LA FRASE MALDITA

 

Esta es una historia verídica ya que me fue contada por mi abuela Carmen, una de sus protagonistas, aunque era muy pequeñita en el momento en el que el suceso acaeció.

Corría el año 1882 y María Anna y Giorgio vivían en Gualeguaychú con sus cuatro hijos. Habían llegado de su Italia natal diez años antes. Se instalaron en una modesta casa y transcurrido algún tiempo, cuando el trabajo de Giorgio fue brindando mayor bienestar a la familia, que iba creciendo, se trasladaron al que sería su hogar definitivo y que contaba con mayores comodidades para todos.

Giorgio trabajaba extrayendo arena del río y enviándola a las crecientes construcciones del lugar. Esto hizo que la prosperidad los tocara rápidamente permitiendo que compraran caballos, terrenos, alhajas y cualquier cosa que significara seguridad para los seis.

Un día al fin de la jornada laboral Giorgio fue hasta la pulpería para tomar su copa de ajenjo. Allí tuvo una discusión algo violenta con un paisano borracho.

Giorgio terminó su bebida sin tomar en cuenta las amenazas del paisano enardecido, para él era algo sin importancia.

Llegó a su casa y mientras esperaba que su esposa concluyera con la cena comenzó a jugar con sus dos hijos más pequeños, Augusto de cuatro años y Carmen de dos. Los otros dos niños, Giorgio de ocho y Ligia de seis estaban terminando sus tareas escolares.

En ese momento golpearon a la puerta y Giorgio con la pequeña Carmen de la mano salió a ver quién llamaba y con sorpresa vio al borracho de la pulpería que furioso se lanzaba sobre él con un enorme cuchillo en su mano.

El asombro le impidió reaccionar y sólo lo hizo al sentir que el acero penetraba en su vientre.

Apartó a su pequeña hija y arrancó el cuchillo de sus entrañas hundiéndolo en el corazón del borracho que cayó exánime.

Giorgio con sus intestinos colgando llamó a gritos a su esposa que, enloquecida lo llevó hasta el dormitorio adonde al llegar, Giorgio cayó al suelo desmayado.

Él era un italiano alto, rubio y fornido y Anna una mujercita pequeña y frágil. La casa estaba muy alejada del vecino más cercano, de todos modos envió a su hijo mayor en busca del médico, el que no llegó nunca.

Cayó la noche y Anna permanecía al lado de su esposo, escuchaba ruidos en el exterior de la casa, con temor le dijo a Giorgio que creía que estaban robando la caballada.

-No te asustes bambina, alcanzame el fusil, mientras esté vivo acá no entra nadie, dijo Giorgio.

Anna se lo alcanzó y él lo mantuvo en sus manos durante los dos días que duró su agonía.

Cuando su marido murió, llegó el hermano de Anna y le pidió que dejara todo en sus manos y que se fueran a vivir con él ella y sus hijos.

Pasados un par de años el hermano de Anna, que se había apropiado de todos sus bienes, le dijo a esta que debía irse con los niños porque él ya no podía hacerse cargo de ellos.

La pobre viuda tomó a sus hijos y sus pocas pertenencias y se marchó a Buenos Aires.

Creyó que la gran ciudad le brindaría la prosperidad que había perdido.

Pero Buenos Aires, fría e insensible, sólo le ofreció como vivienda un conventillo, como trabajo, lavar la ropa.

Cuando el frío del invierno y el agua del río le laceraban las manos, ella recordaba la frase que había pronunciado el médico que llamaron cuando su marido fue herido: “Se murió el criollo, que se muera el gringo”

Esa era la frase que había labrado su desdicha y la de sus hijos.

 

Autora: Isabel Carmen Beatriz Núñez. Buenos Aires, Argentina.

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