La gran INVERSIÓN
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"LOS CUADERNOS DE DON RIGOBERTO" 1. CLOROFILA Y BOSTA (parodia del naturalismo) 2. LA REBELIÓN DE LOS CLITORIS (parodia del sexismo, especialmente cierto feminismo) 3. DIATRIBA CONTRA EL DEPORTISTA (de obligada lectura para deportistas) 4. Nl CABALLITO DE TOTORA NI TORITO DE PUCARÁ (parodia del patriotismo)
Siento tener que decepcionarlo. Sus apasionadas arengas en favor de la preservación de la Naturaleza y del medio ambiente no me conmueven. Nací, he vivido y moriré en la ciudad (en la fea ciudad de Lima, si se trata de buscar agravantes) y alejarme de la urbe, aun cuando sea por un fin de semana, es una servidumbre a la que me someto a veces por obligación familiar o razón de trabajo, pero siempre con disgusto. No me incluya entre esos mesócratas cuya más cara aspiración es comprarse una casita en una playa del Sur para pasar allí veranos y fines de semana en obscena promiscuidad con la arena, el agua salada y las barrigas cerveceras de otros mesócratas idénticos a ellos. Este espectáculo dominguero de familias fraternizando en un exhibicionismo bien pensant a la vera del mar es para mí uno de los más deprimentes que ofrece, en el innoble escalafón de lo gregario, este país preindividualista. Entiendo que, a gentes como usted, un paisaje aliñado con vacas paciendo entre olorosas yerbas o cabritas que olisquean algarrobos, les alboroza el corazón y hace experimentar el éxtasis del jovenzuelo que por primera vez contempla una mujer desnuda. En lo que a mí concierne, el destino natural del toro macho es la plaza taurina en otras palabras, vivir para enfrentarse a la capa, la muleta, la vara, la banderilla y el estoque y a las estúpidas bovinas sólo quisiera verlas descuartizadas y cocidas a la parrilla, con aderezo cíe especies ardientes y sangrando ante mí, cercadas por crujientes papas fritas y frescas ensaladas, y a las cabritas, trituradas, deshilachadas, fritas o adobadas, según las recetas del seco norteño, uno de mis favoritos entre los platos que ofrece la brutal gastronomía criolla. Sé que ofendo sus más caras creencias, pues no ignoro que usted y los suyos -¡otra conspiración colectivista!- están convencidos, o van camino de estarlo, de que los animales tienen derechos y acaso alma, todos, sin excluir al anófeles palúdico, la hiena carroñera, la sibilante cobra y la piraña voraz. Yo confieso paladinamente que para mí los animales tienen un interés comestible, decorativo y acaso deportivo (aunque le precisaré que el amor a los caballos me produce tanto desagrado como el vegetarianismo y que tengo a los caballistas de testículos enanizados por la fricción de la montura por un tipo particularmente lúgubre del castrado humano). Aunque respeto, a la distancia, a quienes les asignan funcionalidad erótica, a mí, personalmente, no me seduce (más bien, me hace olfatear malos olores y presumir variadas incomodidades físicas) la idea de copular con una gallina, una pata, una mona, una yegua o cualquier variante animal con orificios, y albergo la enervante sospecha de que quienes se gratifican con esas gimnasias son, en el tuétano no lo tome usted como algo personal ecologistas en estado salvaje, conservacionistas que se ignoran, muy capaces, en el futuro, de ir a apandillarse con Brigitte Bardot (a la que también amé de joven, por lo demás> para obrar por la supervivencia de las focas. Aunque, alguna vez, he tenido fantasías desasosegadoras con la imagen de una hermosa mujer desnuda retozando en un lecho espolvoreado de micifuces, saber que en los Estados Unidos hay sesenta y tres millones de gatos y cincuenta y cuatro millones de perros domésticos me alarma más que el enjambre de armas atómicas almacenadas en media docena de países de la ex-Unión Soviética. Si así pienso de esos cuadrúpedos y pajarracos, ya puede usted imaginar los humores que despiertan en mí sus susurrantes árboles, espesos bosques, deleitosas frondas, ríos cantores, hondas quebradas, cumbres cristalinas, similares y anejos. Todas esas materias primas tienen para mi sentido y justificación si pasan por el tamiz de la civilización urbana, es decir, si las manufactura y transmuta -no me importa que digamos irrealiza, pero preferiría la desprestigiada fórmula las humaniza- el libro, el cuadro, el cine o la televisión. Para entendernos, daría mi vida (algo que no debe ser tomado a la letra pues es un decir obviamente hiperbólico) por salvar los álamos que empinan su alta copa en El Polifemo y los almendros que encanecen Las Soledades de Góngora y por 105 sauces llorones de las églogas de Garcilaso o los girasoles y trigales que destilan su miel áurea en los Van Gogh, pero no derramaría una lágrima en loor de los pinares devastados por los incendios de la estación veraniega y no me temblaría la mano al firmar el decreto de amnistía en favor de los incendiarios que carbonizan bosques andinos, siberianos o alpinos. La Naturaleza no pasada por el arte o la literatura, la Naturaleza al natural, llena de moscas, zancudos, barro, ratas y cucarachas, es incompatible con placeres refinados, como la higiene corporal y la elegancia indumentaria. Para ser breve, resumiré mi pensamiento -mis fobias, en todo caso- explicándole que si eso que usted llama «peste urbana» avanzara incontenible y se tragara todas las praderas del mundo y el globo terráqueo se recubriera de una erupción de rascacielos, puentes metálicos, calles asfaltadas, lagos y parques artificiales, plazas pétreas y parkings subterráneos, y el planeta entero se encasquetara de cemento armado y vigas de acero y fuera una sola ciudad esférica e interminable (eso sí, repleta de librerías, galerías, bibliotecas, restaurantes, museos y cafés) el suscrito, homo urbanus hasta la consumación de sus huesos, lo aprobaría. Por las razones susodichas, no contribuiré con un solo centavo a los fondos de la Asociación Clorofila y Bosta que usted preside y haré cuanto esté a mi alcance (muy poco, tranquilícese), para que sus fines no se cumplan y a su bucólica filosofía la arrolle ese objeto emblemático de la cultura que usted odia y yo venero: el camión.
Entiendo, señora, que la variante feminista que usted representa ha declarado la guerra de los sexos y que la filosofía de su movimiento se sustenta en la convicción de que el clítoris es moral, física, cultural y eróticamente superior al pene, y, los ovarios, de más noble idiosincrasia que los testículos. Le concedo que sus tesis son defendibles. No pretendo oponerles la menor objeción. Mis simpatías por el feminismo son profundas, aunque subordinadas a mi amor por la libertad individual y los derechos humanos, lo que las enmarca dentro de unos límites que debo precisar a fin de que lo que le diga después tenga sentido. Generalizando, y para empezar por lo más obvio, afirmaré que estoy por la eliminación de todo obstáculo legal a que la mujer acceda a las mismas responsabilidades del varón y en favor del combate intelectual y moral contra los prejuicios en que se apoya el recorte de los derechos de las mujeres, dentro de los cuales, me apresuro a añadir, el más importante me parece, igual que en lo concerniente a los varones, no el derecho al trabajo, a la educación, a la salud, etcétera, sino el derecho al placer, en lo que, estoy seguro, asoma nuestra primera discrepancia. Pero la principal y, me temo, irreversible, la que abre un insalvable abismo entre usted y yo -o, para movernos en el dominio de la neutralidad científica, entre mi falo y su vagina- radica en que, desde mi punto de vista, el feminismo es una categoría conceptual colectivista, es decir, un sofisma, pues pretende encerrar dentro de un concepto genérico homogéneo a una vasta colectividad de individualidades heterogéneas, en las que diferencias y disparidades son por lo menos tan importantes (seguramente más) que el denominador común clitórico y ovárico. Quiero decir, sin la menor pirueta cínica, que estar dotado de falo o clítoris (artefactos de frontera dudosa, como le probaré a continuación) me parece menos importante para diferenciar a un ser de otro, que todo el resto de atributos (vicios, virtudes o taras) específicos a cada individuo. Olvidarlo, ha motivado que las ideologías crearan formas de opresión igualadora generalmente peores que aquellos despotismos contra los que pretendían insurgir. Me temo que el feminismo, en la variante que usted patrocina, vaya por ese camino caso de que triunfen sus tesis, lo cual, desde el punto de vista de la condición de la mujer no significaría otra cosa, en vulgar, que cambiar mocos por babas. Estas son para mí consideraciones de principio moral y estético, que usted no tiene por qué compartir. Por fortuna, tengo también a la ciencia de mi parte. Lo comprobará si echa una ojeada, por ejemplo, a los trabajos de la profesora de Genética y Ciencia Médica de la Universidad de Brown, doctora Anne Fausto-Sterling, quien, desde hace bastantes años se desgañita demostrando, ante la muchedumbre idiotizada por las convenciones y los mitos y ciega ante la verdad, que los sexos humanos no son los dos que nos han hecho creer -femenino y masculino- sino, por lo menos, cinco, y, tal vez, más. Aunque yo objeto por razones fonéticas los nombres elegidos por la doctora Fausto-Sterling (herms, merms y ferms) para las tres variedades intermedias entre lo masculino y femenino detectadas por la biología, la genética y la sexología, saludo en sus investigaciones y en las de científicos como ella a unos poderosos aliados de quienes, tal cual este cobarde escriba, creemos que la división maniquea de la humanidad entre hombres y mujeres es una ilusión colectivista, cuajada de conjuras contra la soberanía individual -y por ende contra la libertad-, y una falsedad científica entronizada por el tradicional empeño de los Estados, las religiones y los sistemas legales en mantener ese sistema dualista, en contra de una Naturaleza que lo desmiente a cada paso. La imaginación de la libérrima mitología helénica lo sabía muy bien, cuando patentó a esa hechura combinada de Hermes y Afrodita, el Hermafrodita adolescente, que, al enamorarse de una ninfa, fundió su cuerpo con el de ella, volviéndose desde entonces hombre-mujer o mujer-hombre (cada una de estas fórmulas, la doctora Fausto-Sterling dixit, representa un matiz distinto de coalición en un solo individuo de gónadas, hormonas, composición de cromosomas y, por lo mismo, origina sexos distintos a lo que conocemos por hombre y mujer, a saber los cacofónicos y yerbosos herms, merms y ferms. Lo importante es saber que esto no es mitología sino realidad restallante, pues, antes y después del Hermafrodita griego, han nacido esos seres intermedios (ni varones ni hembras en la concepción usual del término) condenados por la estupidez, la ignorancia, el fanatismo y los prejuicios, a vivir en el disfraz, o, si eran descubiertos, a ser quemados, ahorcados, exorcizados como engendros del demonio, y, en la era moderna, a ser «normalizados» desde la cuna mediante la cirugía y la manipulación genética de una ciencia al servicio de esa falaz nomenclatura que sólo acepta lo masculino y lo femenino y arroja fuera de la normalidad, a los infiernos de la anomalía, monstruosidad o extravagancia física, a esos delicados héroes intersexuales -toda mi simpatía está con ellos- dotados de testículos y ovarios, clítoris como penes o penes como clítoris, uretras y vaginas y que, a veces, disparan espermatozoides y a la vez menstrúan. Para su conocimiento, estos casos raros no son tan raros; el doctor John Money, de la Universidad de John Hopkins, estima que los intersexuales son un cuatro por ciento de los homínidos que nacen (sume y verá que, solos, poblarían un continente). La existencia de esta populosa humanidad científicamente establecida (de la que me he enterado leyendo esos trabajos que, para mí, tienen un interés sobre todo erótico), al margen de la normalidad y por cuya liberación, reconocimiento y aceptación lucho también a mi fútil manera (quiero decir, desde mi solitaria esquina de libertario hedonista, amante del arte y los placeres del cuerpo, aherrojado tras el anodino ganapán de gerente de una compañía de seguros) fulmina a quienes, como usted, se empeñan en separar a la humanidad en compartimentos estancos en razón del sexo: falos aquí, clítoris del otro lado, vaginas a la derecha, escrotos a la izquierda. Ese esquematismo gregario no corresponde a la verdad. También en lo referente al sexo los humanos representamos un abanico de variantes, familias, excepciones, originalidades y matices. Para aprisionar la realidad última e intransferible de lo humano, en este dominio, como en todos los otros, hay que renunciar al rebaño, a la visión tumultuaria, y replegarse en lo individual. Resumiendo, le diré que todo movimiento que pretenda trascender (o relegar a segundo plano) el combate por la soberanía individual, anteponiéndole los intereses de un colectivo -clase, raza, género, nación, sexo, etnia, iglesia, vicio o profesión- me parece una conjura para embridar aún más la maltratada libertad humana. Esa libertad sólo alcanza su sentido pleno en la esfera del individuo, patria cálida e indivisible que encarnamos usted con su clítoris beligerante y yo con mi falo encubierto (llevo prepucio y también lo lleva mi hijito Alfonso y estoy contra la circuncisión religiosa de los recién nacidos -no de la elegida por seres con uso de razón- por las mismas razones que condeno la ablación del clítoris y de los labios superiores vaginales que practican muchos islamistas africanos) y deberíamos defenderla, ante todo, contra la pretensión de quienes quisieran disolvernos en esos conglomerados amorfos y castradores que manipulan los hambrientos de poder. Todo parece indicar que usted y sus seguidoras forman parte de esa grey y, por lo tanto, es mi deber participarle mi antagonismo y hostilidad a través de esta carta, que, por lo demás, tampoco pienso llevar al correo. Para levantar algo la seriedad funeral de mi misiva y terminarla con una sonrisa, me animo a referirle el caso del pragmático andrógino Emma (¿debería, tal vez, decir andrógina?) que refiere el urólogo Hugh Young (asimismo de John Hopkins) que la/lo trato. Emma fue educada como niña, pese a tener un clítoris del tamaño de un pene, y una hospitalaria vagina, lo que le permitía celebrar intercambios sexuales con mujeres y hombres. De soltera, los tuvo sobre todo con muchachas, oficiando ella de hombre. Luego, casó con un varón e hizo el amor como mujer, sin que ese rol, empero, la deleitara tanto como el otro; por eso, tuvo amantes mujeres a las que horadaba alegremente con su virilizado clítoris. Consultado por ella, el doctor Young le explicó que sería muy fácil intervenirla quirúrgicamente y convertirla sólo en hombre, ya que ésa parecía su preferencia. La respuesta de Emma vale bibliotecas sobre la estrechez del humano universo: «¿Tendría usted que quitarme la vagina, no, doctor? No creo que me convenga, pues ella me da de comer. Si me opera, tendría que separarme de mi esposo y buscar trabajo. Para eso, prefiero seguir como estoy». Cita la historia la doctora Anne Fausto-Sterling en Myths of Gender: Biological Theories about Women and Men, libro que le recomiendo. Abur y polvos, amiga.
Entiendo que usted corre tabla hawaiana en las encrespadas olas del Pacífico en el verano, en los inviernos se desliza en esquí por las pistas chilenas de Portillo y las argentinas de Bariloche (ya que los Andes peruanos no permiten esas rosqueterias), su-da todas las mañanas en el gimnasio haciendo aeróbicos, o corriendo en pistas de atletismo, o por parques y calles, ceñido en un buzo térmico que le frunce el culo y la barriga como los corsés de antaño asfixiaban a nuestras abuelas, y no se pierde partido de la selección nacional, ni el clásico Alianza Lima ver-sus Universitario de Deportes, ni campeonato de boxeo por el título sudamericano, latinoamericano, estadounidense, europeo o mundial, ocasiones en que, atornillado frente a la pantalla del televisor y amenizando el espectáculo con tragos de cerveza, cubalibres o whisky a las rocas, se desgañita, congestiona, aúlla, gesticula o deprime con las victorias o fracasos de sus ídolos, como corresponde al hincha antonomásico. Razones sobradas, señor, para que yo confirme mis peores sospechas sobre el mundo en que vivimos y lo tenga a usted por un descerebrado, cacaseno y subnormal. (Uso la primera y la tercera expresión como metáforas; la del medio, en sentido literal.) Sí, efectivamente, en su atrofiado intelecto se ha hecho la luz: tengo a la práctica de los deportes en general, y al culto de la práctica de los deportes en particular, por formas extremas de la imbecilidad que acercan al ser humano al carnero, las ocas y la hormiga, tres instancias agravadas del gregarismo animal. Calme usted sus ansias cachascanistas de triturarme, y escuche, ya hablaremos de los griegos y del hipócrita mens sana in corpore sano dentro de un momento. Antes, debo decirle que los únicos deportes a los que exonero de la picota son los de mesa (excluido el ping-pong) y de cama (incluida, por supuesto, la masturbación). A los otros, la cultura contemporánea los ha convertido en obstáculos para el desenvolvimiento del espíritu, la sensibilidad y la imaginación (y, por tanto, del placer). Pero, sobre todo, de la conciencia y la libertad individual. Nada ha contribuido tanto en este tiempo, más aún que las ideologías y religiones, a promover el despreciable hombre-masa, el robot de condicionados reflejos, a la resurrección de la cultura del primate de tatuaje y taparrabos emboscados detrás de la fachada de la modernidad, como la divinización de los ejercicios y juegos físicos operada por la sociedad de nuestros días. Ahora, podemos hablar de los griegos, para que no me joda más con Platón y Aristóteles. Pero, le prevengo, el espectáculo de los efebos atenienses untándose de unguentos en el Gymnasium antes de medir su destreza física, o lanzando el disco y la jabalina bajo el purísimo azul del cielo egeo, no vendrá en su ayuda sino a hundirlo más en la ignominia, bobalicón de músculos endurecidos a expensas de su caudal de de testosterona y desplome de su IQ. Sólo los pelotazos del fútbol o los puñetazos del boxeo o las ruedas autistas del ciclismo y la prematura demencia senil (¿además de la merma sexual, incontinencia e impotencia?) que ellos suelen provocar, explica la pretensión de establecer una línea de continuidad entre los entunicados fedros de Platón frotándose de resinas después de sus sensuales y filosóficas demostraciones físicas, y las hordas beodas que rugen en las tribunas de los estadios modernos (antes de incendiarlas) en los partidos de fútbol contemporáneos, donde veintidós payasos desindividualizados por uniformes de colorines, agitándose en el rectángulo de césped detrás de una pelota, sirven de pretexto para exhibicionismos de irracionalidad colectiva. El deporte, cuando Platón, era un medio, no un fin, como ha tornado a ser en estos tiempos municipalizados de la vida. Servía para enriquecer el placer de los humanos (el masculino, pues las mujeres no lo practicaban), estimulándolo y prolongándolo con la representación de un cuerpo hermoso, tenso, desgrasado, proporcionado y armonioso, e incitándolo con la calistenia pre-erótica de unos movimientos, posturas, roces, exhibiciones corporales, ejercicios, danzas, tocamientos, que inflamaban los deseos hasta catapultar a participantes y espectadores en el acoplamiento. Que éstos fueran eminentemente homosexuales no añade ni quita coma a mi argumentación, como tampoco que, en el dominio del sexo, el suscrito sea aburridamente ortodoxo y sólo ame a las mujeres -por lo demás, a una sola mujer-, totalmente inapetente para la pederastia activa o pasiva. Entiéndame, no objeto nada de lo que hacen los gays. Celebro que la pasen bien y los apuntalo en sus campañas contra las leyes que los discriminan. No puedo acompañarlos más allá, por una cuestión práctica. Nada relativo al quevedesco «ojo del culo» me divierte. La Naturaleza, o Dios, si existe y pierde su tiempo en estas cosas, ha hecho de ese secreto ojal el orificio más sensible de todos los que me horadan. El supositorio lo hiere y el vitoque de la lavativa lo ensangrienta (me lo introdujeron una vez, en período de constipación empecinada, y fue terrible) de modo que la idea de que haya bípedos a los que entretenga alojar allí un cilindro viril me produce una espantada admiración. Estoy seguro de que, en mi caso, además de alaridos, experimentaría un verdadero cataclismo psicosomático con la inserción, en el delicado conducto de marras, de una verga viva, aun siendo ésta de pigmeo. El único puñete que he dado en mi vida lo encajó un médico que, sin prevenirme y con el pretexto de averiguar si tenía apendicitis, intentó sobre mi persona una tortura camuflada con la etiqueta científica de «tacto rectal». Pese a ello, estoy teóricamente a favor de que los seres humanos hagan el amor al derecho o al revés, solos o por parejas o en promiscuos contubernios colectivos (ajjjj), de que los hombres copulen con hombres y las mujeres con mujeres y ambos con patos, perros, sandias, plátanos o melones y todas las asquerosidades imaginables si las hacen de común acuerdo y en pos del placer, no de la reproducción, accidente del sexo al que cabe resignarse como a un mal menor, pero de ninguna manera santificar como justificación de la fiesta carnal (esta imbecilidad de la Iglesia me exaspera tanto como un match de básquet). Retomando el hilo perdido, aquella imagen de los vejetes helenos, sabios filósofos, augustos legisladores, aguerridos generales o sumos sacerdotes yendo a los gimnasios a desentumecer su líbido con la visión de los jóvenes discóbolos, luchadores, marathonistas o jabalinistas, me conmueve. Ese género de deporte, celestino del deseo, lo condono y no vacilaría en practicarlo, si mi salud, edad, sentido del ridículo y disponibilidad horaria, lo permitieran. Hay otro caso, más remoto todavía para el ámbito cultural nuestro (no sé por qué lo incluyo a usted en esa confraternidad, ya que a fuerza de patadones y cabezazos futboleros, sudores ciclísticos o contrasuelazos de karateca se ha excluido de ella) en que el deporte tiene también cierta disculpa. Cuando, practicándolo, el ser humano trasciende su condición animal, toca lo sagrado y se eleva a un plano de intensa espiritualidad. Si se empeña en que usemos la arriesgada palabra «mística», sea. Obviamente, esos casos, ya muy raros, de los que es exótica reminiscencia el sacrificado luchador de sumo japonés, cebado desde niño con una feroz sopa vegetariana que lo elefantiza y condena a morir con el corazón reventado antes de los cuarenta y a pasarse la vida tratando de no ser expulsado por otra montaña de carne como él fuera del pequeño círculo mágico en el que está confinada su vida, son inasimilables a los de esos ídolos de pacotilla que la sociedad posindustrial llama «mártires del deporte». ¿Dónde está el heroísmo en hacerse mazamorra al volante de un bólido con motores que hacen el trabajo por el humano o en retroceder de ser pensante a débil mental de sesos y testículos apachurrados por la práctica de atajar o meter goles a destajo, para que unas muchedumbres insanas se desexualicen con eyaculaciones de egolatría colectivista a cada tanto marcado? Al hombre actual, los ejercicios y competencias físicas llamadas deportes, no lo acercan a lo sagrado y religioso, lo apartan del espíritu y lo embrutecen, saciando sus instintos más innobles: la vocación tribal, el machismo, la voluntad de dominio, la disolución del yo individual en lo amorfo gregario. No conozco mentira más abyecta que la expresión con que se alecciona a los niños: «Mente sana en cuerpo sano». ¿Quién ha dicho que una mente sana es un ideal deseable? «Sana» quiere decir, en este caso, tonta, convencional, sin imaginación y sin malicia, adocenada por los estereotipos de la moral establecida y la religión oficial. ¿Mente «sana», eso? Mente conformista, de beata, de notario, de asegurador, de monaguillo, de virgen y de boyscout. Eso no es salud, es tara. Una vida mental rica y propia exige curiosidad, malicia, fantasía y deseos insatisfechos, es decir, una mente «sucia», malos pensamientos, floración de imágenes prohibidas, apetitos que induzcan a explorar lo desconocido y a renovar lo conocido, desacatos sistemáticos a las ideas heredadas, los conocimientos manoseados y los valores en boga. Ahora bien, tampoco es cierto que la práctica de los deportes en nuestra época cree mentes sanas en el sentido banal del término. Ocurre lo contrario, y lo sabes mejor que nadie, tú, que, por ganar los cien metros planos del domingo, meterías arsénico y cianuro en la sopa de tu competidor y te tragarías todos los estupefacientes vegetales, químicos o mágicos que te garanticen la victoria, y corromperías a los árbitros o los chantajearías, urdirías conjuras médicas o legales que descalificaran a tus adversarios, y que vives neurotizado por la fijación en la victoria, el récord, la medalla, el podium, algo que ha hecho de ti, deportista profesional, una bestia mediática, un antisocial, un nervioso, un histérico, un psicópata, en el polo opuesto de ese ser sociable, generoso, altruista, «sano», al que quiere aludir el imbécil que se atreve todavía a emplear la expresión «espíritu deportivo» en el sentido de noble atleta cargado de virtudes civiles, cuando lo que se agazapa tras ella es un asesino potencial dispuesto a exterminar árbitros, achicharrar a todos los fanáticos del otro equipo, devastar los estadios y ciudades que los albergan y provocar el apocalíptico final, ni siquiera por el elevado propósito artístico que presidió el incendio de Roma por el poeta Nerón, sino para que su Club cargue una copa de plata o ver a sus once ídolos subidos en un de falso podio, flamantes de ridículo en sus calzones y camisetas rayadas, las manos en el pecho y los ojos encandilados ¡cantando un himno nacional!
Entiendo que el espectáculo de la bandera flameando al viento le produce palpitaciones, y, la música y la letra del himno nacional, ese cosquilleo en las venas y retracción y erizamiento de los vellos que llaman emoción. La palabra patria (que usted escribe siempre con mayúsculas) no la asocia con los versos irreverentes del joven Pablo Neruda
ni con la mortífera sentencia del Doctor Johnson (Patriotism is the last refuge of a scoundrel: El patriotismo es el último refugio del canalla.) sino con heroicas cargas de caballería, espadas que se incrustan en pechos de uniformes enemigos, toques de clarín, disparos y cañonazos que no son los de las botellas de champaña. Usted pertenece, según todas las apariencias, al conglomerado de machos y hembras que miran con respeto las estatuas de esos prohombres que adornan las plazas públicas y deploran que las caguen las palomas, y es capaz de madrugar y esperar horas para no perderse un buen sitio en el Campo de Marte en el desfile de los soldados los días de efemérides, espectáculo que le suscita apreciaciones en las que chisporrotean las palabras marcial, patriótico y viril. Señor, señora: en usted hay agazapada una fiera rabiosa que constituye un peligro para la humanidad. Usted es un lastre viviente que arrastra la civilización desde los tiempos del caníbal tatuado, perforado y de estuche fálico, el mágico prerracional que zapateaba para atraer la lluvia y manducaba el corazón de su adversario a fin de robarle la fuerza. En verdad, detrás de sus arengas y oriflamas en exaltación de ese pedazo de geografía mancillada por hitos y demarcaciones arbitrarias, en las que usted ve personificada una forma superior de la historia y de la metafísica social, no hay otra cosa que el astuto aggiornamiento del antiquísimo miedo primitivo a independizarse de la tribu, a dejar de ser masa, parte, y convertirse en individuo, añoranza de aquel antecesor para el que el mundo comenzaba y terminaba dentro de los confines de lo conocido, el claro del bosque, la caverna oscura, la meseta empinada, ese enclave pequeñito donde compartir la lengua, la magia, la confusión, los usos, y, sobre todo, la ignorancia y los miedos de su grupo, le daba valor y lo hacía sentirse protegido contra el trueno, el rayo, la fiera y las otras tribus del planeta. Aunque, desde aquellos remotos tiempos, hayan transcurrido siglos y se crea usted, porque lleva saco y corbata o falda tubo y se hace liftings en Miami, muy superior a ese ancestro de taparrabos de corteza de tronco y labio y nariz de colgantes prendedores, usted es él y ella es usted. El cordón umbilical que los enlaza a través de las centurias se llama pavor a lo desconocido, odio a lo distinto, rechazo a la aventura, pánico a la libertad y a la responsabilidad de inventarse cada día, vocación de servidumbre a la rutina, a lo gregario, rechazo a descolectivizarse para no tener que afrontar el desafío cotidiano que es la soberanía individual. En aquellos tiempos, el indefenso comedor de carne humana, sumido en una ignorancia metafísica y física ante lo que ocurría y lo rodeaba, tenía cierta justificación de negarse a ser independiente, creativo y libre; en éstos, en que se sabe ya todo lo que hace falta saber y algo más, no hay razón valedera para empeñarse en ser un esclavo y un irracional. Este juicio le parecerá severo, extremado, ante lo que para usted no es sino un virtuoso e idealista sentimiento de solidaridad y amor con el terruño y los recuerdos («la tierra y los muertos», según el antropoide francés señor Maurice Barrés), ese marco de referencias ambientales y culturales sin el cual un ser humano se siente vacío. Yo le aseguro que ésa es una cara de la moneda patriótica; la otra, el revés de la exaltación de lo propio, es la denigración de lo ajeno, la voluntad de humillar y derrotar a los demás, a los que son diferentes de usted porque tienen otro color de piel, otra lengua, otro dios y hasta otra indumentaria y otra dieta. El patriotismo, que, en realidad, parece una forma benevolente del nacionalismo pues la «patría» parece ser mas antigua, congenita y respetable que la «nación», ridículo artilugio político-administrativo manufacturado por estadistas ávidos de poder e intelectuales en pos de un amo, es decir de mecenas, es decir de tetas prebendarias que succionar, es una peligrosa pero efectiva coartada para las guerras que han diezmado el planeta no sé cuántas veces, para las pulsiones despóticas que han consagrado el dominio del fuerte sobre el débil y una cortina de humo igualitarista cuyas deletéreas nubes indiferencian a los seres humanos y los clonizan, imponiéndoles, como esencial e irremediable, el más accidental de los denominadores comunes: el lugar de nacimiento. Detrás del patriotismo y del nacionalismo llamea siempre la maligna ficción colectivista de la identidad, alambrada ontológica que pretende aglutinar, en fraternidad irredimible e inconfundible, a los «peruanos », los «españoles», los «franceses», los «chinos», etc. Usted y yo sabemos que esas categorías son otras tantas abyectas mentiras que echan un manto de olvido sobre diversidades e incompatibilidades múltiples y pretenden abolir siglos de historia y retroceder a la civilización a esos bárbaros tiempos anteriores a la creación de la individualidad, vale decir de la racionalidad y la libertad: tres cosas inseparables, entérese. Por eso, cuando alguien dice, a mi alrededor, «el chino», «el negro», «los peruanos», «los franceses», «las mujeres» o cualquier expresión equivalente con pretensiones de definir a un ser humano por su pertenencia a un colectivo de cualquier orden y no como una circunstancia desechable, tengo ganas de sacar el revólver y -pum pum- disparar. (Se trata de una figura poética, por supuesto; nunca he tenido un arma de fuego en la mano ni la tendré y no he efectuado otros disparos que los seminales, que, a ellos sí, reivindico con orgullo patriótico.) Mi individualismo no me lleva, claro está, a hacer el elogio del soliloquio sexual como la forma más perfecta del placer; en este campo, me inclino por los diálogos de a dos o, máximo, de a tres, y, por supuesto, me declaro encarnizado enemigo del promiscuo partouze, que es, en el espacio de la cama y el fornicio, el equivalente del colectivismo político y social. A menos de que el monólogo sexual se practique en compañía -en cuyo caso se vuelve barroquísimo diálogo-, como se ilustra en esa pequeña acuarela y carboncillo de Picasso (1902/1903) con la que usted puede recrearse en el Museo Picasso de Barcelona, en la que el Sr. D. Ángel Fernández de Soto, vestido y fumando la pipa, y su distinguida esposa, desnuda pero con medias y zapatos, tomando una copa de champaña y sentada en las rodillas de su cónyuge, se masturban recíprocamente, cuadro que, dicho sea de paso, sin ánimo de ofender a nadie (y, menos que nadie, a Picasso) considero superior al Guernica y Les demoiselles d'Avignon. (Si le parece que esta carta empieza a dar muestras de incoherencia, recuerde al Monsieur Teste, de Valéry: «La incoherencia de un discurso depende del que escucha. El espíritu no me parece concebido de manera que pueda ser incoherente consigo mismo».) ¿Quiere usted saber de dónde viene toda la hepática descarga antipatriótica de esta carta? De una arenga del Presidente de la República, reseñada por la prensa esta mañana, según la cual, inaugurando la Feria de Artesanía, afirmó que los peruanos tenemos la obligación patriótica de admirar el trabajo de los anónimos artesanos que, hace siglos, modelaron los huacos de Chavín, tejían y pintaban las telas de Paracas o enhebraban los mantos de plumas de Nasca, los queros cusqueños, o los contemporáneos constructores de retablos ayacuchanos, de toritos de Pucará, niños Manuelitos, alfombras de San Pedro de Cajas, caballitos de totora del lago Titicaca y espejitos de Cajamarca, porque -cito al primer mandatario- «la artesanía es el arte popular por antonomasia, la exposición suprema de la creatividad y destreza artística de un pueblo y uno de los grandes símbolos y manifestaciones de la Patria y cada uno de sus objetos no lleva la firma individual de su artesano forjador porque todos ellos llevan la firma de la colectividad, de la nacionalidad». Si es usted varón o hembra de buen gusto -es decir, amante de la precisión-, habrá sonreído ante esta diarrea artesano-patriótica de nuestro Jefe de Estado. En lo que a mí concierne, además de parecerme, como a usted, huera y cursi, me iluminó. Ahora ya sé por qué detesto todas las artesanías del mundo en general, y la de «mi país» (uso la fórmula para que podamos entendernos) en particular. Ahora ya sé por qué en mi casa no ha entrado ni entrará jamás un huaco peruano ni una máscara veneciana ni una matriuska rusa ni una muñequita con trenzas y zuecos holandesa ni un torerito de madera ni una gitanilla bailando flamenco ni un muñeco articulado indonesio, ni un samurai de juguete ni un retablo ayacuchano o un diablo boliviano ni ninguna figura u objeto de greda, madera, porcelana, piedra, tela o miga de pan manufacturado serial, genérica y anónimamente, que usurpe, aunque sea con la hipócrita modestia de autotitularse arte popular, la naturaleza de objeto artístico, algo que es predominio absoluto de la esfera privada, expresión de acérrima individualidad y por lo tanto refutación y rechazo de lo abstracto y lo genérico, de todo lo que, directa o indirectamente, aspire a justificarse en nombre de una pretendida estirpe «social». No hay arte impersonal, señor patriota (y no me hable, por favor; de las catedrales góticas). La artesanía es una manifestación primitiva, amorfa y fetal de lo que algún día -cuando individuos particulares desagregados del todo comiencen a imprimir un sello personal a esos objetos en los que volcarán una intimidad intransferible- podrá tal vez acceder a la categoría artística. Que ella truene, prospere y reine en una «nación» no debería enorgullecer a nadie y menos a los pretendidos patriotas. Porque la prosperidad de la artesanía -esa manifestación de lo genérico- es signo de atraso o regresión, inconsciente voluntad de no avanzar en ese torbellino demoledor de fronteras, de costumbres pintorescas, de color local, de diferencias provinciales y espíritu campaneril, que es la civilización. Ya sé que usted, señora patriota, señor patriota, usted la odia, si no la palabra, el contenido de esa palabra demoledora. Es su derecho. También lo es, mío, amarla y defenderla contra viento y marea, aun a sabiendas de que el combate es difícil y de que puedo hallarme -los signos son múltiples- en el bando de los derrotados. No importa. Esa es la única forma de heroísmo que nos está permitida a los enemigos del heroísmo obligatorio: morir firmando con nombre y apellido propios, tener una muerte personal. Sépalo de una vez por todas y horrorícese: la única patria que reverencio es la cama que holla mi esposa, Lucrecia (Tu luz, alta señora / Venza esta ciega y triste noche mía, fray Luis de León dixit) y, su cuerpo soberbio, la única bandera o enseña patria capaz de arrastrarme a los más temerarios combates, y el único himno que me conturba hasta el sollozo son los ruidos que esa carne amada emite, su voz, su risa, su llanto, sus suspiros, y, por supuesto (tápese los oídos y la nariz) sus hipos, eructos, pedos y estornudos. ¿Puedo o no puedo ser considerado un verdadero patriota, a mi manera?
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GRACIAS, MARIO, POR TU EXQUISITA Y PENETRANTE PLUMA. Fragmentos extraídos de "Los cuadernos de Don Rigoberto". Ed. Alfaguara. 1997. UNA LECTURA ALTAMENTE RECOMENDADA POR LA GRAN INVERSION PARA TODOS LOS TERRICOLAS. |