H. P. LOVECRAFT

¨El Extraño¨

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Nació el 20 de agosto de 1890, una noche de luna nueva; Deneb, el faro que domina la constelación del Cisne, seguramente lo saludó con un guiño desde el alto cenit. Los que rodeaban al bebé, rosado y flaco como nace todo hijo de buena familia de Providence, en Nueva Inglaterra, no sabían su destino. No podían imaginarse que dedicaban sus mejores sonrisas a quien años más tarde se convertiría en uno de los escritores más grandes de la literatura fantástica, y nos arriesgamos a decir de las letras todas.

Su padre, Winfield Scott Lovecraft, tal vez lo levantó y le cantó alguna canción de cuna. Tres años después, ese hombre fue recluido en el manicomio más cercano a su domicilio, doliente del mal francés. Murió entre aullidos.

Al pequeño Howard lo criaron su madre, Sarah Susan Phillips, y el abuelo materno, Whipple V. Phillips. Aprendió a leer precozmente. Si hemos de creer lo que afirma en una carta, entre los dos y tres años. Ayudaba la grandiosa biblioteca del abuelo. Algunos chicos ven el edén en una plaza, en MacDonalds, en el cine Los Ángeles. Lovecraft niño, como Borges, lo halló en esa biblioteca.

Se encontró con los clásicos griegos y romanos. Adoró a sus dioses. Erigió singulares aras en el patio del fondo. Se encontró con las maravillas de las ciencias astronómicas. Alzó al cielo un telescopio. Mamá poco hacía; bastante había tenido con el maniático del padre, como para preocuparse por el extraño vástago. Además de que ella misma solía caer en pozos depresivos, para levantarse con vigorosas dosis de licores varios.

Abandonó la escuela; no la soportaba.

A los diecisiete años escribió La bestia de la cueva. Figura en toda antología de sus historias juveniles. Era bueno, pero vendrían cosas mejores. Al tiempo que su madre era internada en el mismo hospital que su padre (perversos, nos gusta imaginar que en la misma celda acolchada), desarrollaba una visión del universo y de la civilización tan original como antigua.

No hay paradoja. Antigua, porque que el mundo es un lugar espantoso e irracional, en el que el hombre ocupa un lugar de inquilino y no hay dios, o si lo hay es ciego e idiota, todo eso lo pensaron siglos, eones atrás los gnósticos. Nueva, porque que el mundo sea un lugar espantoso era impensable en la pujante y progresista Unión Americana de principios de siglo.

Los días del mundo eran horribles; aprovechó las noches para soñar. Utilizó sus visiones oníricas como base de muchas de sus historias. Buscó a los perdidos dioses de la infancia en sus sueños. Fue en vano. Y se inventó otros.

Él solito creó todo un panteón, con sus entidades, sus símbolos, sus sacerdotes y sus libros sagrados. Allí reencontró su infancia, la de la biblioteca y los altares. Y sus personajes mueren aullando en los manicomios, como papá y mamá. O contemplan cosas abominables bajo la luz de Deneb.

Le debemos mucho. Le debemos la existencia de Cthulhu, del Necronomicón, de un sinnúmero de horrores que se babean, se arrastran y nos persiguen en el límite de nuestra cordura. Le debemos los mejores estremecimientos de nuestra vida.

Cruzó el umbral postrero (creemos que en silencio) el 10 de marzo de 1937. No había publicado un solo libro.


Por Marcelo Metayer

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