UBIK, Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía

Necronomicón

Segunda Época. Año 3. N° 6. Marzo, 2005

Como Asimov comentaba en sus introducciones a los relatos de la ya antigua colección editada por Martínez Roca: La Edad de Oro, en la otra realidad las cosas se complicaron bastante durante el mes de febrero. Un curso no planificado de protección radiológica me tendió una emboscada y consumió mi atención durante un lapso de tiempo que no pudo ser recuperado para que el Necronomicón apareciera en carnaval. Además, febrero tiene la desagradable característica de ser breve y el tiempo pasa volando a través de él sin que apenas nos demos cuenta. Afortunadamente no todo se prolonga indefinidamente y salí del embrollo más sabio y con más responsabilidades. Aprovechando una tregua no firmada en la otra realidad, después de ese mes ajetreado, tuve la oportunidad de terminar de leerme una serie de relatos sobresalientes que conforman este número y parte del próximo en un maratón intoxicante de escapismo fantástico. El problema es que llegó el momento en que me pasó como a Asimov (no quiero que me malinterpreten, no fue en el aspecto literario, sino en la percepción de la realidad) y ahora percibo dos realidades y me muevo en ellas como dos entidades diferentes; de allí mi referencia inicial a los conocidos comentarios del Bienamado. La situación se me antoja un tanto conflictiva y mi cerebro comienza a dar muestras de algo que clínicamente le han dado por llamar psicosis. Afortunadamente estoy hablando de literatura y la gente es benevolente con ese tipo de locos… pues hasta el Quijote pasó por ésto.
La invitación como siempre es a no hacerme caso y saltarse este editorial. Las criaturas de Adriana Alarco, Yamil Madi y José Carlos Canalda, tienen cosas mucho más interesantes por contar que todo lo que yo pueda decirles en diez mil palabras sobre mis peripecias editoriales. Por ejemplo, Adriana nos lleva a conocer en su prosa intimista otra faceta de un encuentro fantástico. Yamil se decanta por el universo lovecraftiano y ubica su historia en un futuro bastante cercano y perturbador. Por último, José Carlos nos muestra que en los extremos es donde se aprecia el lado flaco de la naturaleza humana. Gracias a Dios, Juan Raffo volvió a tener visiones de horror cuando le golpearon la escotilla.
Gracias a todos ellos el Necronomicón está ante sus ojos.

 

La Isla

por Adriana Alarco de Zadra

Debo confesar que por unos instantes, unas dos o tres semanas, quedé patidifuso ante la pantalla en blanco. Era lo más parecido al síndrome de la hoja en blanco que algunos escritores han argumentado como excusa para justificar su falta de productividad. La similitud entre la pantalla en blanco de mi monitor y la hoja en blanco típica del escritor me asombró por su convergencia tecnológica… sin embargo, para todos ya debe ser evidente que divago. Adriana Alarco es la culpable de mi actual estado de estupor, pues ante tanta información no sé por donde empezar. Adriana es una mujer que me abruma por su vitalidad y perturba mi agradable estado natural de indolencia basal (pero no juzgo conveniente que hagan ninguna inferencia entre esta última aseveración y mi aparente falta de productividad). Esta mujer peruana escribe desde que pudo aferrarse a un lápiz y desde entonces no lo ha soltado, afortunadamente. Ha escrito poesía, teatro, libros de turismo, geografía, historia natural y plantas medicinales de Perú. Sus primeras experiencias literarias fueron con la poesía y pronto, con el nacimiento de sus hijas, comenzó a escribir literatura infantil. Su extensa obra ha aparecido en italiano, inglés y español. Sólo recientemente ha visto la luz y comenzó a escribir Ciencia Ficción. En el apartado fantástico tiene relatos y poesía publicados en Alfa Eridiani, Nitecuento, Velero 25, Qliphoth y una larga lista que me hace temblar el pulso. Pueden saber más de Adriana y su obra en http://www.adrianaz.com. En esta oportunidad Adriana nos ofrece una visión muy especial de un encuentro cercano, donde el universo interno y el externo del protagonista se conjugan para ofrecernos una nueva visión de uno de los tópicos del género.

Mientras los remos se hunden en el agua lentamente salpicando gotas cristalinas, yo remo sin fatiga con los brazos tostados por el sol del verano que se aleja. El bullicio en las playas ha cesado, la mayor parte de la gente ha regresado a la ciudad.

La isla al frente, allá en el horizonte, está envuelta en la bruma de la tarde. Su silueta se destaca nítida y se acerca siempre más. Pienso en ese promontorio como en un refugio. La roca árida y húmeda por las olas, cubierta de cangrejos que corretean saliendo y entrando de las grietas, es acogedora. Me quedo soñando y contemplando nubes cambiando de figuras en el cielo o inventando un mundo maravilloso y particular sólo para mí.

Nado los metros que me separan de esa porción de arena. En la playita recojo piedras blancas, negras, amarillas y diminutas que voy arrojando al mar. La brisa marina aleja la neblina de la zona y en las rocas se apretujan estrellas de mar salpicadas de ondas donde trajinan varios peces plateados.

No ha subido la marea y está al descubierto una abertura por la que penetra el agua retumbando contra las paredes de roca de esa gruta ancha y misteriosa. La luz de aquel escondite, es extraña con reflejos azules y amarillos. Sólo el eco responde a mis llamadas. Trato de atrapar algún cangrejo y mientras voy entrando al fondo de la gruta descubro una figura inmóvil cubierta de algas. ¿Es una roca o una persona?

Asemeja a una joven verde de cabellos verdes. La llamo y no responde. ¿Cómo te llamas? No se llama nada. Ella sigue inmóvil y le pongo nombre de Esmeralda, por ser verde, por ser esbelta, por reflejar una inquietante luz verdosa en medio de la gruta.

¿Cuáles son los secretos de esta isla que me embrujan? De piedra son las flores que destacan, los poemas son verdes y todo aquí es ahora de un alucinante color verde. No la había visto antes, jamás había aparecido en este lugar. Ni la luz ni aquella figura tan brillante, tan verde, tan extraña. Converso con ella mientras mis ojos recorren su verde desnudez abrazada por las algas. El agua susurra alrededor de mí como si entendiera mis palabras. Sus antenas se mueven y acogen mis sonidos. Lo presiento. Trato de tocarla pero se desliza hacia afuera, sin pies, sin boca, sin rumores.

¿Es un ser de otros mundos? ¿Podría ser un hipotético espíritu del viento? ¿Quién es esta figura verde que ha llegado hasta la gruta? La sigo y observo detrás de la isla, cubierto por el agua y reflejando brillos plateados en medio de las ondas, un artefacto que podría ser un platillo extraterrestre y volador. ¿Habrá llegado del espacio? Vuelvo a la gruta buscando al ser que se ha esfumado. ¿Ha desaparecido sumergiéndose en el agua fresca de la orilla? Al fondo sólo queda una roca viscosa, húmeda y eterna. La luz ya no refleja los últimos rayos del sol de color verde. La piedra es similar pero esta no palpita, no mueve sus antenas. ¿Es el mismo ser que se ha convertido en una estatua? ¡Esmeralda! La llamo y no responde. Mis voces se alejan en el viento. El platillo se hunde hacia las profundidades y la superficie del agua sólo adquiere un reflejo verde casi desapercibido como si nunca nada hubiese naufragado allí.

Cuando finalmente logro alejarme de la isla y de la piedra indiferente en medio de la gruta, la marea está cubriendo el agujero de la entrada por completo y yo remo lentamente. No se ve a nadie en el horizonte, sólo mi bote surca el agua. Las formas inmóviles, grotescas, de las rocas se destacan contra el horizonte y el silencio del ocaso me fascina. La isla parece suspendida entre el agua y el cielo. Los remos se deslizan dulcemente sobre la superficie transparente, iluminada por el último sol, y regreso a mi mundo, sin más imágenes que mi recuerdo de una visión maravillosa, toda verde, lejana y cautivante. ¿Otra ilusión fracasada? Vuelvo a la estéril realidad mientras las lágrimas me ciegan y no me permiten distinguir la orilla.

 

Golpes en la Escotilla

por Yamil Madi

Hablar de Yamil no debería serme muy difícil pues lo conozco desde el precámbrico. No obstante, lo es; supongo que debido al montón de anécdotas que deben quedar por fuera en esta ocasión. Yamil Madi es un venezolano, biólogo, que en la otra realidad se dedica a esas actividades naturalistas que uno puede ver edulcoradas en Animal Planet. Desde la fundación de UBIK, en 1984, se encuentra amarrado a las actividades de la asociación como Ahab, en la inolvidable encarnación fílmica de Peck y sin derecho a pataleo; sin embargo, patalea. En ese entonces aparecía y desaparecía, acosado por los demonios de una multiplicidad crónica, tan acusada que su presencia en la asociación derivó hacia la virtualidad mucho antes que otros honorables fantasmas de UBIK (los fantasmas son todos aquellos miembros a los que la vida alejó de la presencia física y los transformó en nombres que eran mencionados con reverencia, aunque las malas lenguas dicen que con sarcasmo, por las nuevas generaciones). Antes de la transformación definitiva, Yamil colaboró con Cygnus y la Gaceta de UBIK y uno de sus relatos fue candidato a la malograda antología de UBIK de 1992. La historia y destino de aquella candidatura fue fabulada en la historia de Juum y Jiim, del acervo de leyendas del reino de Ubikness.
En UBIK, por regla general, siempre se rindió tributo a la obra de Lovecraft y la mayoría de sus miembros hemos escrito al menos un relato ambientado en ese universo de caos, perdición e impotencia. Yamil no ha sido una excepción; su prosa, densa, barroca, y el tono de diario de Golpes en la escotilla rememoran la sensación de ominosa desolación del universo lovecraftiano. El relato es una nostálgica mixtura de Ciencia Ficción y ese horror cósmico que siempre ha definido a los mundos y seres de H. P. Lovecraft.

Martilleas la escotilla y reverbera en mis entrañas tu rítmica pesadilla, tu inexpugnable oscuridad, ¿aun recuerdas?, ¿aun entiendes que no puedo?, que no la debo abrir. Sólo soy una sombra en tu pasado, un fantasma oculto en tu primera imagen de aquella realidad metálica sumergida entre sombras ambarinas. Oculto en aquel primer sonido de agonía, en los arqueos de náuseas, de vómitos borboteándote en la garganta y en ese silbido intermitente, la alarma del despertar.... tu despertar ¿lo recuerdas? ¿Recuerdas los olores a descomposición penetrando nuestros pulmones junto con el vaho cálido y húmedo de nuestro sudor?. No se suponía que fuera así, no era ésto lo que experimentamos en las prácticas, cuando al despertar olía a desinfectante y se escuchaba un suave tintineo digital.

 Sólo unos momentos de desorientación antes que los reflejos obligaran a tu cuerpo a incorporarse. Tambaleante soltaste amarres y derivaste atravesando la oscura cabina. Te sentaste enfrente y contemplaste mi piel amarillenta perlada de puntos negros, diminutas marcas de muerte, algo esperable: un 3% de daño aleatorio y necrosis es normal durante el sueño criogénico, lo que no imaginamos era ese aspecto a muertos vivientes que adquiriríamos al despertar. Ni los beneficios de las anfetaminas, ni un fresco baño de esponja pudieron eliminar ese color mortecino, ese olor a descomposición, olor a lo no vivo que aun conservábamos y que ya no podríamos purgar.

Mecánicamente revisaste el opaco traje, una deslucida coraza gris de goma y titanio envolviendo un delicado contenido de carne aterida. Sentado junto a mí, esperaste nervioso horas y horas, entre reporte y reporte, hasta que desde Pekín llegó la señal de salida. Observaste la desconexión de los amarres, el blanco haz de los motores de maniobras que nos separaron para siempre del minúsculo módulo orbital. El descenso, ardiente y helado, una violenta penetración y finalmente la primera expedición en suelo marciano, la primera gran victoria. Las tristes imágenes del éxito llegarían a su destino horas después, plasmadas por las cámaras adosadas a nuestros cascos y al módulo de descenso. Dos figuras saludando y recitando poesías añejas hace miles de años, una bandera marchita apenas ondeante sobre un fondo rojo sangre.

El mismo fondo contra el que verían tu imagen, minutos después, acercándose piqueta en mano a una formación cercana de granito negro, curiosamente rectangular. Una silueta que repentinamente se inclina y recoge algo de entre una capa superficial de óxidos rojo oscuro. Te fundes con el paisaje mientras te inmovilizas extasiado, escudriñando algo en el interior de tu hallazgo, compartiéndolo a destiempo con la expectante humanidad. Repentinamente sueltas la pieza, alcanzo a ver un perfecto ovoide color ámbar que cae suavemente, mientras caminas hacia atrás, con tu rostro oculto por el cristal de la escafandra, caes, convulsionas, te arrastras sobre el vientre sin importarte arrancarle piezas a tu delicado equipo. Desde ese momento las imágenes se vuelven confusas, no las recuerdo como un continuo fluir del tiempo, sólo son fragmentos de discontinuidad apenas unidos por mis deseos de mantener la cordura.

Lo último que recuerdo de ti es tu cuerpo alejándose del módulo a una velocidad imposible, serpenteando entre tierra y piedras ocre bermejo; atrás quedaron mis inútiles llamadas y la sensación de abandono paralizándome cuando desapareciste como tragado por el planeta. No se cuánto tardé en realizar la corta y anhelante marcha hasta el lugar de tu caída, recuerdo una pausa, acompañada por el sonido de mi respiración entrecortada y luego al levantar la mirada, esa oscura formación rectangular apareció repentinamente plagada de relieves desgastados, desfigurados por el tiempo y los elementos. Una amorfa obra de arte natural, sin rasgos, pero que un impulso incontrolable, una arcana intuición me obliga a unir. Lentamente fundo líneas imposibles con oxidadas texturas que fluyen junto a amorfos relieves, definiendo un altar abominable, levantado para adorar a un dios demencial, un dios que canibaliza a sus siervos. Amo y señor absoluto de dominios sin fin aun antes que los más viejos antecesores de la humanidad aprendieran a temer a la oscuridad. Un dios adorado por engendros, abominaciones deformes, entes presentes sólo en las pesadillas más atroces.

Sentí que estaba fuera de lugar, irrumpiendo en un arcano ritual elaborado por y para otros entes, donde ni yo ni la humanidad teníamos cabida. Rechacé esa imagen indescriptible, ese conocimiento no deseado. Tambaleante, intenté expulsar las pesadillas, regresar al mundo de leyes y reglas cotidianas. Fue un vano intento que sólo me llevó a percibir los ovoides ámbar que rodeaban la estructura. Estaban desperdigados por el terreno por decenas, cientos ¡quizás miles!, a uno y otro lado del rectángulo de granito. Era imposible no haberlos visto antes, no sentir su rítmico pulso, su fría geometría que me atraía con un ansia de posesión irresistible, surgida de lo más primitivo y oscuro de mi ser. Ilustración por Juan Raffo basada en la historia de "Golpes en la escotilla" de Yamil MadiSin poder evitarlo levanté el ovoide más cercano con temor reverencial.

Con el dorso del guante aparté el polvo de milenios, descubriendo un manojo de extraños bajorrelieves, en su interior vi fantasmales figurillas, imágenes transparentes confundidas con la esencia misma de la pieza. Representaban criaturas monstruosas, grupos de seres deformes y amorfos ejecutando extraños ritos. La moví y mientras cambiaba el ángulo de visión las figuras parecieron cobrar vida, agitarse, ejecutar bailes y plegarias innominables. Continué moviéndola fascinado mientras en mi mente se formaron imágenes exóticas, paisajes de pesadilla donde voces remotas, profundas, entonaban himnos impíos desde torres de piedra negra, entre inmensas montañas ocre oscuro.

Una sensación de ahogo me invadió al hacerme conciente de una presencia-esencia sin forma que me vigilaba intensamente desde el ovoide, atento al menor de mis movimientos y emociones, acechando como un depredador en la oscuridad; esperando nuestra llegada como una señal, un estímulo, tratando de despertar algo que moraba en los profundos rincones de mi mente. En ese instante, tal vez un instinto primordial me hizo soltar la pieza, no lo sé, no guardo memoria de cómo o cuándo regresé al módulo. Sólo sé que estoy aquí con el traje destrozado, rojo de sangre y polvo, helado hasta los huesos, tratando de comunicarme sin obtener respuesta, tratando de despegar, de no pensar en esas imágenes de pesadilla que ahora viajan rumbo a la tierra, mientras martilleas la escotilla y reverbera en mis entrañas tu rítmica pesadilla, tu inexpugnable oscuridad.

                                                                                          

Más Vale Tarde...

por José Carlos Canalda

José Carlos Canalda es español, químico a la vieja usanza de los grandes de la edad de oro. Pese a que por su formación científica (trabaja en un grupo de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas especializado en el estudio de los polímeros) cabría haber esperado en él una decantación hacia la ciencia ficción dura, siempre ha preferido explorar todas las diferentes oportunidades que ofrece el género, desde la fantasía de Borges, Lovecraft o Poe, autores de quienes se confiesa ferviente admirador, hasta la ciencia ficción de aventuras en el más puro estilo pulp, sin olvidarse tampoco, claro está, de la ciencia ficción más clásica. José Carlos comenzó en la Ciencia Ficción como casi todos nosotros, por la lectura; primero, en los modestos bolsilibros, y más tarde leyendo a los monstruos sagrados del género. Sin embargo, a veces pasa, sucede que de tanta lectura algunos nos descocamos. Así le ocurrió a él: se pasó de bando y comenzó a escribir, tanto ensayos como ficción. Su producción en el género es muy valiosa, con libros de su autoría como Luchadores del espacio. Una colección mítica de la Ciencia Ficción española (2001) y varios artículos en la obra ganadora del Ignotus 2003: La Ciencia Ficción española (2002), así como numerosas colaboraciones en diferentes revistas y páginas web, en especial en el Sitio de Ciencia Ficción. Sus relatos han aparecido en avalancha en los años recientes en varias antologías, revistas y fanzines de Ciencia Ficción (es otro de esos autores que atenta contra mi bucólico y anárquico método de escritura): El melocotón mecánico, Asimov Ciencia Ficción, Alfa Eridiani, Qliphoth, Axxón y un largo etcétera. Más vale tarde… no es Ciencia Ficción, tampoco es Terror, aunque pensándolo bien hay destinos que son bastante horrorosos. Canalda nos regala en esta ocasión un relato ligero y mordaz que celebra irónicamente la naturaleza humana.

Juan García había sido toda su vida muy presuntuoso. Siempre le había gustado destacar en cualquier cosa, fuera ésta importante o nimia, y ya desde muy pequeño había procurado por todos los medios a su alcance llamar la atención de la manera que fuese, sin parar en mientes acerca de si, como afirma el refrán castellano, daba en el callo o en la herradura... Porque el bueno de Juan, tosco hasta la exageración, no era precisamente un Petronio en lo que a la finura de su comportamiento social se refería.

¡Qué se le iba a hacer! El pobre no era consciente —o si lo era procuraba ocultarlo celosamente— de que, antes que un gracioso, era tan sólo un pobre patán que espantaba indefectiblemente a todo aquél a quien pretendía atraer. Y, claro está, se quedaba con treinta y una de mano en todo lo referente a sus desesperados intentos de ser el centro de atención de su entorno.

Como además de su falta de ingenio y de modales Juan nunca llegó a descollar ni en el trabajo ni con los amigos, no es de extrañar que el pobre acabara completamente frustrado. En compensación a estas carencias era, eso sí, bastante lanzado, por lo que un buen día se lió la manta a la cabeza, rompió con todo lo que había sido hasta entonces su vida, y se enroló en un barco mercante del cual ignoraba nombre y destino.

Durante varios años vagó por medio mundo razonablemente satisfecho de su nueva vida; y es que, en medio de un ambiente tan tosco como en el que ahora se movía, no es decir que llamara la atención, eso no, pero cuanto menos no desentonaba demasiado... Y ya era algo.

No obstante, seguía sin estar satisfecho. Así que, tras una noche de borrachera, decidió no volver al barco marcando así una nueva etapa en su vida. Quiso el azar que se encontrara en Port Moresby, la capital de Nueva Guinea, al igual que podría haberle ocurrido en Valparaíso, Ciudad del Cabo o Shangai... Que estas son las ventajas de todo aquél que obra sin pensar frente a los que, por el contrario, meditan antes de adoptar cualquier decisión.

Port Moresby no era el mejor lugar del mundo, pero tampoco necesariamente el peor... Y contaba además con una nutrida población indígena, muy poco moldeada todavía por la cultura occidental, ante la que Juan podría lucirse mucho más de lo que consiguiera frente a sus antiguos compañeros. Estaba satisfecho, sí, pero...

Su siguiente arrebato le llevó al interior de la isla en busca de indígenas sin civilizar ante los que pudiera destacar todavía más, ya que los aculturados papúes de la costa todavía se le antojaban demasiado sofisticados para su reducido intelecto. Partió, pues, hacia las remotas y casi inexploradas comarcas cubiertas de selvas vírgenes entrando finalmente en contacto con una tribu primitiva que le acogió dispensándole honores divinos.

Había triunfado al fin; lo malo, fue que estos aborígenes resultaron tener un concepto de la divinidad bastante peculiar que a Juan no acabó de convencerle del todo... porque sus fervorosos fieles, impacientes por poder disfrutar de los dones emanados de su benéfica protección, decidieron no esperar a que su nuevo dios falleciera de muerte natural, ayudándole en el gozoso tránsito para poder así rendir culto a sus sagradas reliquias de forma inmediata.

De esta manera, y durante muchos años, el cráneo del infortunado Juan, engarzado en el ápice de un tótem ritual primorosamente labrado, fue objeto de piadosa veneración por parte de sus adoradores, llegados incluso desde remotas tierras al reclamo de su bien merecida fama de santidad. Era para estar orgulloso de su triunfo, como todavía lo fue más que, tiempo después y merced a los buenos oficios de una prestigiosa expedición científica, el citado tótem, con la calavera divina incluida, pasara a ocupar un lugar de honor en las vitrinas del Museo Etnográfico de París, uno de los más prestigiosos de todo occidente... porque ya no eran salvajes melanesios los que rendían culto a Juan —a lo que quedaba de él— , sino refinados europeos los que se admiraban ante la gran valía artística del preciado objeto, convertido desde el mismo momento de su llegada en la joya del museo; ciertamente, nadie podría haber esperado más. La pena, es que tal reconocimiento universal le viniera al pobre un poquito —sólo un poquito— tarde.


 

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Necronomicón
Segunda Época. Año 3. N° 6.
Marzo 2005

Editor: Jorge L. De Abreu
UBIK, Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía
http://www.geocities.com/ubikcf/ubik.htm Caracas, Venezuela.

 

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