RECORDANDO A JUAN DE LA CABADA
Una breve Amistad
Se iba a realizar la Reunión Anual de Salud entre México y
Guatemala, en la capital de Tabasco, la siempre atractiva ciudad de
Villahermosa.
Yo
trabajaba en la entonces Secretaría de Salubridad y Asistencia, como médico
supernumerario. No curaba enfermos. Mi chamba consistía en ayudar a elaborar
una revista mensual que era el órgano oficial de la Secretaría. Seleccionaba
los trabajos, les hacía algunas enmiendas y corregía las galeras. Lo hacía dos
veces, para evitar las travesuras del duendecillo que ronda las imprentas,
cambiando una letra o una palabra, impidiendo la edición inmaculada de un
impreso. ¡Y zas! , siempre aparecía la intromisión del duendecillo, sin que
nadie lo pudiera atrapar.
Mi jefe, un hombre muy difícil, honesto entre los honestos, y
sabio entre los sabios, gozaba de mucha autoridad moral y era temido por los
falsos amigos y los muchos enemigos. Me encomendó asistir al evento. Quería que
chupara un poco de la mucha ciencia que se iba a destilar, y que consiguiera la
autorización de los trabajos para su publicación.
Fui citado en el hangar presidencial, al filo de las cuatro de la
madrugada. Hacienda había dispuesto uno de sus aviones, y otro, la Comisión
Federal de Electricidad. En el primero viajarían el ministro y sus directores
más conspicuos; en el otro, los periodistas que cubrirían la fuente, una
señorita entrada en años que era la directora de enfermería. No alcanzó lugar
en la otra nave, o no quisieron viejas. Y yo, naturalmente por aquello que
representaba la revista. Alguna vez, en mi larga existencia, había incursionado
en el periodismo, sin éxito aparente, y era cosa del pasado, ya superada y
olvidada.
Al llegar al hangar, ya había mucha gente. Los que regían la salud
en el país, estaban muy emperifollados y estirados; me miraron de arriba abajo
y al adivinar que era médico raso, me mandaron al carajo. En cambio, los
periodistas, a los que no conocía, acaso de vista a uno que otro, corrieron a
saludarme y abrazarme, dándome a entender que era uno de los suyos. Sobresalía
un hombre de edad, de tez blanca, ojos de color y luenga cabellera blanca,
despeinada, que le caía a los hombros. Vestía con desaliño y calzaba alpargatas
que no iban muy a tono con su saco arrugado y muy holgado. Tenía toda la facha
de bohemio de cepa pura. Los periodistas lo veneraban y me lo presentaron como
la perla de la corona.
-Es Juanito…- me dijeron- Juan de la Cabada; hace argumentos, cuentos
y ha escrito muchos libros.
Al darnos la mano, al menos yo sentí que me transmitía un inmenso
calor humano. Y así fue como nació una breve pero hermosa amistad.
Salió la nave de Hacienda con su valioso cargamento de genios de
la medicina. Después despegamos nosotros, los alegres y albureros
representantes de la prensa. Yo me senté con Juanito a un lado y la señorita
quedada de otro. La pobre como que se asía a mí como tabla de salvación ante
gente tan extraña.
Los aviones, en esa época, no eran tan veloces como los actuales.
Hacían varias horas de vuelo, que no las sentí, embebido en la amena charla de
Juanito. Ni él me llegó a hablar de su obra literaria, ni yo de mi trabajo. No
hubo, pues, elogios mutuos.
Al llegar a Villahermosa, el capitán nos advirtió que al regreso
nos quería a las nueve de la mañana, pues más tarde había muchas bolsas de aire
y el viaje se tornaba muy pesado.
Descendimos y me topé con otra sorpresa. Me aguardaba un muchacho,
también periodista, cuyo nombre escapa a mi memoria. Trabajaba para Márquez, en
el diario oficial del gobierno. Márquez había sido redactor de nota roja del
diario La Prensa. Sus reportajes amarillistas, profusamente ilustrados por las
morbosas fotografías del Indio Velásquez, habían dado las características al
diario, colocándolo en la preferencia populachera. Márquez dejó La Prensa,
invitado por Carlitos Madrazo para que colaborara en su gobierno.
Todos se hospedaron en el Hotel Manssur, el más pomadoso en esos
días. Sólo a mí me mandaron a un centro de hospedaje que estaba a la vuelta. Mi
acompañante, que también se hizo inseparable de Juanito, me dejó en la
habitación, prometiéndome que volvería al rato, pues teníamos muchas cosas que
platicar.
Todos hacían sus comidas en el Manssur y un periodista me recomendó
que hiciera lo mismo, pero me negué, temiendo un desaire. Además llevaba mis
viáticos, y en un restaurante cercano, por un precio muy económico, me servían
dos sopas, dos guisados, frijoles, postre y agua de frutas. Además estaba solo,
a mis anchas, sin la molesta presencia de los estirados médicos. Siempre veía
pasar, hasta el fondo, al ministro y sus más cercanos allegados; escapaban, al
igual que yo, de los melindrosos médicos, para irse a tomar sus alipuces.
Nos desplazábamos en dos autobuses urbanos,
equipados con asientos de madera, que siempre amanecían estacionados frente al
hotel. Cuando llegábamos, ya nos aguardaban el gobernador, flanqueado por los
ministros, ocupando los primeros asientos.
Las sesiones se efectuaban en un salón del Museo de Antropología,
recién organizado por el poeta Carlos Pellicer. Yo pretendía poner atención a
lo que se decía, pero siempre, a mis espaldas, surgía un “psst”, “psst” que me
sacaba de onda. Era Juan de la Cabada y nuestro mutuo compañero, haciéndome señas
para que me fuera con ellos. Hacía oídos sordos, pero siempre se salían con la
suya.
Una ocasión, el expositor requería un apuntador para sus
proyecciones. Juanito pidió prestada una navaja, se fue al jardín y cortó la
vara que más le agradó. La estaba pelando cuando lo cachó Pellicer. Se puso
rojo de coraje, no se jaló los pelos porque era calvo, ni emitió palabras
altisonantes, su vocabulario era tan refinado que se limitaba a la rima y los
sonetos. Desahogó su coraje con una pataditas en el suelo. Juanito cruzó el
salón y entregó la vara al ponente, consiguiendo una buena excusa para llevarme
con él.
Fuimos muy agasajados. Una mañana, el desayuno corrió por cuenta
del doctor Rovirosa, Jefe de Salud, en la mera Venta, para que después,
Pellicer nos llevara a un recorrido, explicando con todo detalle el origen de
los Olmecas; la cena le tocó a Madrazo en el Club de Leones. Al día siguiente,
el Ministro de Guatemala no se quedó atrás y el desayuno fue en la ribera del
Grijalva; el nuestro, no faltaba más, organizó un gran pachangón en el mejor
restaurante.
Hubo sesión de Cabildo y nos entregaron pergaminos, asentando que
éramos huéspedes distinguidos del Municipio del Centro. El mío no me gustó y
evito presumirlo, pues por eso de la revista, omitieron el título que antecede
al nombre, dejándome el simple y democrático “C”.
La última noche nos la dieron libre y Márquez aprovechó para hacer
la preinauguración de un changarrito. Como era el último año de gobierno, le
pidió a Madrazo que le diera chance de ponerse a mano y consiguió el permiso
para un prostíbulo.
-Faltan algunos detalles- nos aclaró- Todavía no llegan las
muchachas, pero tengo trago para todos.
El festejo estuvo aburridón, como que faltaban las chavas para que
le dieran el toque femenino a la casa.
Al día siguiente pedí mi cuenta en el hotel. Me informaron que
estaba todo pagado. Tomé un taxi al aeropuerto. El chofer repitió la canción:
ya estaba pagado.
En la sala de espera sólo había dos personas: la señorita quedada,
con su maleta metálica pegada a las rodillas; y el capitán, que consultaba su
reloj y daba tremendas zancadas.
Allá a las quinientas, llegaron “mis cuates” los periodistas,
precedidos por Madrazo.
-¿Por qué no fuiste a la junta?- me interrogó uno de ellos. Nos
dio “lana “a todos.
El capitán nos urgió a trepar a la nave. La señorita quedada no
podía levantar la maleta. Seguro la había llenado con piedras. Me ofrecí a
cargársela. Caminaba pando por el peso y escuché una voz conocida a mis espaldas:
-Permítame
ayudarle, doctor…
-Cómo cree – repuse cohibido-, usted es el gobernador.
-¿Y eso qué? –Contestó-, dentro de un año ya no lo seré.
Qué bien me cayó el gran chaparrito. Lamenté que meses después, se
cayera con el avión, tragedia que despertó muchas dudas.
Abandonamos Villahermosa y el avión empezó a zarandearse como si
tuviera Mal de San Vito. La mayoría se puso verde y terminó arrojando el
desayuno.
Vomitados, pero llegamos. Nos despedimos y con Juanito prometimos
frecuentarnos para continuar charlando. No lo cumplimos, nuestras vidas, como
las vías del ferrocarril, siguieron paralelas y nunca se juntaron.
Autor: Dr. Guillermo Moreno Duarte.
Cancún, Quintana Roo. México.