El mar embriagador.
Por Raquel Marcos Catalán.
Era el atardecer de una hermosa y luminosa tarde primaveral, los colores, anaranjados del sol se reflejaban en la mar sosegada, verde-azulada de esta bendita tierra valenciana.
El paseo estaba repleto de gente, que iba y venia, paseantes, corredores, solitarios, bohemios, pensadores, amantes, familias en fin, gente con inquietudes, temores que encuentran en el mar. Los más distintos, pero, a la vez semejantes sentimientos, buscando refugio ante semejante paisaje.
Entre la multitud dos miradas se entre cruzaron sin saber como ni porque se fijaron la una a la otra. Eran las miradas de dos almas solitarias sedientas de compañía, un hombre y una mujer que en apariencia lo tenían todo pero que no tenían nada.
Sin dejar de mirarse, los dos se acercaron, el uno al otro y continuaron caminando, pero esta vez buscando la intimidad y la complicidad del mar, yendo a la orilla. Se descalzaron para sentir el fresco de la arena húmeda.
De vez en cuando se miraban y sonreían sin hablar, por temor a que esa sensación se desvaneciera con solo pronunciar una sola palabra. Sus dedos no tardaron en rozarse, sintiendo un estremecimiento por sus cuerpos jugueteando unos a otros hasta unir sus manos por completo entre los dos se había producido un vinculo difícil de explicar, sin hablar ya sabia lo que el uno del otro podría recibir y por lo tanto dar. Se acababan de conocer pero para ellos no necesitaban más.
Llegaron a las rocas, lejos de la multitud, estaban solos acompañados mutuamente y con una compañera excepcional, la mar, cómplice de sus miradas, dulzuras de amor que poco a poco iba surgiendo. Sus manos se soltaron por un momento para sentarse cada uno en una roca, pero después de unos minutos no podrían soportar la profunda sensación que los invadía. Les pareció que la mar les hablaba susurrándoles sin parar "no os separéis unios, sentios". Se levantaron y fueron hacia una roca que parecía que les estaba esperando, se sentaron sin tocarse, ni mirarse comenzaron de nuevo a jugar sus dedos, mientras sus cabellos bailaban al son del aire fresco y puro de una mar, en calma. Sus manos se unieron dejando que sus brazos se acercaran deseando sentir el roce de sus cuerpos estremecidos. Cada vez están más cerca el uno del otro. Ella cierra os ojos y apoya su cabeza en el hombro de él, mientras es correspondida sintiendo por su espalda la mano de él, que suavemente se la acaricia hasta poder rodearla con su brazo, aferrándola él y sin resistencia de ella. Parece como si el mar les hubiera embrujado. Él la miró con ternura al ver como le botaban lágrimas d sus ojos y, confundido, se separa, pero ella no le deja, acerca su mano al rostro de él y se lo levantó, obligándole a mirarla e nuevo. La miró de nuevo y se dio cuenta de su dulce y tierna sonrisa que la hacía aun más bella, dándole brillo a su rostro. Entonces él comprendió el significado de esas lágrimas, eran de felicidad hasta es momento contenida, esbozando también una sonrisa.
A los dos los ojos les brillaban, quizá por el reflejo de la mar, o quizá el aura les envolvía. Poco a poco sus labios se acercaban hasta rozarse, notando su tibieza, cerrando los ojos para poder sentir mejor como, a través de sus labios, se fusionaran siendo un solo ser; un alma, un corazón, un deseo. Se acariciaban, se descubrían, se exploraban, sin darse cuenta de que anoche le envolvía. Eran dos personas en una. ĦQué agradable locura!
Desde ese momento se dieron cuenta que el mar les unió y no podían ni querían separarse jamás. Sin dejar de mirarse, volvieron al camino que dejaron para adentrarse en las rocas y dar paso a otro camino, esa vez los dos unidos, sin melancolías, sin tristezas. El camino del amor que la naturaleza les había regalado, sin condiciones, ni ataduras, un amor lleno de ternura, de frescura. Se fueron por donde llegaron, sabiendo que volverían para reunirse con la mar su vieja amiga.