UBIK, Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía

Necronomicón

Segunda Época. Año 4. N° 8. Julio, 2005

El tema de este número podría haber sido la soledad, seres humanos en la más absoluta indefensión, enfrentando solos horrores más allá de la racionalidad humana. Podría haber sido un bonito editorial sobre uno de los temas más obsesivos de la literatura lovecraftiana; sin embargo, Adriana Alarco se empecinó en alegrarnos la lectura con un cuento de profundo humanismo, a pesar de que encontraremos un extraterrestre en su historia, aunque tal vez por eso la sentimos tan humana. También podría hacer trampa y decirles que es obvio que este extraterrestre se encuentra más solo que un esquimal en Sydney y así proseguir en la línea de mi editorial perfecto, pero aunque sea a costa de mi enorme ego, no creo que la idea sea conseguir el editorial perfecto, creo que el interés de todos: escritores y lectores, es tener espacios donde reproducir ficciones, donde tomar un respiro a la cotidianidad y lanzarse en un viaje de horror, de esperanza, de amor, de sueños… un viaje diferente a lo que experimentamos día a día, un electrochoque que estimule el flujo de pensamientos. Tal vez el vuelo sea totalmente alejado de la realidad, tal vez del viaje no saquemos ninguna idea práctica, ¿pero quién nos dijo que todo debe tener una ganancia cuantificable? ¿Cuándo fue que comenzó toda esta locura sobre el utilitarismo? A mi me dejan hacer con mi tiempo libre lo que me de la gana y por esa razón en esta oportunidad los invito a perderse un rato en ficciones sobrecogedoras, fantásticas, lejanas en el tiempo y el espacio o tan cercanas que nos topemos con ellas al doblar la esquina. Viajemos hoy con los horrores innominables que sacuden a una científica en De viva voz, corramos angustiados al lado del niño de En la sombra del jardín y sentémonos, sin las prisas de este siglo acelerado, a la mesa familiar en compañía de extraterrestres y compartamos El plato del forastero. No teman si esta noche debajo de su cama comienzan a oír sonidos extraños… es posible que estén soñando, mañana será otro día y el mundo seguirá tan loco como siempre.

 

De Viva Voz

por Sergio Mars

Sergio Mars es español, nacido en Valencia en 1976. Es biólogo y recientemente está finalizando sus estudios de doctorado en genética; es miembro de la sociedad Tolkien Española y actualmente es vocal de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror. Como casi todo escritor, es lector empedernido y en particular es devorador insaciable de la obra de Tolkien, Michael Ende, Greg Egan, Tad Williams, David Brin, Rider Haggard y muchos más. Comenzó sus andanzas literarias en Axxón y en Los Manuscritos Perdidos, luego llegó el período glacial y debió hibernar… sin embargo, recientemente, en contra de la presa de su tesis, se ha encaminado nuevamente por la senda creadora y el presente relato es una muestra de todos esos universos que amenazan con desbordarse. Previamente colaboró con un capítulo en el libro Memoria de la novela popular: Homenaje a la colección luchadores del espacio y pronto un cuento lovecraftiano suyo aparecerá en la futura recopilación Visiones 2005.
En De viva voz, Sergio nos lleva a explorar como testigos pasivos los registros de un diario que reproduce el horror que acecha en la biología de lo desconocido del universo lovecraftiano, recordándonos que la literatura de los mitos no sólo trata lo sobrenatural, sino también la racionalidad que se le opone. De allí que no nos puede sorprender por qué los mitos saben tanto a Ciencia Ficción.

Transcripción del contenido de la cinta encontrada en el despacho de la doctora forense Sonia Giles Tena. Prueba A, caso 2234527-2. Para detalles del hallazgo, consultar documentación adjunta: 

[Golpe, probablemente al depositar la grabadora sobre la mesa – cajón abriéndose – mechero accionado tres veces]

<DOCTORA GILES> El de hoy ha sido el caso más raro que me ha tocado nunca… Creía que ya había visto de todo, pero se ve que los muertos aún pueden sorprenderme.

(Murmurando)  Deja la literatura para más tarde, Sonia. Los hechos…

[Calada profunda – silla raspando el suelo – papeles revueltos]

<DOCTORA GILES> Accidente de tráfico. Dos víctimas. Varón y mujer, entre treinta y cincuenta años, etnia… indefinida… por decir algo. ¡Joder, esto no funci…!

 [Grabación interrumpida, imposible precisar intervalo hasta reanudación]

<DOCTORA GILES> De acuerdo, vamos a dejarnos de tonterías. Lo explico como pueda y ya veremos lo que pasa con el informe oficial. Esos dos cadáveres… Jamás me había sentido tan asqueada, ni siquiera en la facultad. Mucho peor que en mi primer día, cuando nos llegaron aquellos ancianos muertos de gripe una semana antes. Aún no puedo precisar qué me ha producido tantas náuseas. Ambos presentan fallecimiento típico por asfixia. La tráquea destrozada, pero sin demasiados signos externos de trauma. Apenas sí pude terminar el reconocimiento. Me he ocupado de cientos de exámenes, cuerpos en cualquier estado imaginable, sin embargo, en este caso, no podía… no soportaba tocar su piel… Llevaba guantes, los gruesos, pero podía sentir el frío… la suciedad…

[Durante un minuto, pequeños golpes repetitivos de uñas sobre la mesa – cigarro aplastado en el cenicero – mechero accionado]

<DOCTORA GILES> Eran muy parecidos, tal vez hermanos. Los dos con los mismos ojos protuberantes, la nariz aplastada, la boca ancha, el bocio… No se les ha encontrado documentación de ningún tipo. No sé si ya habrán averiguado algo en los archivos sobre el coche pero tengo la impresión de que no sacarán nada en claro. Algo así tiene que estar escondido. No puedo imaginármelos vivos, paseando por la calle a la luz del sol, entrando en una tienda, mirándome con esos ojos acuosos y… y… ¡Y contigo, maldito seas!

[Lápices cogidos en un puño – lápices golpeando un objeto de cristal cubierto con tela – sollozos]

<DOCTORA GILES> Vale, vamos a la parte interesante. Ella estaba embarazada, diría que de unos ocho meses. No venía recogido en el informe del accidente. Los del equipo que se desplazó al lugar del siniestro juran que, por la posición de los cuerpos, era imposible darse cuenta de su estado, que habían comprobado que estaban muertos y se habían limitado a esperar al juez para proceder al levantamiento de los cadáveres. No sé, tengo mis dudas. Me avergüenza confesarlo, pero creo que yo también hubiera hecho lo mismo en su lugar. Mejor no intervenir y permitir así que esta monstruosidad fuese extirpada del mundo.

[Silencio durante unos segundos]

<DOCTORA GILES> Bueno, el caso es que había que extraer el feto, para certificar su muerte en el accidente… y exonerar a nuestros compañeros, evidentemente. Ya resultaba bastante difícil simplemente tocar su carne blasfema… Me correspondía a mí. No podía delegar mi responsabilidad en el auxiliar, no hubiera sido correcto. ¡Aunque por todos los dioses, vaya si lo deseaba! Le practiqué la cesárea a aquel cadáver apresuradamente. Sabía que si me lo pensaba no podría llevarla a término. Retiré mecánicamente los pliegues de piel del abdomen y abrí el útero. Miré.

[Respiración jadeante]

<DOCTORA GILES> ¡Oh, sí! ¡Miré!

[Sollozos entrecortados]

Ilustración por Juan Raffo (detalle) basada en la historia de "De viva voz" de Sergio Mars<DOCTORA GILES> Nunca antes había vomitado en la sala de autopsias. No pude ni alcanzar un cubo. Tuve arcadas hasta mucho después de vaciar por completo mi estómago. Supongo que fui yo quien dispuse de aquella abominación y la introduje en la solución conservadora que teníamos preparada. Fue algo automático. Si hubiera sido dueña de mis actos hubiera incinerado aquel feto maldito. Apenas lo contemplé unos segundos antes de cubrir el frasco con una funda, pero creo que nunca podré olvidarlo. Cierro los párpados y lo veo; los mismos ojos protuberantes, más grandes aún que los de sus padres, clavados en un enorme cráneo venoso, la boca, una fina e interminable línea, sin labios y prácticamente sin barbilla, las branquias… ¡Branquias! No arcos branquiales como los del segundo mes. Era un feto de ocho meses, ¡no debería tener branquias ni nada parecido! ¡Tampoco membranas interdigitales! ¡Ni cola!

[Golpe seco, posiblemente un puñetazo en la mesa]

<DOCTORA GILES> Un embrión tan deforme no hubiera debido sobrevivir hasta tan avanzada la gestación. ¿Por qué no provocaste un aborto? (gritando) ¡Maldito seas! ¿Qué eres? ¡No tienes derecho a existir! ¿Por qué?

[Funda retirada violentamente – golpe de madera contra madera – objetos indeterminados estrellándose contra el suelo]

<PROBABLEMENTE DOCTORA GILES> (Grito estridente y prolongado)

<DOCTORA GILES> (gritando) ¡No! ¡Estás muerto! No me mires ¡Deja de moverte!

[Llanto entrecortado – ¿salpicaduras?]

<DOCTORA GILES> (entre sollozos) No puedes estar vivo. No debes estarlo. No te he ayudado a nacer. No vives. Te quemaré. ¡Arderás!

[Intento de abrir una puerta cerrada]

<DOCTORA GILES> ¡Socorro! ¡Ayudadme!

[Estrépito de madera y cristal rotos con violencia]

<DOCTORA GILES> No… no puede ser. ¡Os practiqué la autopsia! ¡Muertos, estáis todos muertos!

[Serie de golpes contra el receptor – se pierde calidad de grabación, posiblemente por haber caído el grabador y haber quedado el micrófono contra la moqueta – alaridos]

<FUENTE DESCONOCIDA> (Voz o voces graves, ¿idioma? desconocido, sonidos guturales ininteligibles, con abundancia de fricativas y oclusivas sordas, estructura rítmica compleja)

[Fuertes golpes – cristales rotos – fin de los alaridos]

<FUENTE DESCONOCIDA> (Cantinela aumentando de intensidad de forma puntual, para ir bajando de volumen paulatinamente. Se repite una estructura fonética que podría aproximarse a {/k/ /t/ /u/ /l/ /u/}, aunque la distorsión no permite asegurar este punto)

[Silencio hasta final de la cinta]

 

En la Sombra del Jardín

por José Manuel Sala

Aquí tenemos otro cuento de terror de José Manuel Sala, quien ya publicó en Necronomicón 5 su cuento Familia; en ese corto intermedio, José Manuel ya ha publicado en Alfa Eridiani, Qliphoth y otros fanzines. Con su relato Antepenúltima (Qliphoth 14) ha comenzado una serie de Fantasía oscura. Su literatura poco a poco se afianza, principalmente en los géneros de Terror y Ciencia Ficción. Una labor intensa para este joven autor extremadamente perfeccionista, que durante la preparación de esta edición, luego de comunicarse conmigo para decirme que tenía un cuento nuevo, calientito, recién exprimido de su mente; se tomó muy en serio unas palabras casuales que le escribí sobre mis expectativas sobre su nueva obra, que decidió lanzarse en algo totalmente nuevo y más acorde a “mis expectativas”. Punto aparte, a veces resulto una persona muy incomprendida, afortunadamente, en mi caso, las incomprensiones rinden frutos jugosos… y este caso no fue una excepción: El nuevo cuento fue En la sombra del jardín, donde no podemos precisar dónde reside mayor horror, si en la inquietante soledad de un suburbio de cuidados jardines, en la atmósfera postapocalíptica del relato o en su desenlace final.

 

Aquella era la periferia de la ciudad, un interminable laberinto de callejuelas, un cúmulo de casas de paredes blancas y desconchadas que se tostaban al atardecer. Las ventanas eran de madera, todas tenían el mismo color ébano, todas estaban cerradas. Resultaba ridículo intentarlas forzar. Los muros que protegían los domicilios daban paso a un simétrico jardín igual que el de todos los demás, con las mismas enredaderas colgando de las puertas metálicas,  los mismos tiestos colocados en las esquinas. La misma  tierra negra derramada por el suelo que olía a romero o jazmín, el intenso olor a naturaleza viva que atravesaba las desconchadas tapias. Éstas no eran muy altas, se percató tras un largo tiempo corriendo por las brillantes aceras de color rosa. Sus pasos se detuvieron, y el sonido de su cuerpo al estrellarse contra el jardín de la casa elegida fue el único sonido que se escuchó desde hacía varias horas en la urbanización.

Jadeando, se repuso con rapidez. Oyó el aullido de un perro a lo lejos, a un par de manzanas de allí. Por un momento pensó que tal vez lo había visto entrar en aquella casa, que  aparecería de un momento a otro, echando espuma por la boca y con los ojos enrojecidos como los demás. Sus ojos se volvieron hacia la calle, nervioso. Regresó el miedo. Sin embargo, tras unos minutos de solitarios gemidos el silencio volvió a reinar en aquella zona de la ciudad. Si aquello había empezado aquella mañana tal vez no habría llegado hasta aquel extremo de la capital, pensó, con el corazón todavía en un puño, pero en realidad no pensándolo sino deseándolo con todas sus fuerzas. El silencio de la desolación le respondió como mejor sabía.

El viento arremetió ligeramente a las ramas del pequeño árbol que crecía en aquel jardín. Tenía las hojas verdes, brillantes por el reflejo del sol. En torno a su tronco habían plantado tiestos de lirios y jazmines que apenas llegaban a medio metro de altura, pero que se aglomeraban junto a él, en un inexpugnable follaje imposible de atravesar.  El niño, sudoroso desde el comienzo de la huida, se refugió bajo su sombra dejando tan sólo sus morenas piernas desprotegidas ante el asfixiante sol. Su cabeza se apoyó como mejor pudo en el delgado tronco del árbol, le dio tiempo a su corazón para que se tranquilizara diciendo que por ahora no había por qué preocuparse. Aquel era un verano húmedo, el bochorno de las tardes apenas dejaba que uno saliera al exterior. El niño volvió a inspirar, tranquilizándose poco a poco, con lentitud. Una nueva brisa le llegó a su rostro demacrado, a sus pómulos salpicados aún por lágrimas secas, a sus labios ensangrentados, mordidos por sus propios dientes.

El breve viento fue como un bálsamo  que intentó borrarle todo eso, y aunque su cara tan sólo era un esbozo de lo que había vivido desde que se había despertado aquella mañana, la suave acaricia le reconfortó más de lo que pudo desear. Sentado bajo la copa del árbol y junto el olor del jazmín y el silencio se preguntó si aquello sería algo parecido al cielo, la total y completa tranquilidad.

Tres minutos después se percató de las hormigas.

Eran una fila ordenada de no más de treinta individuos, una columna recta que comenzaba desde un pequeño agujero en la tierra hasta detenerse frente a uno de los resquicios del follaje de claveles y lirios. Desde allí salían también un par de columnas al exterior para concentrarse todas en el diminuto cadáver que devoraban con lentitud.

Debía de haber sido un animal pequeño, pensó el niño, seguro, decidido, aunque apenas podía asegurarlo por su avanzado estado de descomposición, por el enjambre de seres que recorrían todo su cuerpo y transportaban sus restos con tranquilidad. En alguna ocasión atisbó por los rayos del sol el color de la carne, el pellejo de algún polluelo que hubiera caído del árbol para inmediatamente fallecer. Curioso se incorporó con un quejido, se atrevió a apartar varias hormigas con su dedo y tratar de escudriñar la naturaleza del alimento. Algunas se subieron por la muñeca, pero no le importó. En aquel instante el viento volvió a zozobrar las ramas del árbol.

La mano surgió de forma inesperada entre el follaje y le agarró clavando sus uñas en su brazo. Con rabia y furia.

Aquello le hizo perder el equilibrio. Su cabeza cayó de lado sobre la tierra, su oreja derecha se llevó la peor parte. El niño observó la mano grisácea que le sujetaba con impasibilidad, las uñas comidas que comenzaban a hincarse en su carne haciéndole sangrar. Las hormigas comenzaron a subir por sus piernas, sintió cómo escalaban por sus morenas piernas pero no gritó por eso, gritó por el horror, el horror convertido en forma. Siguiendo con la vista hasta donde comenzaba el brazo se maldijo por su imprudencia. Se había equivocado al buscar descanso tan pronto, debió haber alcanzado la autopista y continuar corriendo hasta llegar al pueblo más cercano, debió correr hasta abandonar la ciudad. Se había equivocado en todo.

Los ojos enrojecidos de la mujer muerta brillaron abiertos en la oscuridad del follaje. Se había devorado a sí misma las piernas.

La plaga ya había alcanzado la urbanización. Hacía mucho, mucho tiempo. Desesperado, volvió a gritar. La criatura convertida soltó un rugido como respuesta, comenzó a arrastrarlo hacia ella, hacia la frondosidad de los lirios y los jazmines. Antes de caer en la sombra del jardín el niño echó una mirada desesperante hacia el cielo azul sin nubes, sintió la humedad del verano más asfixiante que nunca. Lloró. Sus ojos pronto se clavaron en la tierra, en el cuerpo exánime que habían abandonado las hormigas por él. No era un polluelo caído.

Aquel dedo índice del pie fue lo último que vio antes de sentir el primer mordisco y perder la conciencia.

 

El Plato del Forastero

por Adriana Alarco

Adriana Alarco ya es conocida por los lectores de Necronomicón, su relato La Isla apareció en el número 6. Adriana actualmente está más activa que nunca, es presidenta de la Fundación Ricardo Palma y está preparando una antología de las Tradiciones Peruanas de ese autor peruano. La idea es publicar 10 libros de selecciones de las Tradiciones y está abocada en cuerpo y alma para que el producto final sea impecable. La primera selección ya se vende con éxito en las librerías y en la Casa Museo Ricardo Palma. No obstante aún tiene tiempo para escribir y publicar ficción. En esta ocasión, Adriana Alarco nos regala una exquisita fantasía que nos recuerda el tono nostálgico de un Bradbury en Crónicas Marcianas. El plato del forastero pertenece a la serie de Ciencia Ficción del mismo nombre, en los que la autora ha desarrollado una relación inusual entre extraterrestres y humanos. El plato del forastero es un sueño de coexistencia pacífica ambientada en una hacienda de algodonales y viñedos, de dunas y océano, de viejos recuerdos familiares. Otros relatos de la serie lo constituyen: El agente forastero, El forastero perdido, El cuarto de los secretos, El galán, El retrato del forastero y El forastero prodigioso, todos publicados en la revista peruana de CF Velero 25.

Cuando a mi abuela la obligaron a quedarse en silla de ruedas porque se rompió el fémur, decidimos continuar asistiendo a los almuerzos del domingo. Seguía siendo fascinante para todos los primos la atracción que sentíamos hacia esa casa de maderos carcomidos y rechinantes. A la mesa, mis tíos no hacían otra cosa que hablar de la cosecha del año, que si el algodón salió bien o no, y los primos, después de atragantarnos, salíamos a correr por el vecindario haciendo travesuras y divirtiéndonos a morir, robando el vino de misa de la despensa y espantando a las gallinas.
Muy bien nos cayó la rotura de pierna de la abuela por la libertad de hacer travesuras, aunque ahora que lo pienso y que yo también pronto seré abuela, me llena de nostalgia la figura de esa mujer tan treja, valiente y animosa, manejando su silla de ruedas y gritándonos:
“¡Tunantes, dejen tranquilo al gallo de pelea que lo van a desplumar!”

La mesa familiar, con mantel largo de algodón, se preparaba desde el sábado anterior. La comida que preparaba en la cocina de leña la vieja Ignacia era buenísima. Se disponían dieciséis asientos con platos, cubiertos y vasos. Realmente, nosotros éramos quince: la abuela, tres tíos, dos tías y nueve nietos entre los que me encontraba yo, que en aquella época tenía doce años. Los tíos llegaban a caballo y se sentaban a la mesa, los domingos, lavados y afeitados y nunca con las botas de montar llenas de tierra, porque la abuela los gritaba desde la cabecera, en su silla de ruedas y con la fusta en mano para dar un golpe en los hombros de quien se atreviera a alzar la voz cuando ella hablaba. Desde que se había roto la pierna, no alcanzaba a quienes estábamos sentados más lejos de su asiento, y eso nos llenaba de coraje y de valor, interrumpiendo sus discursos con cacareos o rebuznos impertinentes, para incomodidad de las tías y ojeadas furibundas de los demás.

Al otro lado de la larga mesa, se colocaba el plato del forastero. Quedaba allí para quien llegara a la casa hacienda a pedir colación después de caminar durante horas por la arena humeante que rodeaba los sembríos de algodón, pues muchos automóviles se atollaban cuando el viento paraca cubría de arena el camino principal y los hacía desviar la ruta. La puerta de la casa quedaba siempre abierta los domingos pero el último asiento permanecía vacío generalmente. Uno de esos domingos arribó un forastero a sentarse a la mesa familiar. Llegaba de otros mundos y su historia nos pareció tan fantástica e increíble que desde entonces, muchos años después, pongo yo también un plato para el forastero en mi mesa dominical.

Había caído del cielo en medio del arenal, proveniente del espacio, y su nave se había incrustado en las dunas de arena. La abuela le ofreció almuerzo y así fue como conocimos al recién llegado. Su nombre era Sedna. No poseía un cabello y su sonrisa era amplia y franca. A pesar de tener un color amarillo verdoso, no era un tipo repugnante aunque sí era extraño. De movimientos lentos y pausados, hablaba nuestro idioma con un marcado acento que tomamos por ser de los infiernos e inmediatamente decidimos que representaba al diablo en persona. Víctor, el más pequeño de los primos, se paseaba alrededor de la mesa y lo pinchaba con el tenedor para saber si le dolía, hasta que la abuela, de cuatro gritos, lo mandó nuevamente a sentarse en su asiento.

Su historia fue genial, y lo que hizo a la abuela nos colmó de admiración y de estupor. Mientras contaba sobre su mundo en el lejano planeta, comió pallares con las manos y se atoró con el ají que ponía Ignacia en su cocina, tan fuerte que nos hacía llorar, pero aún así había que comer picante, nos enseñaba la abuela, para crecer grandes y valientes.
Sedna contó que en su mundo estaban buscando otros lugares dónde ubicarse porque su planeta estaba a punto de desintegrarse. Nos hizo un bosquejo sobre el mantel, escribiendo con el dedo, cosa que nos maravilló, para que pudiéramos identificar su lugar de procedencia.
Lo que hizo después fue milagroso o cosas del diablo, según lo contara la otoñal o las tías beatas. Levantó a la anciana de su silla de ruedas, le puso sus grandes manos verdes sobre la cadera y ella salió caminando un poco renga, pero con sus pies en el suelo, dando un paso detrás de otro.
Nos quedamos estupefactos. Jamás hubiéramos pensado que se podía curar a la gente poniendo las manos verdes sobre el miembro afectado, y aunque luego probamos untándonos con aceite y perejil, nunca nos funcionó tan bien como al forastero aquel día domingo que la abuela echó a andar sola de nuevo.
Han pasado los años y sigue produciendo algodón la tierra de la abuela aunque ella ha pasado a mejor vida. Antes, pensábamos que el forastero se la había llevado a su mundo, entre las estrellas y planetas del espacio. Pero ahora sé que murió y la enterraron en el cementerio del pueblo, entre los algarrobos, que el tiempo y la arena han cubierto y casi no se puede ver en medio del desierto.
Desde que el forastero desapareció aquella tarde, en la brumosa neblina del atardecer, nunca lo volvimos a ver y siempre quedó en nuestro recuerdo con el nombre de Sedna, el diablo de otros mundos que curó a la abuela. La mesa dominical está puesta. Lo estamos esperando.  


 

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Necesitamos cuentos cortos (menos de mil palabras): Pueden ser relatos de Terror (si tratas los mitos de Cthulhu mejor), Fantasía o Ciencia Ficción.

Envíalos a ubikcf@yahoo.com

Necronomicón
Segunda Época. Año 4. N° 8.
Julio 2005

Editor: Jorge L. De Abreu
UBIK, Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía
http://www.geocities.com/ubikcf/ubik.htm Caracas, Venezuela.

 

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