Fuera de la jaula

 

 

Cerró la puerta del auto con un golpe brusco. Puso la llave, hizo contacto, no arrancó. Frunció el ceño. ¿Otra vez esa falla? Repitió la operación y esta vez la cosa salió bien. Suspiró, limpió la transpiración que amenazaba con inundar su frente -los veranos aquí no suelen ser las mejores épocas-, puso primera y aceleró.

Las calles del centro de la ciudad son como los pasillos húmedos y angostos de un ministerio, abarrotados de basura y de gente que estaría mucho mejor en otras partes. Conducir entre ellos no es fácil: los infinitos ruidos de bocinas, las sirenas de las fábricas, frigoríficos y puertos decadentes, los choques de autos, los bomberos, la policía, los barcos a vapor que pululan, ellos también, por el río tan sucio como antiguo, el fragor del tren, los horrendos avisos publicitarios que penetran el poco silencio restante a través de los parlantes presentes en cada esquina, en cada plaza, y como pátina de continuidad, la niebla gris, todo esto ayuda poco para ubicarse en la confusión de la ciudad, para evitar la angustia de moverse en las vísceras de la ciudad. Pero esta miseria no es toda la posible, porque la ciudad está en vísperas de una guerra.

Mientras esperaba su turno en un semáforo, encendió la radio. Cambió frenéticamente de emisoras, para hallar sólo música. Las noticias ya eran tan malas, que ni siquiera se transmitían. Con la luz verde pisó el acelerador. En ese momento se dio cuenta con incredulidad de que la abrumadora bola de ruidos había sido superada por algo aún más grande, que venía del cielo. Miró hacia allí, sin importarle demasiado lo que pudiera haber en la calle. Frenó al instante y casi se incrusta bajo los ejes de una carreta, porque entre las nubes andaban uno, dos, tres, cinco, dieciocho aviones, enormes, grises, siniestros. Todo el mundo en la ciudad estaba haciendo lo mismo que él, detenidos, contemplando a los ángeles de la muerte y la salvación.

Reaccionó antes que los demás y arrancó con rapidez y desesperación. Tomó por la autopista principal, sin fijarse en los peajes o en que iba en contramano. La única idea era salir a campo abierto, donde no hubiera calles ni edificios. Pero antes empezaron a caer las bombas.

 

La noche llega con rapidez en estas latitudes y en esta época del año. Había empezado a leer mi diario con el sol moribundo, pero al final me vi obligado a encender la linterna. Me cuesta creer las innegables verdades que hay en estas páginas, porque la ciudad y la guerra me parecen tan lejanas como un sueño tumultuoso, a medias olvidado. Aquí, en el bosque, junto a mi arroyo -conservo la torpe y humana costumbre de apropiarme de las cosas sin dueño-, hay sonidos muy distintos. Si cierro los ojos puedo imaginarme el plumaje de cada una de las aves que ahora están cantando su saludo a las estrellas. Todo aquí es celebración de los sentidos y se me hace que hasta las flores y las mariposas entonan himnos a la noche inefable y santa. Yo no puedo ni quiero ser menos, y tomo mi flauta para improvisar una melodía. Me gusta el resultado y la repito una y otra vez.

Entonces, un eco imposible me la devuelve. Me quedo muy quieto, sin animarme a respirar siquiera, para estar seguro de que no fue una ilusión. ¡Pero ahí está de nuevo! No puedo hacer conjeturas acerca de quién puede estar ahí, contestándome detrás de la oscuridad. Pero no me importa.

Hago sonar otras notas, también inventadas. Mi desconocido camarada me contesta. Espero en silencio. Ahora es él quien me envía la música, y yo se la devuelvo tras una pausa.

En ese instante, una bandada de garzas dibuja sombras chinescas a la luz de las constelaciones, y pienso divertido en la sorpresa de las aves, que contemplan a dos hombres que en medio de la noche se comunican con una lengua que las aves entienden.

La bóveda arcana sigue girando, inexorable, sobre nuestras pobres cabezas, pero nuestra comunicación no se termina, ni puede terminar jamás.

 

Marcelo Metayer

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