La cuenta por el lado chileno era de unos seis o siete muertos y muchos heridos. Esto lo llevó a tomar una dificil decisión. Solicitó a tres voluntarios para una arriesgada misión, deberían atravesar las líneas enemigas y llevar aviso de la situación que estaban viviendo al Coronel Del Canto. Varios se ofrecieron pero sólo serían tres los seleccionados, entre ellos eran: el Sargento Manuel Jesús Silva y los Soldados Olguín y Otárola.
Pérez Canto y Carrera Pinto encabezarían el grupo de veinte hombres, los cuales abrirían paso a los tres hombres selecionados. Antes de salir del cuartel, el Teniente se dirigió al Subteniente Montt para decirle que en caso de que él ni Pérez Canto regresaran, debería tomar el mando y defender el cuartel hasta el último. El jefe chileno abrió el portón, tirando bruscamente del pasador y saltó hacia afuera con todos sus hombres detrás.
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Los Subtenientes Montt y Martínez se quedaron mirándolos a través de la abertura del portón, que habían entrecerrado de nuevo, y los vieron correr frenéticamente hacia la esquina del sudoeste. Pero, de súbito, la plaza pareció reventar como una granada. Los techos de las casas y del portal que ocupaban tres de sus costados se coronaron de fogonazos y los hombres de Carrera Pinto comenzaron a caer al suelo, retorciéndose por obra de los proyectiles.
Siguiendo la orden del Subteniente Montt, todos los soldados que miraban desde el cuartel el ataque contra sus compañeros, comenzaron a disparar sin cesar hacia los techos, tratando de esta manera de cubrir la retirada de su teniente y de los demás soldados chilenos.
A pesar de las circunstancias, Carrera Pinto había conseguido llegar con sus hombres hasta la esquina de la plaza donde nacía el camino a Huancayo y luchaba ferozmente para abrir paso, por entre la masa de enemigos allí reunidos, a los tres mensajeros. Finalmente, logró su objetivo y el Sargento y los dos soldados pasaron la primera muralla humana. Pero la situación en que quedaban sus compañeros era insostenible y el Teniente ordenó el repliegue sobre el cuartel, protegido por las balas rasantes que brotaban de éste.
Julio Montt había abierto el portón para facilitarles el reingreso y estaba esperándolos, cuando vio que, a unas veinte varas de distancia, Carrera Pinto caía al suelo. Salió entonces a la plaza con el Cabo Villarroel y, tomándolo de las axilas, lo llevaron en vilo al amparo del cuartel. Una bala le había perforado el hombro izquierdo, pero el Teniente, a pesar de su dolor, insistía en que no se ocuparan de él, sino de la defensa. Fue la soldadera Quinteros la que se encargó de examinarle la herida. Rasgándole la guerrera, le dejó el hombro al descubierto. Era una fea herida la que vieron sus ojos, pero sacó fuerzas de flaqueza y, desgarrando la camisa del oficial, improvisó un tosco vendaje.
En aquel instante, junto al portón se oyó una exclamación horrorizada del Subteniente Montt. Carrera Pinto intentó incorporarse, pero la cantinera se lo impidió y sólo pudo volver su rostro interrogante hacia el espantado Subteniente quien le informó que los indios habían arrojado a tres hombres desnudos y decapitados en medio de la plaza. Se trataba de los mensajeros. Pronto lo comprobaron al ver que tres de los indios danzaban haciendo cabriolas y llevando ensartadas en las puntas de sus lanzas las cabezas del Sargento y los dos Soldados. Sin titubeo Carrera Pinto ordenó tumbar a todos los salvajes hasta que no quedase ninguno vivo.
Los fusiles de todos los sobrevivientes volvieron a escupir metralla sobre los indios que estaban en el centro de la plaza, exterminando a la mayor parte de ellos. El Coronel Juan Gastó, que se había instalado en el piso alto de la casa de los Balladares y observaba la escena, consideró insensata la forma de actuar de sus aliados indios y montoneros, ordenó al corneta a dar el cese de fuego.
Una quietud extraña se posesionó del lugar y los defensores del cuartel, sorprendidos al principio, aprovecharon después para atender a sus heridos y descanzar. La plaza estaba nuevamente vacía. Con la ayuda de Pérez Canto, el Teniente Carrera Pinto se proponía ir a examinar a los heridos, cuando a través del muro de la cocina le llegó un penetrante grito de mujer, seguido por angustiosos gemidos. En el primer instante no supo interpretar aquellas voces, pero al ver aparecer a la cantinera en la puerta de lo cocina, comprendió de golpe lo que estaba ocurriendo, la mujer del Cabo Ortiz estaba con los dolores de parto.
Afuera, en una de las calles que apuntaban a la plaza, vagaba como una sombra Ambrosio Salazar, el sanguinario hacendado que mandaba a los indios de Comas. Su rostro tenía una expresión pérfida cuando clavaba su mirada en la silueta del cuartel chileno. Acababa de tener una violenta discusión con el Coronel Gastó, que insistía en negarle la autorización para que hiciera bajar de la montaña al grueso de sus indios. Y él tenía la certeza de que si no aplastaban pronto a los enemigos, éstos podían ser socorridos al día siguiente. Por otra parte, había advertido que los montoneros comenzaban a dejarse llevar por temores supersticiosos, pues los oyó comentar que los chilenos estaban protegidos por un dios muy poderoso. Además, habían saqueado varias cantinas y estaban embriagándose frenéticamente.
Resolvió entonces actuar por iniciativa propia, sin consultar al Coronel Gastó. Se daba cuenta de que la obscuridad hacía posible acercarse al cuartel enemigo por todos lados. Este estaba ubicado entre la iglesia y su propia residencia; el templo poseía dos torres altas y su casa era de dos pisos. No olvidaba tampoco que en la casona de los Balladares había divisado numerosos tambores con parafina. Todos esos elementos le sugerían el medio más rápido para aplastar de una vez por todas a los chilenos.
En tanto, en el interior del cuartel el drama de la mujer que estaba dando a luz no concluía y sus alaridos de dolor afectaban más a los soldados que los disparos provenientes de afuera. En aquel instante mismo la parturienta profirió un grito más fuerte que los anteriores y luego guardó silencio. Un par de minutos más tarde, se abrió la puerta de la cocina y asomó su rostro la cantinera, para preguntar si había por allí un balde de agua. Al ser consultada por el estado de la mujer, ella respondió que todo había salido bien pues acababa de tener un niño, luego volvió a cerrar la puerta.
Los soldados suspiraron sonoramente, como si todos ellos hubieran participado en aquel trance y gozaran ahora de alivio. Estaban comentando en voz baja el acontecimiento, cuando uno de ellos se llevó la diestra a la frente para secarse una gota que le había caído desde el techo. Nadie pareció hacer caso de su extraña reflexión; sabían que la noche estaba perfectamente despejada. Pero de pronto oyeron un ruido que los hizo pensar en que estaban baldeando el techo de la casa, y fueron entonces varios de ellos los que recibieron gotas sobre sus cuerpos.
Carrera Pinto les ordenó guardar silencio y todos se quedaron escuchando. Entonces si oyeron claramente cómo caían grandes masas líquidas sobre la techumbre. De inmediato le ordenó al Sargento Rosas que saliera al patio para averiguar lo que ocurría, aunque estaba poseído por una pavorosa sospecha. Tan pronto salió el Suboficial, Carrera Pinto se dedicó a caminar lentamente, con la esperanza de atrapar alguna de aquellas enigmáticas gotas. Pronto descubrió un chorrillo que se escurría desde el techo y puso la mano bajo él. Al olérsela, se dió cuenta de que sus temores no estaban errados, los serranos estaban bañando el cuartel con parafina para incendiarlo.
Un coro de roncas maldiciones acogió sus palabras y todos los hombres que aún podían hacerlo se pusieron de pie, dispuestos a abandonar el edificio. Pero su jefe los contuvo y ordenó a la mitad de los hombres a salir al patio a fusilar a los enemigos que debían de estar en las torres de la iglesia o sobre el techo de la casa del otro costado, antes de que pudieran lanzar fuego sobre la parafina.
Unos diez soldados salieron a la carrera a cumplir la orden; cuando el Jefe de la compañía se disponía a imitarlos, fue retenido por un griterio que provenía de la plaza y, pese a los dolores de su herida, se asomó a una ventana. Lo que vio le causó espanto. Una poblada india avanzaba a todo correr, portando centenares de antorchas, era obvio sus intenciones, los iban a quemar vivos. Rápidamente ordenó a sus soldados abrir fuego contra ellos para impedir que se acercasen al cuartel.
Los soldados que restaban saltaron hacia las ventanas y comenzaron a disparar. Allí agotaron la mayor parte de las municiones que les quedaban, pero lograron contener a los indios de la plaza. Sin embargo, de súbito se elevó un fulgor de llamas por un costado de la casa y éste tiñó de rojo la parte frontera. El Sargento Rosas quien se encontraba disparando contra los indios que estaban en la torre había logrado dar muerte a la mayoría de los atacantes, lamentablemente uno de los muertos cayó sobre el techo del cuartel con una antorcha en la mano. El techo entero estaba ardiendo.
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La situación se había tornado dificil para los chilenos y Carrera Pinto sabía que era necesario salir pronto de allí o de lo contrario morirían todos quemados. La hora había llegado de salir del cuartel e ir a refugiarse a la casa del lado la cual había servido de enfermería.
Los heridos fueron arrastrados hasta el pórtico de entrada y aquellos hombres que aún tenían municiones se aprestaron a salir detrás de su teniente.
El grupo, ya de no más de veinte hombres, disparó sus fusiles y cargó a la bayoneta con desesperada locura. Luchaban como posesos, cortando, pinchando, usando los fusiles como mazas. La apariencia de los soldados en aquel escenario infernal, enrojecido por las llamas y sus gritos roncos, llenaron de pavor a los indios, que volvieron a retroceder.
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Carrera Pinto se sintió invadido por una alegría salvaje y decidió perseguirlos hasta el costado opuesto de la plaza, para causarles la mayor mortandad.
Siguendo las órdenes de su teniente, los subtenientes Pérez Canto y Montt se abrieron hacia la derecha a fin de poder apoderarse de la casa vecina y justo cuando Carrera Pinto se aprestaba a agregar algo más, un disparo le cortó la voz en la garganta. Durante un segundo alzo los brazos al cielo, como si fuera a elevarse y luego cayó sobre el polvo hecho un ovillo. Julio Montt corrió a su lado con el propósito de ayudarlo, pero no había nada que se pudiera hacer: estaba muerto.
Por lo demás, no les quedaba tiempo para preocuparse del cuerpo caído. Los infantes del Coronel Gastó habían entrado en acción y se introducían a la plaza disparando nutridamente. La única esperanza de salvación que les quedaba a los sobrevivientes estaba en el pórtico de piedra del cuartel, y a su amparo se acogieron con toda rapidez.
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