FLORES
PARA NATASHA
En medio de la fiesta, suena el teléfono,
y una de tus amigas grita desde su sombra:
-¡Manuel, te llama tu suegro!
-¿Mi qué...?
-Tu suegro, está en la línea.
-Pero si él vive en Miami y no sabe que
estoy aquí.
Cruzas con lentitud la muralla de humo
hacia el auricular.
-¿Qué tal, Manuel? -susurra una voz de
raro acento.
-¿Quién habla? ¿Pablo?
-No, soy Alfredo, el padre de Natasha.
-¿¡Qué!?
-Sé que te sorprende oírme. No soy un
espectro... Mira, en la oficina de mi hermano trabaja Beatriz, una amiga
cubana, y me habló de ti. Dijo que ahí estarías esta noche.
-¿Beatriz?
-La arquitecta. ¿Crees que podríamos
desayunar mañana? Me gustaría mucho platicar contigo. ¿Qué te parece si nos
vemos a las diez en la estación del metro Cuauhtémoc?
-Sí, claro...
- Llevaré puesto un suéter café. Ya me
contó Beatriz cómo eres.
Con todo tu asombro caes sobre un sofá y
alguien te ofrece un caballito de tequila. Son las doce de la noche en el
invierno de la Ciudad de México, adonde llegaste hace dos días bajo el
agonizante esmog. Natasha es historia antigua, ya ni siquiera puedes dibujar su
cuerpo bajo la brisa habanera. Esto es una pesadilla, los muertos no hablan por
teléfono. Natasha, recuerdas, dejó más sal que mieles en tu vida y esa sal hoy
revive a un difunto. Te molestaba su insolencia, pero te atraían sus nalgas.
Natasha vino a tu trabajo enviada por su
oficina, y tú le hablaste de José Martí. Ella no quiso escucharte, te enamoró
con palabras dulces entre español y búlgaro. Socióloga de mierda que no conoce
su propio idioma. "Pero sé inglés, querido", dijo tocándote con su
pie descalzo. Ella creció en Sofia. Al mes de estar en Cuba, te sedujo y fue
arrastrándote hacia un caos, donde su lengua impulsaba siempre alguna intriga.
Era celosa y tierna. Podía discutir
contigo horas especulando que te acostabas con otra mujer, alterarse hasta que
sus ojos parecieran faroles, y luego irse a la cocina a preparar chocolate para
hacer las paces en la cama, donde pedía ser penetrada en búlgaro para rendirse
satisfecha en español. Tras un año de guerra y sexo, te largaste de su
apartamento y dormiste en el malecón. Nadie es tan bueno y tan malo a la vez,
pensaste al mirar la última herida dibujada por sus dientes en tu brazo
derecho.-Prueba este ron de Barbados, está riquísimo, Manuel.
Si riquísimo era trenzarse tardes enteras
con Natasha en una cama, amargo era ver cómo destruía todo tipo de relaciones
familiares y amistosas con sólo abrir sus labios, aunque inmediatamente llenase
de elogios a los agredidos. Siempre pensaste que esas actitudes se debieron a
su mezcla de sangres. Josefa, madre de Natasha, cubana descendiente de
españoles, se fue a estudiar a Bulgaria al comienzo de los años sesenta, y allá
conoció a Alfredo, quien fue enviado a la misma universidad por el Partido
Comunista Mexicano. Alfredo era hijo de un japonés y una sonorense.
Sales del metro, te duele la cabeza,
conversaciones e imágenes de la noche anterior giran como asteroides en tu
mente. Alfredo te asombra con un abrazo eufórico. Este tipo ha envejecido,
piensas al recordarlo en una foto tomada hace mucho tiempo en una playa del Mar
Negro. Alfredo hace preguntas mientras entran a un restaurante, donde pide un
desayuno norteño, dice con orgullo regional. Le entregas la dirección y el
teléfono de Josefa. Finge estar conmovido. Descubres cuánto se parece este
hombre a Natasha en sus ojos rasgados. Tras el desayuno, subes a un New Yorker
que enrumba hacia el Bosque de Chapultepec conducido por Alfredo. La ciudad es
hermosa.
-Yo me jugué la vida en estas calles,
Manuel. Teníamos una red de guerrillas urbanas que llegaba hasta Chile con el
apoyo de Cuba y la Unión Soviética. Había güevos.
Un sol tibio se filtra entre los árboles y
sus rayos caen sobre la avenida en forma de rayas. Así hablaba Josefa, con
fragmentos de oscuridad y luz, y nunca podías escindir el testimonio de la
ficción. Tal vez Alfredo sea también una ficción.
-Cuantas ilusiones y sacrificios por una
esperanza incierta, y ahí estaba yo de pendejo partiéndome la madre, tan lejos
de Natasha.
En el semáforo, una familia de payasos
orquesta una difícil acrobacia. Cuando miras sus rostros, te identificas con su
suerte. La vida como circo en todas partes.
-Natasha le pusimos a nuestra hija. Nació
dentro de un auto. ¿No te lo contó? Recuerdo el olor a flores, la carretera.
Para entonces yo había terminado de estudiar y me pidieron que regresara. Pude
volver una vez más a Sofia y pasamos unos días padres. Mi niña sonreía cuando
los gitanos cantaban en las plazas. Fue la última vez que las vi en persona.
Después del 68, creció la represión en México. Tuve que cambiar de nombre 15
veces. Viví en ciudades distintas y tuve tantos oficios como mujeres.El New
Yorker se detiene en una esquina y cruza un mariachi cuyos músicos traen chalecos
desteñidos. Los sigue un perro. En el estereo, se oye una canción de María
Teresa Vera. Alfredo te muestra un calendario del año que acaba: 1992.
-La escucho mucho. Justamente hace 20 años
que no sé de mi hija.
-A mí me dijeron que habías muerto. ¿Por
qué no volviste a saber de Natasha?
-¿Por qué? ¿Quieres saber por qué? Por
culpa de Josefa, chingada madre. Hasta los ocho años de Natasha yo le enviaba
maletas con ropa y juguetes a Sofia. Cuando no pude mandarle nada, Josefa me
mandó al demonio. Me dijo que nunca las vería, que iba a contar esa historia
que te contó a ti. No logré seguirles el rastro. Apenas podía sobrevivir
escondido y cuando salí a flote no supe a quién preguntarle.
Entra el New Yorker al Bosque de Chapultepec.
Pese al frío, en el lago se bañan algunos niños. Recuerdas a Natasha sin aire
entre las aguas de Santa María del Mar. Bajan y caminan espantando a su paso
las ardillas.
-¿Volvió a casarse Josefa?- te pregunta
con estudiada indiferencia.
-Sí, se casó con un funcionario de la
embajada. Regresaron a Cuba. Natasha se quedó en Sofia hasta terminar sus
estudios de sociología.
Alfredo sonríe cínicamente, pero no puede
esconder la humedad de sus ojos.
-¿Cómo es Natasha, Manuel?
Pedante, engreída, neurótica, egoísta,
fársica, mitómana... Todos los oscuros adjetivos acuden a tu memoria. Por ella
casi te peleas con tu madre, por ella casi te sancionan en el trabajo, por ella
perdiste a cinco de tus mejores amigos, por ella quedabas siempre en
ridículo... Alfredo intenta descubrir tus pensamientos, pero evades sus ojos.
Aún así, alcanzas a verlos muy húmedos, en
una expresión que dibuja a Natasha en sus minutos de paz cuando cesaba su ira
contra el mundo, y dejaba de ser una tigresa para reconocer su vacío, su
miseria, su miedo. Esos ojos de actor entrenado en la arena política, algo
ansiosos, buscan los tuyos con la misma pregunta:
-¿Cómo es Natasha?
Quieres salir de esa niebla: gritos,
dientes afilados, palabras calcinantes. ¿Qué puedes hacer contra un recuerdo
que se te adhiere en el alma y en la piel? Nada, piensas mientras tus ojos
siguen la ondulación de una hoja que sube y desciende, casi roza la tierra y
vuelve a elevarse mostrando sus dos caras: una verde, otra amarilla.
-Maravillosa, Alfredo, maravillosa.
Autor: Agustín Labrada
Chetumal, Quintana Roo. México.