Capitulo IV

Capítulo IV

Por fin, el domingo en la mañana, la División de Del Canto se disponía a abandonar Huancayo para iniciar el repliegue hacia el norte. Las tropas estaban formadas en la plaza, rodeando los carros con enfermos y la larga hilera de portadores indios que cargaban las camillas. El Coronel Estanislao del Canto, a caballo, aguardaba en compañía de su Ayudante Galvarino Irarrázval que llegara el Teniente Caupolicán Villota, a quien enviara hacia el sur para traer consigo a tres compañías del Regimiento Santiago y dos del Lautaro, que montaban guardia en las posiciones rezagadas de Pucará y Marcavalle. Pero había transcurrido ya una hora más que la del plazo fijado para que llegaran esas fuerzas y no se les veía aparecer.

Dominado por la impaciencia, el veterano Coronel resolvió, finalmente, no postergar más tiempo la partida de su División y dió la orden de romper la marcha, disponiendo que el Capitán Irarrázaval se quedase en Huancayo con una compañía del Lautaro, para esperar a las fuerzas de la retarguardia.

La columna se había puesto ya en camino, encabezada por el Comandante Alzérreca, cuando en la cuesta del sur se vio asomar a un jinete que se acercaba galopando desenfrenadamente. El Coronel no tardó en reconocerlo. Se trataba del Teniente Villota, que regresaba desde Marcavalle. Sin duda alguna algo le había ocurrido al grueso del Ejército y esto se vió confirmado cuando el Teniente Villota le señaló al Coronel Del Canto que las fuerzas de la retaguardia estaban siendo atacadas por las tropas del General Cáceres las cuales sumaban más de tres mil hombres, mientras que las tropas chilenas apenas alcanzaban a trescientos.

El jefe de la División no perdió tiempo en averiguar mayores detalles. Galopando junto a la columna, fue desprendiendo de ellas a las unidades que consideró indispensables. A su paso, las órdenes iban siendo cumplidas a toda prisa y la columna se disgregaba en la mayor confusión. Con Regimientos Lautaro y Chacabuco junto a los Carabineros de Yungay dirigiendose hacia el sur rumbo a Pucará, era obvio de que no podrían continuar su marcha hacia el norte quizás hasta cuando. Los que estaban en la Concepción tendrían que esperar.

La mayor parte de la División de Del Canto giró sobre sus talones y se encaminó en sentido contrario, al trote los infantes, al galope los jinetes.

Entretanto, más o menos a la misma hora, una procesión religiosa abandonaba, con oraciones y asperjar de incienso, el pueblo de la Concepción y simultáneamente en el pequeño hotel del italiano Muzzio se reunían, con sigilo, cuatro caballeros de edad avanzada y Ambrosio Salazar, el señor feudal que comandaba a los indios de Comas, vestido con traje de montar. La misión era separar a los jefes chilenos de su tropa, para ello los convidarían a almorzar al hotel ese mismo día, a la una de la tarde y justo una hora más tarde comenzaría el ataque de los indios de Comas.

Los cuatro hombres se dirigieron rumbo al cuartel con la intención de extender la invitación. Carrera Pinto observaba a sus cuatro visitantes con una leve sonrisa irónica. Sabía qué feroz intención ocultaban las melifluas frases del tío de los Balladares, y en un momento sintió la tentación de apresarlos y aplicarles un merecido castigo por su hípocresía. Pero primaron en él la soberbia sangre guerrera de su familia y su orgullo de militar. Y a sabiendas de que el convite no era sino parte de una gran emboscada, decidió aceptarlo.

A la una en punto, los tres oficiales hicieron su entrada en el vestíbulo del hotel y fueron recibidos con la mayor gentileza por los cuatro caballeros que habían ido al cuartel en la mañana.

En esos mismos momentos la columna del Coronel Juan Gastó asomaba sobre la ceja del cerro El León y el jefe peruano se detuvo para observar, abajo, el pueblo de la Concepción. Estaba preocupado y giró la cabeza para comprobar si lo seguían todas sus fuerzas, sus quinientos soldados regulares, los mil quinientos montoneros de Cabrera y el pelotón de indios de Comas que había incluido en la columna Ambrosio Salazar. También comprobó que se había cumplido su orden de llevar un cañón de montaña, el cual estaba siendo emplazado en una pequeña meseta que dominaba el pueblo. Esto lo tranquilizó en parte, confiaba en que, al sentir el primer cañonazo y al observar la superioridad de sus atacantes, los chilenos se rendirían de inmediato. Con esta confianza, dio la orden de reanudar la aproximación hasta rodear por completo la hondonada.

El reloj de péndulo del hotel de Muzzio dio la hora y todos los comensales allí reunidos espiaban furtivamente los punteros. Era la una y media de la tarde. Ninguno de ellos ignoraba que se estaban acercando a un momento culminante; pero los anfitriones desconocían que los oficiales chilenos estaban alerta.

Cuando ya iban a ser las dos de la tarde, la tensión nerviosa de los allí reunidos se hizo insoportable. Al viejo Cortés Balladares le temblaban las manos de tal modo, que derramó un poco de vino al llenar la copa de Pérez Canto, que estaba a su lado.

A medida que se aproximaba la hora, los cuatro señores comenzaron a buscar algun pretexto para hacer abandono de la sala. Carrera Pinto se volvió hacia sus subalternos y les ordenó en voz baja pero perentoria que volvieran al cuartel, pretextando de que debían atender el cambio de guardia.

Los señores Salazar y Cortés Balladares quedaron a solas con el Teniente Carrera Pinto. Bastó el doble repique del badajo para que ambos hombres se quedaran rígidos, y, de pronto, procediendo ya sin tino alguno se dispusieron a abandonar la habitación. Fue entonces cuando Carrera Pinto se puso vigorosamente de pie y echó mano a su sable, que mantenía en su cinto y pretendiendo salir en persecución de ellos, les exigió que se detuvieran.

En ese segundo exacto resonó a lo lejos el estruendoso estampido de un cañón. Al dirigirse a la ventana, Carrera Pinto pudo comprobar de que los cerros de los contornos se veían cubiertos de soldados y montoneros, sin mayor demora se encaminó al cuartel.

Al salir a la plaza, pudo formarse una idea de lo que estaba ocurriendo. Sus soldados abandonaban apresuradamente el cuartel y se iban formando ante su pórtico. Sobre el techo un Corneta tocaba la alarma, y en el semicírculo de cerros que envolvía al pueblo se acrecentaba la masa de soldados y montoneros. En el centro de ellos se distinguía un cuadrilátero aislado, en el cual se alineaba un grupo de infantes con uniformes blancos y de jinetes que enarbolaban en sus lanzas banderolas con los colores del Perú.

Carrera Pinto llegó corriendo hasta la formación de sus hombres, a los que encabezaban los Subtenientes Martínez y Pérez Canto, y se dispuso a organizar la defensa. El plan de combate era resistir el ataque dentro del espacio de la plaza, protegiendo las cuatro calles que conducían al cuadrilátero hasta la llegada de la División del Coronel Del Canto. Dió la orden para que los enfermos que pudieran tomar arma se incorporasen a las filas pero antes de que el Subteniente Martínez pudiera llevar a cabo la orden, vió que éstos iban saliendo uno tras otro de la enfermería y, a medio vestir, rengueando o arrastrando sus armas, se iban colocando a la cola de la formación. Sólo faltaba el Subteniente Montt quien continuaba sin poder levantarse pero a los pocos minutos, se vió salir de la enfermería a la débil figura del Subteniente quien sólo venía con el pantalón del uniforme y un capote, que había recogido al pasar. Caminaba apoyandose en un palo, a modo de báculo y se tambaleaba notoriamente. No obstante, al observar la formación, lanzó lejos aquel bastón y trató de correr para ir a integrarse a ella, gritando que no le fueran a quitar el lugar que le correspondía pues todavía podía disparar un fusil. Carrera Pinto lo vió llegar y se sintió conmovido y orgulloso.

El Teniente ya había discurrido la forma de resistir el ataque de los indios y de los montoneros. Rápidamente, ordenó que la tropa se dividiera en tres grupos de veinte, los cuales ocuparon las siguentes posiciones: en la esquina del norte, Pérez Canto con el primer grupo; en la del noroeste, Martínez con otros veinte soldados; en la del sudeste, Montt con otros tantos; y él mismo, al frente de los dieciséis restantes, se dirigió a ocupar la esquina del sudoeste. Se trataría de impedir la entrada del enemigo a la plaza, pero en caso de no poder resistir el choque, se replegarían ordenadamente sobre el cuartel. Sin más demora agregó con el máximo brío: "A sus puestos, carrera mar! Viva Chile!"

Sus setenta y seis subalternos, lanzados a todo escape hacia las posiciones indicadas, le respondieron con un vigoroso "Viva!!"

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Viva Chile!!
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