LA MESA
Es el mes de abril, desde hace tiempo,
el grupo de siempre decidió después de muchas dilaciones hacer aquella
incursión en las serranías minuanas.
Siendo Uruguay un país fácilmente
accesible, pues su topografía no ofrece obstáculos mayores, el grupo decide
internarse en las serranías, pero queda claro que no irán a Villa Serrana, ni
al Ventorrillo, quieren alejarse de los lugares turísticos comúnmente
frecuentados; llevando lo necesario casi rayano a lo imprescindible, allá va el
alegre grupo.
Entre los cerros pizarra y gris, con la
vegetación baja, propia de los montes nativos, con la cercanía del arroyo San
Francisco, se sienten felices con el cielo como techo, con la noche azul y la
luna amiga que discreta se oculta por momentos, para luego aparecer como
diciendo: sean felices yo les doy mi lumbre.
Junto a la fogata, mientras el mate
amigo va de mano en mano, ofreciendo su amargo deleite, surgen las leyendas,
los recuerdos de anécdotas familiares de otras épocas, cuando los abuelos y
amigos decían haber vivido y presenciado tantas situaciones…
A nada temen, la aventura es el mayor
incentivo.
Al final del segundo día, dos de los
vaqueanos anuncian que mas allá del cerro que surge después de la hondonada,
hay una tapera, un rancho que parece desafiar la acción del tiempo.
Deciden partir hacia ese punto y con
alegría, esperanza y un sentimiento no confesado de temor, llegan al fin.
Todo es silencio, sobre los puntales de
ñandubay firmes y seguros, con el ojo de agua de la cachimba vigilante, se ven
los horcones, aquellos que mantuvieron el techo que hoy está ausente. Los pisos
de piedra, señalan el tamaño de lo que otrora fue seguramente un hogar, donde
seguramente existió un alero, ese que se extiende como un ala de pájaro que
protege, allí está aquella mesa…no parece posible que se mantenga allí, como
mudo testigo de otros tiempos.
Su madera es dura, su tosca presencia
habla de manos fuertes, de trabajo duro, de calidez, de paz, de comunión y de
familia.
Rosa, la menor del grupo, la que mas
callada se mantiene porque ella viene de otro mundo más lejano del pequeño
país. Allá, de donde ella viene solo hay tierras de cultivo, nada es
misterioso, solo el misterio de la vida que se revela a diario, en todas las
manifestaciones de la vida natural.
Rosa recorre aquel lugar, se detiene en
los rincones que en su mente toman vida, imagina diferentes situaciones, busca,
busca, no sabe que, pero sigue mirando y tocando todo, asiéndose con fuerza a
los postes del ñandubay leal que se mantiene como esperando lo que seguro en un
tiempo sin calendario llegará hasta ellos.
Sobre las piedras ven los rastros de un
antiguo fogón, deciden hacer allí el fuego, tenemos aquí la cocina dijo otra de
las chicas, y allí llegaron con la leña, encendieron el fuego y al calor y
lumbre de las llamas, todo se pobló de vida y la charla se desgranó entre mate
y mate.
Se dispersaron, haciendo cada uno de
aquel lugar su casa, el fuego alienta la vida, finalmente duermen.
Rosa siente que algo espera, no sabe que
es, pero espera, cierra sus ojos como si el sueño llegara…
La luna en su fase creciente, cuando solo
faltan dos días para que cambie su fase en llena, parece un amanecer entre los
cerros, aparece allí el palenque, un jinete se detiene, es un hombre fuerte
tostado por el sol y los vientos, enérgico se apea, una mujer se adelanta lleva
en su mano el mate que ofrece al recién llegado, que se retira el sombrero
hacia atrás descubriendo una frente amplia y despejada, donde el oscuro cabello
se muestra aun preso debajo del chambergo.
La mujer es fuerte, joven, está llena de
vida, él pone su brazo fuerte sobre sus hombros y una intimidad discreta,
fuerte y segura se ve entre ellos, son sin duda, seres unidos por el amor.
El rancho tiene vida, se puebla de
sonidos, hay mas personas, la vida comienza, hay dos niños, un hombre mayor que
sentado en un banco de patas cruzadas con asiento de cuero rústico, trabaja
cortando lonjas y haciendo tientos, sobando, pasando grasa una y otra vez,
dando flexibilidad al material, va trenzando maravillas, a su lado está el lazo
de ocho tientos trenzados, bozal, riendas, y tantas maravillas que con sus
gruesas y fuertes manos hace a diario.
En un rústico telar una mujer algo
mayor, con gran destreza teje, los niños trajinan, ya traen agua y la cachimba
luce un brocal de piedra que protege de las profundidades del espejo que guarda
la vida.
Allí está la mesa, tiene bancos a cada
lado, un cajón, tiene vida, sostiene el pan que ahora humeante, fue amasado en
ella con amor, y que en el horno de barro fue cocinado. Ese horno que las manos
del hombre hizo, seguro inspirado en el nido del pájaro nacional: el hornero,
que construye su nido de barro y paja, el mismo que es común en muchos lugares
de nuestra América y que el idioma guaraní traduce: tatacuá.
El paisaje es colorido, a la distancia
se ven como nubes bajas, las ovejas pastando en las subidas y bajadas de los
cerros que según la incidencia de la luz solar se ven grises, azules o
diferentes tonos de verde.
Las blancas majadas son la riqueza de la
zona, y fruto del esfuerzo se ve colgando del gran árbol de naranjas criollas
un zarzo con quesitos elaborados con la leche de aquella blanca riqueza, que
generosamente da abrigo, carne, leche.
Esa blanca riqueza que al bajar el sol
mansamente regresan guiadas por los pequeños pastores al abrigo del fuerte
rancho que como un gran nido cobija y arrulla a todo lo que lo circunda…
La mesa es el centro de toda aquella
vida que bajo el techo protector bulle sin pausa.
Ahora amanece, Rosa no quiere abrir los
ojos, siente que con el despertar de sus compañeros de aventura se esconderá la
magia, que lo vivido no será para ellos nada más que un sueño; ella sabe que en
comunión ancestral ella ha vivido esa realidad que por alguna razón los demás
no pueden percibir.
La aventura se termina, deben regresar,
la ciudad, la vida de siempre los espera, cada uno lleva sus vivencias, solo
Rosa lleva aquello que la Madre grande quiso mostrarle y que ella atesora en su
corazón como testigo de los tiempos.
Autora: Marie Díaz. Montevideo, Uruguay.