lo último (...) sólo significa que ya se acabó todo", coinciden los hermanos que, afirman, contra toda esperanza religiosa, "el juicio final es un consuelo, pero nunca llega (...) Eso es imposible. Si existiese la reencarnación no lloraría uno a la muerte. Debe haber resignación". Las gladiolas son las favoritas de los dos ancianos. "Viven más que las otras", dicen.
Distinta entre las tumbas coronadas con ángeles, vírgenes, nazarenos y crucifijos, una tumba masónica recibe a la gente al final de uno de los pasillos. En su cabecera, dentro del triángulo equilátero protegido con un cristal, la fotografía del fallecido integrante de una de las órdenes discretas, no católicas, más antiguas del mundo. Sobre el triángulo alusivo al ciclo previo a la vida, que invoca en algunas culturas la unión del cielo y la tierra, lo espiritual y lo mortal, el escudo de la logia a la cual acudiera en vida, y en el centro el símbolo de la masonería. Sin embargo, en los vasos de aparente mármol, ninguna flor. A escasos metros de allí, en otra tumba, dos mujeres, con gafas, sollozan, cantan y rezan a sus muertos, mientras la demás gente se ocupa de limpiar el monte, la mugre acumulada durante meses previos a los días de muertos, en medio de panteoneros que, por la tarde, aún realizan labores tardías de limpieza. Algunos nuevos mausoleos destacan en el lugar, y contrastan con las tumbas abandonadas, el moho que ha oscurecido varias paredes, junto a las cuales pasan los rezadores que caminan sobre las lápidas para llegar hasta donde, apiladas a falta de espacio, las tumbas albergan los restos de sus muertos.
La pobreza y la muerte No faltan quienes acuden a pulir las placas donde pueden leerse, pese a los años, citas bíblicas como la de San Mateo: "el que quiera asegurar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí, la hallará", aunque algunas sólo tienen dedicatorias de muerte. Santa Lucía y Samulá son los cementerios donde acude más gente de clase media baja y baja, a diferencia de quienes han preferido incinerar sus difuntos en los Jardines del Ángel o sepultarlos en San Román. En torno a las personas que acuden al panteón de Santa Lucía destaca el abandono del lugar, la hierba, junto a las tumbas. La mayoría reza y se persigna, camina por los pasillos polvosos, bajo un sol que contrasta con la frialdad de los sepulcros sencillos. En Samulá la situación es similar. Allí las tumbas se encuentran, mayormente, a ras de tierra, y sus cruces suelen ser de madera, algunas ya podridas por el tiempo. Los mausoleos son menores y abundan los sepulcros colectivos. En algunos casos, la tierra se ha abierto sobre el techo de las tumbas. Hay unos huesos amontonados en una esquina, y la sombra de uno árboles sustituye la sombra de la pobreza de los familiares de muertos provenientes de las cercanías de Samulá, actualmente una de las colonias con menos comodidades de vida.
Los sepultureros, encargados del trabajo difícil en los panteones, suelen ser hombres que adquieren el oficio por herencia familiar o por hechos fortuitos. El segundo es el caso de José Enrique Pool Reyes, un enterrador de 23 años, que desde hace seis se ha habituado a escuchar los llantos de quienes se duelen por la muerte. "Comencé en Santa Lucía, chapeando. Aprendí a sepultar viendo a otros. Aquí no hay descanso, se trabaja de la mañana a la noche. Los únicos que descansan son los muertos, nosotros no", dice, y explica que el uno de noviembre le tocó recorrer los panteones de Samulá y San Román, porque se hace cargo de un nuevo cementerio en Jardines del Ángel. Los panteoneros ganan alrededor de 550 pesos quincenales, más las horas extras y los trabajos que particulares les encargan para mantener limpias las tumbas. En esta temporada, comenta, puede ganar hasta dos mil pesos en una semana, pero al paso de un mes vuelve a su rutina y su ingreso ordinario. A su vez, Gonzalo Hernández Espinosa, un hombre de más de 60 años, se jubiló apenas en 1998, luego de 30 de haberse dedicado a este oficio que enseñó a su hijo, Eloí Hernández, con 39 años de edad y 13 de trabajo, padre de cuatro menores y actualmente responsable del panteón de San Román. Como hiciera con él su padre, se hace acompañar de sus hijos algunas veces, y afirma que a fuerza de costumbre, ha dejado de conmoverle el llanto, habituado a vivir con el dolor ajeno. Su trabajo es con la tierra, los huesos y las piedras. La muerte para ellos es un asunto cotidiano. |
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