VIENTOS
DE SOLEDAD
Muchas veces el viento nos aleja
ocasionales recuerdos, llevándose las huellas del rencor. Convencido de ello,
Alexis cargó los disgustos y quebrantadas ilusiones en su mochila, emprendiendo
un viaje incierto hacia el sur argentino, allá donde conviven los vientos.
Sabía que hasta ese momento su vida era como un libro que permanecía abierto,
como una carta sin terminar, pero que ya carecía de todo sentido.
Una mañana llegó a Bariloche, una ciudad
de singular belleza donde la densidad humana lo aturdía. Siguió por Villa la
Angostura, pasó San Martín de los Andes Y Exploró el territorio mapuche en
busca de un sitio donde confinarse, manteniéndose lejos de cualquier urbe. Así
se encontró con un paraíso natural andino, en lo alto del cerro Ñanculahuen.
Ayudado por aborígenes mapuches, inició
una obra; al igual que un trabajo de hormigas, y fue subiendo los materiales
para la construcción de su morada. Mientras Alexis se mantenía ocupado, no le
quedaba lugar para recordar el dolor del desengaño que lo había movilizado
hasta ese confín, en las profundidades de las nubes y las alturas de la piedra.
Construía la casa aprovechando el verano, mientras el clima variaba entre días
soleados y otros húmedos por la nubosidad y las lluvias. Era imprescindible
ganarle a las nevadas invernales. Al fin de varias jornadas el cálido refugio
quedó listo, y los mapuches lugareños lo llamaron "Ruca Queche
Mahuida", lo que significaba casa del extraño de la montaña. Entre piedras
y maderos de la pared, una ventana se abría al sol y sus rayos le daban vida.
Los muebles rústicos fueron armados con troncos hachados, la cocina funcionaba
a leña y en los distintos listones había ganchos. Todos sostenían algo: un par
de jarros, cucharas, un sombrero fatigado y hasta un poncho aborigen entre
otras cosas.
En un viejo cuaderno Alexis comenzó a
escribir el diario íntimo, relatando su nueva forma de vida, en cuyas páginas
podía leerse:
«Rendido ante el cansancio, me dormí
acompañado por el calor de los leños encendidos. En la rígida cama soñé que me
veía abriendo la puerta y que salía al encuentro de mi felicidad. Hallé la
noche con la fría quietud, comencé a caminar por esos senderos de libertad y
así, he llegado a convencerme que tomar distancia de aquella mala mujer, fue la
mejor opción.
Los días pasan y cada vez me aferro más a
la convicción de que jamás volveré a enamorarme de mujer alguna. Aposté mi ser
entero al amor… y así quedé, en la desolación, ¡me defraudaron! En este lugar tan
bello reina la paz desde el cielo hasta los amplios valles cordilleranos; y
aunque no debiera pensar en ella, cuando sale el sol, al mirar la luna, o al
golpearme con mi propia realidad, me surge su semblante, aquellos juramentos y
sus letales mentiras.
Muy temprano apareció una madre mapuche
con su bebé y, aún no sé porqué, lo puso en mis brazos diciéndome
"cutrancúlen" (enfermo), rogando que lo curara. Yo apenas he cursado
tres años de medicina, y esta situación me superaba. Como antifebril le apoyé un
paño húmedo en la frente, traté de contenerlo y le indiqué a ella que lo
llevara al hospital de la ciudad.
Hoy se acercó el machi (hechicero)
repitiéndome "crasia may peñi" (gracias, hermano). El niño había
mejorado y suponía que yo había sido el artífice. Mi rotunda negativa fue
interpretada como una modestia y así quedó entendido. A modo de bendición me
dijo que pronto tendría noticias de Ngenechen (Dios) y se despidió.
Las noches son heladas y muy largas. Aquí
el silencio sureño custodiado por los vientos suele ser invadido por el
penetrante aullido de los "narus", esos zorros que parecen clamar por
ingresar a mi refugio.
Esta tarde, extrañamente, se arrimó una
oveja solitaria que me produjo una buena premonición. Su mirada era expresiva,
como queriendo hablar. La alimenté con algo que tenía y en la noche la protegí
de los pumas. En este melancólico desierto, uno se sorprende a cada instante; y
creo que debe ser el precio de vivir entre las nubes. Ese animalito poseía algo
especial, transmitía amor y llegó a conmover mis recuerdos. A mi mente retornó
la vivencia de un supuesto amor eterno, el que ya se ha desvanecido como si el
viento se lo hubiera llevado.
Apenas amaneció, un perro ladraba sin
parar. Era un pastor exigiendo la oveja. Muy pronto llegó una joven campesina
de impactantes ojos azules, quien dijo ser la dueña. Luego del saludo
compartimos un "matetun cofque" (mate y pan). Así me enteré que vivía
en el valle Cullenmalal (Corral de la luna) a donde me invitó a conocer y
convenimos ir juntos. Emprendimos el descenso por los senderos en compañía del
perro y la oveja. El ovino me provocaba insólitas sensaciones de placer que
recorrían mi cuerpo. Desde la llanura pude observar mi montaña que se
desangraba por los deshielos; como una especie de cicatriz que la parte al
medio, bajando apresuradas aguas. Mientras atravesábamos un monte sombrío por
la espesura, detrás de unos troncos anchísimos, apareció el machi sonriente y
me repetía a los gritos "Ngenechen", haciéndome entender que Dios estaba
de mi lado. La mujer me contó que hacía poco tiempo, sus padres de origen
alemán, habían fallecido en un accidente por lo cual ella estaba al frente del
establecimiento ovino hacia donde nos dirigíamos. Bordeando el cause del
"Ailín-Leufú" (Río Cristalino), vimos una pasarela que había
desvencijado la insistencia del viento blanco. Varios jóvenes mapuches
arreglaban Algunas tablas colgadas, a punto de caer, que se balanceaban como el
péndulo de un reloj. Ahí me confesó que la oveja en cuestión, se llamaba
"Piuque" (Corazón) y era su mascota. Eso explicaba el porqué había
ido a buscarla tan lejos.
Pronto divisamos su casa, los cables de
electricidad silbaban vibrando como si fueran las cuerdas interminables de una
guitarra. Era el rasgueo del viento dándonos la bienvenida. Allí conversamos el
pasado de cada uno, nos conocimos y fuimos develando el porqué nos agradamos
mutuamente: fue algo simple, el amor se había enlazado en nuestras almas.
Gracias a la obra del destino coincidimos en convivir juntos, amándonos por siempre.
No dudé en hacerlo, pues a pesar de que Me estaba forjando en la soledad de la
montaña, un soplo urbano seguía corriendo por mis venas. El calor y la
comodidad de ese hogar, una fuente de trabajo junto a esa maravillosa mujer, y
el encanto que me había devuelto la vida, me hizo aceptar. Además, pronto
llegaría el invierno y en mi casa, con las nevadas, quedaría aislado en las
alturas.
Anoche llovió torrencialmente, golpes
rítmicos aburrían al techo y el declive desvanecía infinitas gotas de agua. Jamás
me había sentido tan feliz como al tener tanto amor en mis brazos y de sentirme
tan amado.
Contemplando un atardecer desde la
ventana, observé a unas ovejas que iban en busca del reparo, con la cabeza
gacha. El silencio cubría el valle sureño, y de pronto se acercó Piuque, la
mascota, brincando alegremente por haber cumplido su misión, y más allá, el
machi bailando una danza aborigen. Ahí comprendí mi buena premonición, todo lo
sucedido. Hoy siento una herida cicatrizada, y que sin ser esclavo del pasado
ni de tristes recuerdos, procuraré construir una vida nueva. Haré como el sol
que nace cada día, sin acordarse de la noche que pasó. Habiendo sido desde
siempre un apasionado de la cultura mapuche, nunca pensé vivir en su territorio
y, mucho menos, recibir la bendición de "Ngenechen" quien me
posibilitó encontrar a mi verdadero amor. Entonces salí al encuentro del machi
agradeciéndole el envío de Piuque como mensajera de la Divinidad. Después de
todo, llegué al sur impulsado por los vientos de la soledad y ahora estoy
conviviendo con mi amada que, precisamente… se llama Soledad».
Autor: Edgardo González.
Buenos Aires, Argentina.