Mientras tanto, esa misma noche, poco antes del amanecer, en el Cuartel General de Huancayo, el Coronel Estanislao del Canto era despertado abruptamente por uno de sus ayudantes. El oficial condujo al Coronel hasta una de las ventanas de donde pudo contemplar cómo en medio de la plaza ardían, en una enorme pira, la mayor parte de las camillas destinadas a transportar a los heridos y enfermos. Los indios prisioneros, enterados de la cruel medida ordenada por el Coronel de hacerlos marchar atados por los tobillos, cargando a los soldados heridos, los llevó a realizar aquella desesperada acción de rebeldía.
El jefe de bagajes era el único que algo sabía sobre lo sucedido. Los indios estaban atados en parejas, pero alguien, un espía tal vez, se introdujo en la barraca donde estaban encerrados y los liberó. Luego, se escurrieron fuera sin que los centinelas los sintieran, aturdieron a los guardias del almacén donde estaban las camillas, las sacaron en silencio, las amontonaron en la plaza, les prendieron fuego y, por último, se esfumaron como sombras.
El Coronel Del Canto estaba totalmente enfurecido, apenas quedaban doscientos camillas para transportar a más de quinientos hombres inhabilitados y a menos de una hora de iniciar su retirada Huancayo ordenó a sus hombres utilizar cualquier medida para reemplazar las camillas destrozadas pues de una u otra manera deberían iniciar el repliegue del ejército ese mismo día, 8 de julio, a las seis de la mañana.
A las seis y media, los Comandantes de Sanidad y Bagajes volvieron a presentarse ante él. Habían hecho cuanto les era posible por cumplir la orden, pero el material recogido no alcanzaba para improvisar más de cien elementos en los cuales transportar a los enfermos, especialmente en tan corto tiempo.
Justo en ese instante se oyó el lejano son de la corneta de un centinela y, casi enseguida, se vio asomar en lo alto del camino que conducía desde el norte a Huancayo las siluetas de dos jinetes que entraban a todo galope. Aceleradamente se dio la alarma y los soldados se desplegaron en posiciones defensivas, poniéndose en el caso de que esos jinetes fuesen la avanzada de una fuerza mayor. Pronto se descubrió que llevaban mantas indias y los típicos gorros de lana con orejeras de los nativos de la región. Al ver que se identificaban ante los centinelas adelantados, el Coronel comprendió que tenían que ser mensajeros chilenos que venían de Jauja o de la Concepción. Eran el Capitán Andrés Layseca y su ordenanza Pedro Cardemil.
De inmediato el Coronel Del Canto salió al encuentro de los dos jinetes, haciendoles el comentario de que por culpa del incidente que afectó a más de la mitad de las camillas, era casi imposible realizar la movilización de las tropas. La información proporcionada por el Capitán Layseca sólo respaldó dicho comentario agregando que lamentablemente los hospitales de Jauja y Tarma no habían sido desalojados debido al inmenso número de enfermos que en ellos tenían, sin contar de que el camino a Lima estaba copado de montoneros peruanos que sólo dificultaban aún más la situación. La retirada del Ejército chileno sería demorada un día entero, exponiendolos ante la inminencia de un ataque del Ejército peruano. La movilización no podría comenzar hasta el 9 de julio a las 6 de la madrugada.
Por su parte, Carrera Pinto se vio obligado a reconocer que algo tenía que haberle ocurrido a la división de Del Canto para retrasarse de tal modo. La que, por su parte, no podía esperar más era la mujer del Cabo Zeñón Ortiz, quien alrededor del mediodía había comenzado a sufrir los dolores anunciados del parto y éstos se hacían cada vez más frecuentes. De inmediato se mandó en busca del único doctor del pueblo de nacionalidad francesa pero para esto se necesitaba de la ayuda de Rosalina Muzzio y quien mejor que el Subteniente Martínez para realizar dicha petición.
Mientras Martínez se encontraba conversando con su joven amada y justo cuando ésta se disponía a ir en busca del médico, asomó en la puerta del almacén su tía Giovanna quien al enterarse de las circunstancias dió la aprobación para que su sobrina fuera en busca del doctor. Pero cuando la muchacha ya se había marchado y el soldado se disponía a hacer lo mismo, la señora Giovanna lo detuvo de un brazo y le preguntó sobre el paradero del Capitán Andrés Layseca. Al enterarse de que el Capitán Layseca ya no se encontraba en el pueblo sino que en Huancayo, dicha noticia tranquilizó enormemente a la señora y sólo comentó sus deseos de que ojalá ninguno de los demás soldados chilenos que se encontraban en la Concepción se encontrase en el pueblo al día siguente, a la hora de almuerzo. El oficial la observó con curiosa inquietud pero sin poder comprender el verdadero significado de las palabras que la joven señora le había expresado. En vez de aclarar el significado de sus palabras, la señora Giovanna sólo le pidió al oficial que repitiese sus palabras al Teniente Carrera Pinto, a lo mejor él sabría interpretarlas.
Carrera Pinto se quedó hondamente intrigado cuando Martínez le repitió textualmente las palabras de la señorita Muzzio, pero también él no logró llegar a conclusión alguna.
Algunos momentos más tarde se presentó ante él el médico francés. Venía de la enfermería, en donde acababa de examinar a la mujer del Cabo Ortiz. Nada parecía indicar que el alumbramiento fuera a producirse dentro ese día, no quedaba otra cosa que esperar. El doctor sólo agregó: "El nacimiento y la muerte le llegan al ser humano inevitablemente en el instante preciso que el destino ha fijado." Estas palabras quedaron dando vuelta en la mente de Carrera Pinto pero no hizo otra cosa que la de reafirmar sus palabras. De súbito, el doctor comenzó a hablar en voz baja y apresurada; le expresó nerviosamente de que a pesar de ser francés y neutral no podía dejar pasar la oportunidad de tratar de evitar una matanza bárbara. Le contó de que en la mañana alguien había introducido un papel por debajo de la puerta de su casa, en el cual le aconsejaban abandonar el pueblo al día siguente e incorporarse a una procesión religiosa que se iba a realizar con el pretexto de que se trataba del día de San Feliciano. La nota también agregaba, que el pueblo iba a ser atacado poco después del mediodía por más de seis mil hombres. Carrera Pinto retrocedió un tanto, estremecido por la revelación. Pero si su rostro se alteró, fue para exhibir mayor firmeza y agradeciendo la humanidad que había demostrado tener el doctor, le señaló de que estarían alertos pero que tenían el deber de conservar esa posición y eso es lo que pretendían hacer. Sin más que decir el doctor hizo su retirada del cuartel, lamentandose de lo que parecía ya ser algo inevitable.
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