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La gran INVERSIÓN
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Elogio del ateísmo

Ideas extraídas del libro de Gonzalo Puente Ojea
"Elogio del ateísmo. Los espejos de una ilusión"

 

¿CREE USTED EN DIOS?

La fe en Dios no se adquiere ni se abandona a base de argumentaciones lógicas. Es el resultado de las primeras fases del aprendizaje social, en el hogar familiar y en la escuela. Si al individuo le fuera propuesta la fe en los dogmas ya alcanzada la edad adulta, el gran repertorio mitológico y legendario no tendría posibilidad significativa de recibir adhesión de fe por mentes normalmente constituidas. La inverosimilitud de estas proposiciones y sus enormes contradicciones lógicas, conducirían a su rechazo en la inmensa mayoría de los casos. La fe se adquiere en el seno de una tradición en la infancia de la vida. La fe suele abandonarse posteriormente a través de procesos complejos que requieren una fuerte inversión de esfuerzo intelectual. Esto es bien conocido por las iglesias y por ello obstaculizan por todos los medios la información y el debate intelectual sobre el origen y fundamento racional de sus credos. La sinceridad con uno mismo, inteligencia e información son los principales requerimientos para liberarnos de los grilletes de la fe.

Los credos contienen un número tal de fantasías, ilusiones infantiles e incongruencias que las teologías de las religiones reveladas suelen atribuir la fe al privilegio personal de una gracia o don divino. El niño admite complacientemente una fe tan gratificante que no es probable que esté dispuesto a perderla en el resto de su vida. La persona madura que desconoce las tradiciones juzga la fe como un deseo pueril si no como una broma de mal gusto.

Pasando del plano de la catequesis popular al de la teología "ilustrada", contemplamos que los teólogos con un mínimo de decencia intelectual ya han abandonado toda pretensión de demostrar mediante argumentaciones racionales la existencia de Dios. La noción de Dios es una simple extrapolación hasta el infinito del conjunto de atributos humanos. Esta concepción estalla inevitablemente en una multitud de contradicciones lógicas que arruinan la noción de Dios. Aunque ya se haya dejado de lado la figura antropomórfica (las barbas blancas, etc.), la misma noción de Dios está totalmente impregnada de proyecciones antropomórficas.

El creyente, emplazado a asumir la prueba de sus afirmaciones respecto de la noción de Dios, termina por desistir ante esto eludiendo el reto; pero al mismo tiempo exclama lleno de júbilo que el increyente tampoco puede demostrar su negación. De todas maneras no se puede afirmar que dichas posturas sean similares. El creyente propone un concepto de Dios que sólo es una arbitraria especulación sin ningún tipo de referente existencial, y por ello mismo no la puede probar. Si se actúa de buena fe, nadie puede afirmar algo que se sabe que por definición es inidentificable, para solicitar a continuación que su oponente pruebe que no existe. Un enunciado sólo es refutable cuando recae sobre algo respecto de lo cual resulta en principio posible su negación mediante la constatación de hechos intersubjetivamente observables. Sabemos que no existen mundos de hadas, pero nos es imposible probarlo. Dios y las hadas pertenecen a un universo mental del cual puede decirse lo que se quiera, ya que nada puede refutarse. Incluso en el terreno de lo empírico los juicios negativos de existencia son indemostrables.

¿ES USTED AGNÓSTICO?

El uso del término agnóstico suele referirse a una mera negación. Es agnóstico quien no cree en un dios; es decir, quien no tiene fe religiosa o religión alguna o no se pronuncia sobre estas creencias. Es agnóstico quien vive sin religión. El no del agnóstico no es simple negación, es una posición concreta de contenidos definibles con convicciones o posiciones filosóficas, éticas, sociales y políticas de contornos precisos analizables. La simplificación debida al aparentemente inocente adverbio de negación tiende a arrojar al agnóstico a la situación de quien no tiene frente a quien sí tiene. Pero el agnóstico en realidad sí tiene porque posee una concepción determinada del mundo y del ser humano. La visión del agnóstico entraña una moral y una política asentadas. De este modo, el agnóstico es todo menos un ser mutilado o empobrecido. Es la huida de este mundo hacia otro desconocido y abstracto lo que realmente mutila y empobrece. El agnóstico cree en la utopía del mundo.

La llamada cuestión de Dios no es universal a todo ser humano. No puede afirmarse que todo ser humano, por el hecho de serlo, se sienta interpelado respecto de la existencia de Dios. Si en algún momento en la mente de alguien se presenta de alguna manera la interrogación sobre la existencia de algún Creador o Ser Supremo, entonces se puede adoptar la posición del agnóstico. La posición del agnóstico implica de hecho una actitud negativa, que se traduce en una práctica que descarta fácticamente una respuesta afirmativa. Cuando se le presente la cuestión de Dios, todo ser humano que aspire a integrar sus ideas en un modelo coherente de representación de la realidad no puede quedar indiferente ante la cuestión –si efectivamente esta cuestión se le ha presentado como tal–. Si rechaza, por falta de argumentos convincentes, una respuesta afirmativa, tendrá que asumir las consecuencias para su representación del mundo, pues se trataría, en aquel supuesto, de un factor ineludible para la representación coherente del universo. De facto, ese rechazo equivale a una posición atea. Apunta con sagacidad Gustavo Bueno que esta cuestión, una vez planteada, exige una respuesta en términos dilemáticos. Es decir: o no.

El término agnosticismo en la acepción hoy corriente manifiesta la suspensión de todo juicio sobre la existencia de Dios por falta de pruebas. Sin embargo, quien no conoce algo, no suspende el juicio sobre algo, sino que orienta y concreta operativamente su representación del mundo de un modo totalmente equivalente a como lo haría un ateo. No conocer que exista alguien que llaman Dios no comporta, de hecho, diferencias discernibles respecto de rechazar o negar esa existencia. No es posible fijar una línea fronteriza entre concebir la realidad ignorando esa cuestión, o absteniéndose de entrar a debatirla, y concebirlo a partir de la negación de que Dios exista. En ambos casos la representación del mundo omite el factor Dios. El agnosticismo es un ateísmo práctico. Solamente por pudor en el lenguaje, en el seno de una sociedad que propende a satanizar al ateo como efecto de una inercia histórica y cultural, no se utiliza el término ateísmo.

Los ateos deben mostrar su presencia. El agnosticismo, como afirmación y no como mera negación, debe tener voz propia. La indiferencia o increencia de muchas personas que creen haber superado el estado de inercia de los hábitos religiosos heredados nunca llegará a alcanzar un estatuto definitivo mientras las personas ateas no se organicen, manifiesten públicamente su visión del mundo y denuncien todas las discriminaciones a que son sometidos respecto de las religiones tradicionales, que disponen de todo tipo de privilegios para avasallar a la sociedad. Hay que frenar el poder invasor de la religión, que sólo admite treguas pero nunca renuncias. El drama de los agnósticos, ateos, escépticos, etc. radica en el hecho de que, por su propia lógica carecen de organización y de instancias colectivas que les permitan actuar como poder social y político.

¿HAY ALGO EN NOSOTROS QUE SOBREVIVE A LA MUERTE CORPORAL?

El estado actual de las ciencias resulta incompatible con la creencia en almas o espíritus inmortales como entes separables de los cuerpos mortales. La hipótesis de una dualidad alma-cuerpo, o espíritu-materia, es un residuo de las invenciones más arcaicas y de mayores consecuencias en la historia humana. Aunque la incesante investigación científica sobre las estructuras cerebrales y sistemas neuronales del ser humano, y sobre la cosmología de base fisicomatemática, ha conducido a la explicación radicalmente inmanentista y materialista de la realidad, las especulaciones teológicas de las revelaciones religiosas siguen moviéndose en el espacio de esa dualidad alma-cuerpo, espíritu-materia. Tanto la charlatanería espiritista o esotérica como la verborrea clerical están unidas por hilos invisibles de tácitas complicidades, si bien en posiciones de recíproca tensión en su lucha por monopolizar o controlar la capacidad fabuladora de una cultura del milagro que ambas comparten y explotan sobre el terreno abonado y cultivado por la Iglesia católica durante muchos siglos de dominación, explotación y asesinato. Curas y gurúes se disputan las extensas clientelas de una humanidad que se deja esquilar como un rebaño dócil. Ofrecen ilusorias consolaciones que la inseguridad de un mundo cruel y el pavor ante el hecho de la muerte impulsan a las gentes a abrazar obsesivamente, considerando a quienes cuestionan estas visiones ilusorias como enemigos que hay que aniquilar. La creencia en la existencia del alma incorruptible e inmortal recibe, incluso en sujetos psíquicamente equilibrados (en su conducta cotidiana), una adhesión de corte paranoide cuyas más graves consecuencias para la convivencia civil normal son el fanatismo y la intolerancia. La creencia en una vida en un ilusorio más allá hace la mente disponible para la sumisión a los muy reales poderes del más aquí.

No está muy lejana la fecha en la que se desvele científicamente el fenómeno de la conciencia humana y sus anomalías, sin salirse de las estructuras materiales del sistema nervioso. No existen ni almas ni espíritus que se muevan misteriosamente por una realidad transcendente. Sólo hay seres humanos que nacen y mueren en el único mundo que existe, el mundo de aquí.

¿TIENE SENTIDO EL UNIVERSO?

Tratamos la palabra sentido en su acepción metafísica, no en su dimensión lógica. Suele oírse decir que solamente una visión religiosa del universo puede dar sentido al mundo. Esta afirmación comporta dos supuestos arbitrarios: que el universo es un concepto real, y no es un mero término convencional para designar el resultado de un proceso de abstracción a partir de todos los objetos existentes; y que dicho concepto debe albergar un sentido que transcienda los simples hechos.

Si examinamos esta cuestión, veremos que las cosas no tienen por si mismas un sentido además de su mera existencia. Las cosas son lo que hay, sin más. Sólo adquieren sentido a través de la conducta del ser humano. No hay un porqué ni un sentido de las cosas. Así el sentido de cada cosa depende siempre de los esquemas propios de la actividad humana. El sentido de las cosas se alcanza a través de la utilización por el ser humano como medios para la consecución de fines, en función de sus intereses personales, pero no especulando desde un supuesto horizonte religioso o metafísico que sostuviera a los objetos como la gran matriz creadora del universo. Es el ser humano el que otorga sentido a las cosas. Las cosas, por si mismas, pueden desempeñar funciones, pero no tienen sentido.

Resulta evidente que el universo no es un objeto que funcione como medio o como fin dentro de una acción humana. Por tanto el ser humano no puede otorgarle sentido. Hablar de sentido del universo es un error en el contexto de la realidad empírica, pues es un lenguaje que emplea términos que no denotan objetos de experiencia. Ningún hecho de experiencia probará la falsedad del discurso religioso o metafísico, porque este se compone de enunciados respecto de los cuales no cabe imaginar un situación empírica que los contradiga. Una proposición sólo tiene pertinencia científica si es refutable mediante datos empíricos. Decir que Dios existe y que otorgó sentido al universo es un discurso teológico sin conocimiento de ningún valor. Es una afirmación subjetiva. De Dios puede decirse todo porque no se sabe nada. La hipótesis de un Dios es totalmente inverosímil a la luz de la razón humana, y de la ciencia; aunque los científicos suelan desentenderse de esta cuestión o sucumbir ante el consuelo de la fe. En este contexto, es el ser humano el que otorga sentido a lo que hay, en el proceso de su existencia.

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