DIEGO MARIN CONTRERAS
Nacido en Barranquilla (Colombia) hace 41 años. Realizó estudios de Filosofía y Letras en la Universidad Metropolitana de Barranquilla, los cuales culminó en 1982 y de Comunicación Social y Periodismo en la Universidad Autónoma de Barranquilla, terminados en 1982. Así mismo, realizó estudios de inglés y francés, el primero en el Miami Dade Junior College en Miami (USA) finalizado en 1976 y el segundo en la Alianza Colombo Francesa de Barranquilla, culminado en 1978.
Ha trabajado como Secretario de Cultura Departamental del Atlántico, Director de la Biblioteca Pública Departamental, Director de la Biblioteca Piloto del Caribe, Catedrático de Español y Literatura y ha sido columnista y editorialista de El Heraldo de Barranquilla y columnista de El Tiempo Caribe.
BIBLIOGRAFIA
Ensayos publicados en el Magazín Dominical de El Heraldo entre 1985 y 1991
Investigaciones y conferencias dictadas:
La vocación del escritor es una vocación insensata. Insensata y temeraria a la vez, el escritor la vive como una suerte de condena irrevocable y elegida, asumiendo un destino que es, simultáneamente, su miseria y su única salvación. El trabajo del escritor es incómodo, inspira desconfianza, aísla porque pone de presente la condición de soledad y desamparo a la que los seres humanos estamos avocados, pero que nos empeñamos en escamotear insertándonos en la tibieza de comodidades fáciles. El trabajo del escritor es marginal porque el descontento fundamental que experimenta ante el mundo lo obliga a habitar una orilla que no es la de todos, a la que sólo se acercan otros seres como él para quienes la experiencia de la vida es también una angustia, un sueño que, a veces, se transforma en pesadilla y, sobre todo, una duda, una pregunta pertinaz que lo lanza a un exilio voluntario y definitivo.
Paradójicamente, este salto al vacío es también la única lucidez posible. Festín de carencias y limitaciones, el mundo no es un lugar en donde fácilmente podamos sentirnos a gusto. El escritor lo sabe, lo intuye, lo vive, lo razona y lo sufre; los otros lo ignoran o fingen hacerlo. El escritor es el ser que continua y tercamente pone el dedo en la llaga; es también, el único llamado a la redención, el único capaz de construir un mundo en donde la vida cobre sentido en donde las ausencias de este lado se transformen en posibilidades y en donde las soledades de todos se encuentren y comulguen bajo el amparo de la palabra.
Estas consideraciones acerca del hecho de escribir que ahora regresan a mí a raíz de la lectura del libro Ventana de tiempo de Diego Marín, hacen que ya no parezca necesario sino inevitable liberar de la clandestinidad -a la que el autor los ha condenado- estos poemas, escritos en su mayoría entre 1975 y 1985, que nos revelan ese otro que somos y que la cotidianidad se esfuerza, a veces, con inusitada eficacia, en desconocer. Estos textos nombran el vértigo que nos devora, la ausencia que nos espanta, el silencio que nos dice, la palabra que nos traiciona o nos descubre, la máscara que es nuestro verdadero rostro en el universo de lo poético, allí en donde la condición humana reconoce en su propia miseria, pero también se sorprende ante su olvidada capacidad de asombro, su ansia de infinito, su deseo.
Ventana de tiempo es un texto secreto, íntimo, en el cual el hablante se sitúa ante sí mismo, se dice, se desdobla, se inventa un oyente que no existe, recrea para sí un ámbito en donde la soledad es irreductible, el diálogo, monólogo y el yo, la única certeza, se despliega en un tiempo que es el de la memoria, la nostalgia o el sueño, acaso el único tiempo posible. Es también un texto de comunión porque el secreto del poema es un secreto a voces, reconocimiento y desconocimiento a la vez, invención de lo que ya se sabe, vuelta a lo que no existe, certeza de realidades inaprensibles, pero evidentes.
Tránsito por la conciencia, en estos textos no hay la construcción de un espacio concreto en donde se despliegue el poema: ni bosques, ni mares, ni ciudades, hay sí, esa zona inasible de donde surge el deseo, la necesidad de ser otro y el mismo, habitada por sombras, temores, esquivos sueños, sospechosos olvidos. La infancia, por ejemplo, que se revela en los poemas no es la infancia que fue y que se pretende recuperar mediante la palabra, es más bien, esa infancia primordial que es nuestro otro yo, o parte de él, la que se despliega más en el presente de nuestras nostalgias que en los recuerdos del pasado.
ya no soy el niño que acaricia, desesperado
los bordes de su sombra en los jardines
de la madrugada...
(en Carta de Ciudadanía)
Debes recordar el olor de los techos
en diciembre, cuando la última silueta
abandona la casa, y la libertad
es otro sueño de dolor
(En Niño elevando una Cometa)
Es también, una infancia más soñada que vivida, o mejor, vivida en la imaginación poética y, por tanto, permanente o, al menos, recuperable. Inscrita en el universo de lo ficticio, su centro no está en el pasado sino en el siempre transitable universo de las palabras:
A veces leo, en páginas de sombras,
la historia de un velero que partióde mi infancia
hacia las aguas vegetales
de un mar que todo lo sabe
(en El Pirata)
Pero esa infancia que habita al interior del narrador como ficción que resguarda de la vida no es sino una de las versiones de máscaras-fantasmas que crea el poeta. Está también la máscara del yo interior del cual se dan cita delirios, ausencias y miserias, del yo que se reconoce en su recia afición a la desdicha, del yo desencarnado del mundo pues no es de allí de donde surgen sus fantasmas sino del interior de sí mismo, de tiempos que están fuera del tiempo, de las "celadas de la memoria"; del yo cuyo centro se dispersa en esa multiplicidad de voces que reconocen con trágica visión la esencial soledad de la condición humana, condición que pierde su posibilidad de disimulo al no ingresar en la esfera del otro, hombres u objetos que nos liberen de la conciencia de nuestra propia fragmentación, que nos rediman de la culpa de cargar culpas más antiguas que nosotros mismos.
Expuesto al silencio como un pájaro transparente
detenido en el invisible enramaje de la tarde
sin más argumento que un sonido rencoroso
tramitándote un pasaje hacia las sombras
tú mi protagonista, dispones
los minuciosos materiales del sueño
(en Protagonistas)
la ilusión de muerte que los cuerpos atesoran;
el trueno triste de los trúmulos personajes
que me habitan sin paciencia
(en Pasiones)
Ambito de soledad irreductible, el otro o no existe o no es posible alcanzarlo.
Aún las múltiples voces del yo terminan disolviéndose en la única
posibilidad: el reconocimiento del yo o el reconocimiento de los otros.
Te lo digo sin odio, que casi les tengo cariño,
y hasta me duele despedirme de ellos,
pero estoy llegando a la orilla de mí mismo
y, desde aquí saludo con a mano
a mis personajes que se marchan,
que se marchan para siempre.
(en Mi Gente)
Se acostumbra uno, en el tedio espeso de los días,
a dialogar con infatigables ángeles de silencio.
Vicios de quien ha vivido selva adentro...
Y, al final, o al principio del tiempo, en cualquiera de los laberintos de la conciencia, las palabras. Palabra-redención, espejo que devuelve la imagen que no vimos nunca, soledad que comulga, la palabra poética es un intento por recuperar el nombre que nos inserta en el mundo. Pero no hay nombre. El mundo, el otro, están irremediablemente del otro lado. El yo se despliega hacia sí mismo sin encontrar la palabra que lo ingrese en la otra esfera:
Conozco cuartos
que huelen a sombras
y se de corredores
de amor fugitivo,
pero nada me nombra
(en Toca y Fuga)
En la poesía de la costa, es inusual este tránsito por la conciencia, este recorrido por un tiempo que no está hecho de ayeres ni de horas sino de sombras y carencias que constituyen lo que no hemos sido y, por tanto lo que somos inexorablemente. Si el narrador de estos poemas no abandona la otra orilla es para invitarnos con mayor eficacia a recorrer nuestra propia soledad; con secreta angustia, al reconocimiento de nuestro deseo; con perversa lucidez, a la certeza de que tampoco nosotros tenemos un nombre. Triunfo de la palabra poética, la miseria de nuestra finitud, de nuestra incapacidad de ser, encuentra en Ventana de tiempo un sentido, ya que, aunque estos poemas de Diego Marín nos lanzan al abismo, consiguen, simultáneamente, por la belleza de sus imágenes, trasladarnos a ese instante en el que la eternidad es una certeza, en el que el infinito es posible porque podemos ser todos los que somos, fundidos no ya con un nombre sino con ese ser implacable que nos habita en silencio.
PAMELA FLOREZ
última actualización, Enero 26 de 2003.