TODO SE VOLVIÓ GRIS EN UN MINUTO

 

         Has vuelto al sur tan sólo buscando la venganza. Una muerte por otra cerraría este círculo para hallarle una sombra semejante a tus últimos días. Eso piensas, Arturo, al bajarte del ómnibus     , tras 40 años ausente -entre prisiones y oficios mal pagados- con dolor reventándote el pecho, como un corrido bajo la luna, en tus ojos de gavilán distante y rencoroso.

          Has vuelto para matar a Prudencio, culpable de tu ruina y tu amargura, y te hospedas en ese hotel barato nombrado igual que un río. El río es una nube en tu memoria. Allí todo pasó y allí lo matarás para que cese tu deuda con los muertos; mejor dicho la muerta. "Lucrecia de mi alma", has murmurado siempre cuando amor y odio se confunden, y la ves traicionándote con tu mejor amigo, desnudos en el río, donde acaba el país y comienza un mundo distinto en su otro margen.

         Debías haber cruzado aquella vez las aguas y huir por Belice, entre ingleses y negros, muy lejos de la ley, pero volviste -alucinado- a casa y allí te detuvieron para mandarte preso a otra ciudad. Lucrecia, la de largos cabellos y piel silvestre, fue hallada en la bahía, adonde baja el río. No disparaste para matarla, pero su perro se enredó entre tus pies cuando oprimiste el gatillo y no murió Prudencio, y te volviste así, siendo muchacho, un homicida.

         De nada valen los recuerdos, sino para que crezcan tus instintos de muerte. Lo sabes mientras caminas por las calles, calcinadas y desiertas como en los viejos tiempos en que Prudencio, Lucrecia y tú eran dedos de un mismo puño. Al carajo con esa nostalgia, susurras cuando entras a un bar con su aire enrarecido por las cumbias. Nadie te reconoce en esta ciudad triste, pero tú sí recuerdas la casa donde ha de vivir Prudencio sin culpa y con familia.

         -¡Hijo de la chingada!- murmuras.

         -¿Qué dice, señor?- pregunta un camarero.

         -No digo nada.

         La cerveza espumea y en ella contemplas un cadáver flotante y a Prudencio huyendo bajo el monte. Todo se volvió gris en un minuto, cuando volvías de cazar por la ribera y allí estaban los dos riéndose en la orilla. Hace tiempo era esta ciudad un caserío acabado por el ciclón Janet, dices al joven que te sirve y no entiende el brillo ardiente de tus ojos posados sobre una foto amarillenta, donde sonríes para una cámara invisible junto a tu amigo y a tu novia.

         Desde niño supiste que Lucrecia sería tu novia. El mundo era perfecto entonces mientras aprendías el negocio de tu padre y ella se preparaba para ser costurera. Era esa tu idea de la felicidad: una mujer hermosa, un trabajo seguro, una casa junto al mar y más tarde los niños. Dos tal vez, que te harían redonda la vida y dichosa la suerte.

         Tu único sueño se hizo polvo y la palabra traición desde ese día te suena como aullido. ¿Cómo matar lo más amado? Te preguntaste en tus tribulaciones y no hubo amor tuyo para otras mujeres ni confianza para nuevos amigos, porque no hiciste nuevos amigos y tus mujeres siempre fueron fugaces, como alegría de tequilas y cohetes en las noches de fiesta.

         -¿Tienes un bote?-le preguntas al camarero.

         -¿Por qué?- contesta defensivo.

         -Te lo alquilo.

         -No lo alquilo, señor. Es un bote madreado que uso para pescar.

         -Lo compro.

         Otras cinco cervezas y vas con el muchacho a la bahía. El bote es todo tuyo y él se despide alegre con su bolsillo hinchado. Allí te quedas frente al horizonte, un plato de agua sin oleaje, un campo líquido por el que llegaste a suspirar durante algunos años. Después no te importaba mucho este oscuro rincón comido por la selva y las pasiones. Revisas tu pistola, descansas bajo un mangle curvado, "la vida es una mierda ", dices mirando el cielo.

         Baja la tarde y adivinas el rumbo a Barrio Bravo. No es difícil encontrar a Prudencio. Encanecido y agonizante como tú, aunque menos fuerte, lo encuentras saliendo de su casa con una bolsa azul que trae adentro botellas de cerveza vacías. Lo miras fijamente y él te devuelve la mirada sin asombro. Parece que ha esperado por este momento una eternidad, y te molesta ese apacible desafío.

         -Vengo a matarte, Prudencio Amaro.

         -Tú eres ya un hombre muerto.

         -¿Te volviste cínico después de viejo?

         -Si me vas a matar, es mejor que sea ahora.

         -Aquí no, pinche güey. ¡Ven conmigo hasta el río!- dices con rabia contenida.

         Lo encañonas y empujas y caminan los dos hacia la orilla. Escondes tu pistola bajo un paliacate rojo, como esos framboyanes que te hacen recordar la infancia en este barrio, cuya antigua violencia es hoy un mito. Prudencio no hace ni un solo gesto para huir. Obedece tus órdenes, pero no exhibe miedo. Llegan al mar, se cruzan con dos muchachas que corren y emanan algo parecido a la primavera.

         -Ahora vas a remar, cabrón, hasta la boca del río.

         -No me asustas.

         -No te lo pregunté.

         -Estás equivocado.

         -El que siempre estuvo equivocado fuiste tú cuando me robaste a Lucrecia.

         -No te robé a Lucrecia. Ella quiso acostarse conmigo.

         -¿Y más pudieron sus nalgas que nuestra amistad?

         -Me amenazó.

         -¡Vamos!, que los dos estamos muy viejos para esas pendejadas.

         -Me aseguró que si no se lo hacía le iba a decir a todos en el pueblo que yo era puto y pondría de testigo a sus amigas beliceñas.

         -¡Rema más fuerte! No te creo y lamento que el tiro se haya desviado.

         -¡Vaya valiente que eres con un hombre desarmado!

         -Ahora eres mi peor enemigo. Aquí las palabras sobran.

         No han llegado al río, ni siquiera al muelle, pero apuntas al corazón de Prudencio, quien deja de remar y el bote se bambolea mientras los patos cruzan sobre sus cabezas. Observas la mirada profunda de Prudencio, no te inspira lástima. Aprietas con lentitud el gatillo y sientes de pronto un arponazo en tus sienes que te hace perder el equilibrio. La bala escapa y, en esa confusión que crean tus movimientos, se te aloja en el vientre mientras una avispa asustada huye entre tus cabellos hacia el atardecer.

         -¡Me lleva...!- exclamas sorprendido cuando caes al agua y se voltea la embarcación.

         Colores, perfumes y sonidos arman un mezclado concierto en tu cabeza. Hay una fiebre -momentánea y profunda- que hace flotar muchos recuerdos tristes. Duele la herida y te asusta esa sangre que mancha tu ropa y enrojece las aguas. Se va yendo el aire, la vieja luz, la música que gira que forma de cuchillos.

         Un estallido interno difumina tu cuerpo ingobernable, como una marioneta sin actores. Se nubla en púrpura toda visión, pero alcanzas a ver a Lucrecia en el muelle. Se quiebra la imagen con dolores más hondos y aflora nuevamente diciendo que te amó, que jamás pasó nada y hace lenta tu muerte.

         La patrulla marina acude hasta el naufragio. Ya nada sientes cuando tocas el fondo y a tu lado también cae lentamente Prudencio con el corazón detenido, muerto del puro susto. Ya nada sabes del velorio, noticias y leyendas: lo que pasa después, lo que inventa la gente, ese trágico amor convertido en boleros.

         Se calman los periódicos, la radio y los vecinos. Duermes bajo tierra, y en ese monumento donde está un pescador mirando el agua, una muchacha ve flotar una foto amarilla en la que aún sonríes. Se agacha para asirla y un amigo sostiene su cuerpo por la cintura. Rescatan del mar tu imagen en el segundo justo en que se acerca el novio de la muchacha y se detiene a ver esa peligrosa cercanía entre su amigo y ella, con ojos de gavilán distante y rencoroso.

 

Autor: Agustín Labrada.

Chetumal, Quintana Roo. México.

agustinlabrada@hotmail.com

 

 

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