LO VAMOS A AHOGAR EN ESE CHARCO
Allá van los cuatro amigos arrastrando
una carretilla color café con dos perros muertos en su interior, alegres porque
hoy no tienen escuela, tristes por sus perros que ni la Virgen de la Caridad los
puede revivir desde su nube. Ahí van Lorenzo, Yony, Bárbaro y José por el
callejón pedregoso que sube hasta la loma y se convierten en mosqueteros de
luto, como otras veces han sido piratas y mambises, según la serie de aventuras
que vean en la televisión. Pero ahora no tienen ni espadas ni armaduras ni un
casco para protegerse del sol en cuya luz flotan olores de hojas húmedas. José
maneja la carretilla, Yony y Bárbaro sostienen los bordes para que no pierda el
equilibrio y Lorenzo aparta las piedras, maldice y llora por la muerte de sus
perros Lázaro y Mariposa. El macho había nacido la noche de San Lázaro y así le
llamaban los primeros días, después comenzaron a decirle Lázaro Santana, como a
un famoso beisbolista. Mariposa, su madre, parecía volar con sus orejas blancas
detrás de cada sombra.
Lola, la vecina, vio -cuando iba a
trabajar- a un hombre vestido de azul con un sombrero negro y unas gafas
oscuras. Traía uno de esos uniformes de los empleados del hospital y envenenó a
todos los perros del vecindario: Terry, el del mecánico; Campeón, el pastor
alemán de los Sánchez; los callejeros que se reunían frente a la bodega. Eso
dijo Lola y ella sabe que está prohibida la matanza, que antes se le avisa a
las personas, como han hecho en otros repartos de la ciudad.-Pero esto no es la
ciudad ni el campo ni un pueblo, sino un barrio orillero o, como dice el
maestro, “suburbano”, así que nos jodimos y para qué quejarse, si ya están
muertos los perros y de fiesta los gatos.
Los vecinos se asoman curiosos ante la
carretilla fúnebre y su lento cortejo. Algunos adultos se burlan entre dientes
o miran con indiferencia para luego seguir en sus labores: clavetear unas
vigas, cernir arena, beber rones baratos... Los niños, desde sus jardines,
sienten envidia por el cuarteto que subirá la loma, donde pueden volar
papagayos y cometas, pero no ven papagayos ni cometas, sino cuatro rostros
serios y no se burlan porque ellos también lamentan la muerte de Lázaro Santana
y, en menos medida, la de Mariposa. Sólo uno, Luis, le dice desde lejos a Yony
que con tantas pecas y su pelo rojo parece un bombillo cagado de moscas y Yony
le arroja una mirada que lo obliga a meterse en su casa.
-No
conoce todavía la furia de Aquiles- advierte sin dejar de sostener la
carretilla.
Hubo una época en que Lorenzo se hacía
llamar Ulises, Yony era Aquiles; Bárbaro, Agamenón; y José, Patroclo, o
simplemente los griegos que combatían contra los troyanos, comandados por
Gaspar, dos cuadras más allá del río. Cada pandilla marcaba su territorio. Lázaro
Santana también conocía esos límites y alertaba en las noches, cuando la banda
enemiga pretendía infiltrarse en el país griego. Las batallas se hacían a
cualquier hora, en el barrio. Pero en la escuela se ignoraban, cada grupo en
aulas y grados distintos, y se concedían así una tregua. Lázaro tiene ocho años
y es jefe de la pandilla. No es tan fuerte como Bárbaro ni tan hábil para
pelear como José, pero fue él quien inventó la guerra, los campamentos
secretos, los arcos de bambú y los escudos de tapas de barril. Él compartió sus
perros con sus amigos, ahora casi jadeantes junto a la loma mientras imaginan
al asesino cruzando misterioso -de acuerdo con Lola- la calle de los laureles,
donde empieza el barrio y se toca la Carretera Central que va de Santiago a La
Habana.
Logran subir la carretilla cinco o seis
metros y bajo el primer arbusto, una guásima pequeña y olorosa, la abandonan y
cargan a los perros en sus brazos. Desde esa ladera, se ve el barrio que limita
al oeste con un bosque y la Fábrica de Cerveza, fin también de la ciudad y
comienzo del campo, no de cosechas y bohíos sino de unidades militares y
reserva forestal. Al norte, se confunde con otro barrio más antiguo, y al este
se encuentra la calle de los laureles, línea divisoria con la mancha de
edificios (algunos aún en construcción), que habitan los médicos, los
ingenieros y los rusos. A cada paso crece la imagen: casas de madera, patios
con árboles y calles terrosas atravesadas por un arroyo que desciende de un
cerro, más allá del bosque, donde los soldados tienen radares para detectar los
aviones yanquis.
Muertos pesan más los perros. Por eso a
cada trecho descansan. El dolor y las lágrimas se van volviendo ira. Bárbaro
toca el hombro de Lorenzo y le dice que conseguirán otro, un pastor, tal vez.
Lázaro Santana ya no mueve la cola. No ladra al amanecer ni corre detrás de la
pelota por ese callejón pedregoso con nombre de héroe. Los héroes de la patria,
diría el maestro metiéndose sus dedos en las narices y oyendo a los niños
repetir de memoria los versos de José Martí y jurar cada día que serán como el
Che. Pero los muertos de hoy tienen cuatro patas y están rígidos. Sudorosos,
los muchachos alcanzan la cima, que es casi una meseta (en algunas tardes llena
de papalotes) con un agujero en el centro, al que se baja auxiliado por bejucos
y lajas en forma de escalones.
José se limpia la frente blanca con su
camisa rota y va de punta a punta fingiendo que eleva un coronel, rey del aire.
Yony baja al agujero, extiende sus manos y espera a los cadáveres que dejan
resbalar Lorenzo y Bárbaro entre hojas y guisazos. Bajan todos, menos José, que
sigue haciendo pantomimas en la loma pelada. No hay que cavar, tan sólo apartan
pedruscos de cascajo azul y depositan a Mariposa y a Lázaro Santana, único can
con apellido que glorifica a un pelotero, y encima un cartón, piedras y flores
silvestres. Bárbaro dice una jerigonza que escuchó a su padre en un ritual de
santería, y Lorenzo piensa que así hablan todos los negros si el momento es
solemne.
Es casi mediodía cuando suben y ven a
José parado en el extremo este, que da a la ciudad. Por ahí nadie baja ni sube.
El corte es vertical y abajo hay charcos de agua oscura. José parece el vigía
de una embarcación. Mientras se acercan, descubren triángulos de sangre en sus
rodillas y manchas verdes de savia por todo el cuerpo. Bárbaro se coloca dos
ramas de albahaca sobre sus orejas, a la manera de los romanos antiguos, para
espantar a las guasazas. Desde el barrio, asciende un canto de niñas: “Al
ánimo, al ánimo, la fuente se rompió. Al ánimo, al ánimo, mándala a
componer...” Siempre que oían algo parecido entonaban su himno de guerra: “¡Oh,
Júpiter!, ¡oh, Júpiter!, ayuda a tus guerreros valerosos, que vuelvan a la
patria victoriosos...” Cantan, pero no ríen, hasta que el murmullo de las niñas
se distancia en un eco.
Siguen con la vista a José que señala
una humareda proveniente del hospital, detrás de los edificios y un ancho muro
blanco, donde puede leerse, en letras rojas e incendiadas: “Año de la Emulación
Socialista”.
-De
allá vino el hombre del sombrero, vestido de azul-comenta José y amaga con su
puño a un rival imaginario.
Los cuatro mosqueteros sin espadas se
sientan sobre una roca, bajo el sol, y miran todo el horizonte.
-Lo
vamos a matar- afirma con afilada voz Lorenzo y queda momentáneamente en
silencio, lanzando piedrecitas que se hunden en el agua oscura. -Lo vamos a
ahogar en ese charco.
Autor: Agustín Labrada.
Chetumal, Quintana Roo. México.
agustinlabrada@hotmail.com