LA YOLI
Domingo en Tinogasta. Salió a la galería
y se sentó a tomar unos mates. No le gustaban los domingos. Lo pasaba mejor en la
semana. Era hombre de trabajo. Le gustaba acostarse cansado y tratar de no
pensar. Tenía dolor e impotencia. No estaba feliz con su vida. Dejó vagar su
mirada por los cerros. Las cumbres más altas, nevadas y por allá, en lo alto,
siempre se dibujaban los ojos de su madre... su mirada mansa, dulce, indefensa.
Esa mirada era su dolor, la espina clavada en su pecho.
- Maldito domingo, che...si no hay forma
de parar con los recuerdos...
Se tomó otro mate. Volvió a observar los
cerros y se le vino toda su vida otra vez encima. Su vida y esa sensación de
soledad, como un puño en la espalda. Desde chico la sentía, no podía precisar
bien desde cuándo comenzó...
Como todos los domingos empezó a
recorrer su historia.
Comenzaba allí en esa tierra de viñedos
y olivares, de altos cerros y de gente cálida.
De allí partió la Yoli, su madre, una
muchachita de ojos negros, demasiado mansa, no sabía defenderse.
Le faltaba la agresividad necesaria para
enfrentar la vida...
Ella soñaba con Buenos Aires. Le gustaba
mirar las revistas que venían de la ciudad. Soñaba... cómo no iba a soñar con
apenas 17. Era presa fácil y... así pasó.
Un cantor y guitarrero de esos que andan
de paso, aves dañinas de otros lares, la enamoró.
De ese amor de paso, de un padre que
nunca volvió, nací yo.
Nunca dudé del amor de mi madre, no
renunció a su hijo siendo aún casi una niña.
El nombre que me puso así lo indica, me
llamo Amado, amado por ella. Amado Nicolás, el segundo nombre por mi abuelo.
Eso es: Amado Nicolás Córdoba.
Corría el año 50. Época de gobierno
peronista. Había mucho trabajo en Buenos Aires y las chinitas de las provincias
se iban a trabajar a la gran ciudad. Allí nací yo, en la Casa Cuna, de una
madre soltera y menor. Quedamos bajo la custodia del juez de menores.
Mis primeros años, hasta los 9, fui muy
feliz. Me criaba una familia sustituta. Unos gallegos de gran corazón. Yo era
un hijo más entre los de ellos. No hacían diferencia, y la protegían a mi madre
que estaba colocada en una casa de familia. Ella venía el sábado a la tarde y
se quedaba el domingo.
Llegaba cargada de paquetes, todos
regalos. Mi otra mamá la retaba.
- Yoli,
no gastes la plata, guardá, guardá. Ella sólo sonreía y me besaba.
Cuando empecé a ir a la escuela mi
destino cambió, se tornó más y más oscuro.
Mi madre, la Yoli, empezó a no venir
algún domingo. Y yo escuché cómo mi mamá Ana la reprendía y ella lloraba.
Después me dijeron que iba a tener un
hermanito. Eso me gustó...al poco tiempo el Carlitos llegó. También vino a
vivir a la casa de mis papás, como yo los llamaba.
Cuando cumplí diez años el padre de mi
hermano nos quiso llevar.
Sí, ahora recuerdo, allí sentí por
primera vez esa sensación de miedo, de desamparo, de soledad, este puño que
tengo metido en la espalda.
Cuando salimos de esa bendita casa entre
el llanto de mis papis, sentía la mano de mi madre tomando la mía...temblaba,
tanto, tanto. Pobrecita, cuánto miedo tenía. En ese momento me di cuenta de que
éramos tres víctimas en poder de un malvado.
- Éste
ya está grande para trabajar, dijo un día.
Mi madre no respondió. Sólo temblaba y
me apretaba la mano.
Fue el infierno presentido. Mi madre
trabajaba demasiado y yo también...comenzaron los golpes. Era un maldito. Una
vez se lo llevaron preso por pocos días.
Le pedí a mi madre que volviéramos a La Rioja
con los abuelos.
-Yo no puedo, me dijo entre sollozos, el
Carlitos es su hijo y no me va a dejar.
La Yoli por primera vez venció su miedo
y me metió en un micro rumbo a La Rioja con una carta para sus padres. Sos mi
Amado, siempre te amaré, salvate de esto...sé un buen hombre...
¡Cómo hubiera querido tener de golpe
diez años más, ser grande y llevarla conmigo!
Lo distrajo la bocina del diariero, era
su vicio del domingo, leer el Clarín de Buenos Aires.
-Menos mal, así me distraigo. Maldito
domingo. Siempre lo mismo.
Volvió a calentar el agua y arregló el
mate.
Siempre lo mismo, piqueteros, ya me
tienen lleno, siempre igual...
Se le heló la sangre, sus ojos se
detuvieron en un aviso:
Amado, mamá te espera. Vení pronto.
Carlitos. Instituto Roffo. Bs. As.
Entró en el Instituto con el corazón
apretado. Vio dibujado en sus ojos negros un inconfundible adiós. Estaba tan
pequeña, parecía una niña.
La abrazó queriéndole dar su vida, su
calor.
Se quedó en sus brazos, dulcemente
quieta como había vivido...
Otra vez ese puño en su espalda como
cuando tenía diez años. Ese sentirse solo frente al mundo.
Unos brazos jóvenes le rodearon los
hombros y unas lágrimas calientes se mezclaron con las suyas. Su hermano, el
Carlitos, ¡se había olvidado de él!
Lo abrazó, encontró en él los mismos
ojos de su madre.
-¿Tu viejo?
-Lo mataron hace unos meses...
Lo tomó de los hombros. Te venís
conmigo.
Partieron juntos. Cuando subieron al
micro Amado sintió algo nuevo. Esa opresión en su pecho ya no la sentía,
tampoco se sintió solo. Tenía en su hermano su sangre y los ojos de su madre.
La vida le daba la oportunidad de hacer
por él lo que no pudo hacer por su Yoli.
Autora: Beatriz Claudina Martínez.
Buenos Aires, Argentina.