EL SÚPER CIEGO

 

Por experiencia, por lo que vivimos, por lo que sentimos (y por lo que tenemos que enfrentar a diario) las personas que nacimos sin ver, y las que dejaron de ver en algún momento de sus vidas, sí sabemos qué significa, qué implica, cuánto afecta el no contar con el apoyo de un sentido como el de la vista que como tal, sin duda, cumple un papel no solamente importantísimo, sino fundamental, trascendental, en el proceso del desarrollo y la socialización del ser humano, en relación directa con su entorno. Por eso, y para empezar, me gustaría sugerirle a los videntes quienes quisieran indagar acerca de las implicancias de estar ciego, que nos pregunten a nosotros, pues así podrán llegar al fondo de nuestra realidad, y habrán de constatar cuán cierto es lo que reza aquel viejo refrán: “Del dicho al hecho, hay mucho trecho”.

Lejos, muy lejos de lo que los videntes pudiesen intuir, más allá de cualquier mito o leyenda, por encima de nuestros deseos, contrariamente a nuestras expectativas, la ceguera se nos manifiesta a cada momento, inmiscuyéndose en lo más íntimo de nuestras fibras, dejando grabadas en nosotros huellas muy profundas, imborrables, y sobre todo imposibles de ocultar a los ojos de los demás. En lo individual, esta altera el carácter de nuestra constitución orgánica, tanto en lo biológico como en lo psicológico, y a partir de ello, atraviesa las diferentes esferas: la económica, la social, la cultural, en las que se produce la complejidad de relaciones sociales, que se dan entre el resto de miembros de la sociedad (los videntes) y nosotros.

En contra de nuestra voluntad, y por más que nos esforcemos para que ocurra lo contrario, la ceguera obstaculiza, interfiere, limita cualquier intento de integración, inclusive entre nosotros mismos, lo cual no es difícil de constatar si nos ponemos a observar cómo nos tratamos entre los ciegos, especialmente, sobre todo y muy particularmente, cuando alrededor nuestro no hay personas que ven y que podrían decirnos: “Sean más tolerantes y comprensivos con ustedes mismos”. Esto se refleja en algunos de los mensajes que llegan a mi bandeja de entrada y que, ¡algunas veces ya ni abro!

La breve, brevísima referencia que a modo de introducción me he permitido hacer acerca de las implicancias de la ceguera, nos permite aproximarnos al contexto en el cual se encuentra la fuente de origen del SÚPER CIEGO, que me motiva a escribir estas líneas. Ah, hablando de él, quisiera contar que alguna vez lo conocí, y como estamos en confianza, no tengo porqué negar que alguna vez sentí la tentación de imitarlo, creyendo que era lo mejor que podía hacer, para desarrollarme, hasta realizarme como una persona, a la cual los videntes habrían de incorporar a lo dinámico de su mundo, no obstante el carácter, el sentido, así como la orientación visual de este.

El título no se lo han puesto los demás como se pudiera pensar, ni se debe a grandes cualidades, como las de otros invidentes que también conozco y que sí las poseen, que sí las tienen, hasta para regalarlas, pero que a veces las conservan, casi en el anonimato, antes que hacer alarde de ellas ni aspavientos, llenándose la boca, hablando de sí mismos: “Miren, ¡cuántas cosas puedo hacer! El título se lo ha puesto, y se lo ha creído él, él mismo y solo él, para ver si de ese modo logra cambiar lo incambiable de la situación en la que se encuentra, como consecuencia de su ceguera, y al recordarlo me parece estarlo oyendo: “Que, no me vengan; ¿ciego yo? No, no, ¡ni de a vainas! En todo caso, yo soy algo diferente a esos que no ven, y por último si algo soy, pues soy un súper ciego, EL SÚPER CIEGO que ve a su manera, ¡como ningún otro lo hace!”.

Según él, la gente debería escucharlo con atención, y tendría que acabar por quedar convencida de sus afirmaciones cuando dice: “Yo no necesito andar en compañía de otros ciegos que buscan integrarse, porque a diferencia de esos yo ya me integré; sí, ¡ya me integré! Ah, todos, pero todos mis amigos son videntes, ¡y con ellos la paso de lo mejor! Según mis amigos yo no estoy ciego”.

Pero, a todo esto, ¿será posible tanta vanidad junta? No, definitivamente no, porque antes que vanidoso, EL SÚPER CIEGO es un gran mitómano, que al final solo consigue engañarse a sí mismo, pues al oírlo, lejos de creerle, los demás no hacen sino mirarlo con la misma lástima con la que miran al resto de los cieguitos.

 

Sus palabras, sus autoafirmaciones, resultan ser algo así como ecos de impresionantes gritos de un dolor, que le resulta imposible poder ocultar y que a mi entender no expresan otra cosa más que una profunda y desgarradora lucha interna, en contra de sí mismo, y en contra de una realidad como la suya, que de hecho él no está dispuesto a tolerar de ninguna manera. “No, no, yo no soy un ciego”. En él hay de manifiesto un deseo de tipo obsesivo, compulsivo, por ser admitido, bienvenido, integrado a la vida de los que sí ven, como si con él no pasara nada de lo que en realidad sí ocurre a cada instante, en todo momento, desde que se levanta, cuando se dirige al baño, se sienta a la mesa, toma su bastón para salir a la calle, se golpea, se cae, como lo hace cualquier persona que no ve. “pero ¡yo ciego no! Ni hablar”.

Ah, ¡qué no andará diciendo EL SÚPER CIEGO! “Yo veo con mis dedos”, y qué no irá haciendo, incluyendo el ridículo, para que los demás le abran sus brazos, para que lo tomen como uno más entre ellos, para que no lo confundan con los otros ciegos, esos ciegos, sí esos, que hemos ido al colegio especial, o centro de rehabilitación, del mismo modo que él también lo hizo, cuando tubo que aprender las técnicas compensatorias para realizar sus actividades de la vida diaria, incluyendo la del uso del Bastón Blanco, que inevitablemente tiene que llevar consigo.

¿Y por qué no quiere que lo confundan? ¿Por qué se empeña tanto en diferenciarse de las otras personas que no vemos?

Es que con nuestra sola presencia, el resto de invidentes ponemos a EL SÚPER CIEGO con los pies en la tierra, trayéndolo de regreso a lo crudo de una situación de la cual, después de todo, él también es parte, y de la que no consigue escapar, pese a sus intentos. En un sentido metafórico, nosotros (los demás invidentes) somos algo así como un espejo en el que EL SÚPER CIEGO se ve reflejado, con todas sus limitaciones, su dependencia, su incapacidad para romper la barrera entre lo fantasioso que pudiera haber en su mente y la realidad. Y sin habérnoslo propuesto, le estamos recordando, recalcando, poniendo de relieve, que entre nosotros él es uno más, un ciego ante el cual los videntes no van a inclinarse, como él se lo espera, y es por eso que (dicho sea de paso) al referirse a nosotros, lo hace en términos despreciativos tales como aquel de: “Esos ciegos”.

De vez en cuando, alguna persona que ve le echa un halago. “Qué increíble, ¡pero cómo te has superado!”, y eso infla su ego hasta que ya no ya, pero cuando eso no ocurre, y él no consigue ser el centro de atención; cuando por un instante descubre que no está integrado, porque para él la integración o la inclusión son sinónimos de halago, la neurosis que lleva en su interior empieza a desencadenarse, y entonces, trata de esmerarse, afinando su discurso, mejorando su manera de presumir, esforzándose por reconstruir su propia ficción, para que alguien le vuelva a decir: “¡Ni te imaginas la admiración que por ti siento!”.

Los avances tecnológicos, aquellas maravillas con las que hoy contamos en el campo de la informática: el Jaws, el Home Page Reader, etc., se constituyen para él en herramientas que le permiten dejar a los videntes con la boca más abierta de lo que ya la tenían, cuando conseguía que se pongan al rededor suyo para ver cómo él escribía o leía en Braille, en la cafetería de la universidad o del colegio donde él soñaba que los demás lo habían incluido, integrado. Antes que considerar a la computadora como un medio que le podría servir para ampliar sus conocimientos, para tener una mejor información, EL SÚPER CIEGO la toma como un aliado que le da la oportunidad de gozar, vibrar de emoción, agitarse, hasta dar la impresión de excitarse, cuando los videntes lo observan enviando algún correíto electrónico, algún adjuntito. “No, no puedo creer lo que están viendo mis ojos”, oye que le dicen con voz entre cortada, quienes están a su lado, y al SÚPER CIEGO se le sube la bilirrubina. “Ay, ¡no puede ser que también sepas chatear! No lo voy a creer, ¡hasta que chatees conmigo! Por favor, ¡dame tu cuenta de Messenger! A ver si de esa forma salgo del asombro que me causas. No sabes, no tienes una idea de cuánto te admiro, ¡y hasta me olvido que no vez!”.

Para EL SÚPER CIEGO cualquier elogio es una especie de analgésico y estimulante de tipo emocional, sin el cual no puede vivir, y por eso, es capaz de recurrir inclusive al exhibicionismo con tal de conseguirlo. “Ay, ¡pero míralo cómo hace!”. Dependiendo del caso, intenta demostrar que puede navegar por Internet, saltar, correr, y se siente en las nubes cuando la gente lo aplaude (después que le decían ay, cuidado) al momento en el que se lanzaba a la piscina. Y, por si lo anterior fuera poco, EL SÚPER CIEGO es capaz de ponerse a bailar, aunque al hacerlo le pise los pies o le de un rodillazo a su pareja ¡quién sabe dónde) mientras que por condescendencia, y para no hacerlo sentir mal, ella lo lleva bajo la mirada de los demás, con delicadeza, aguante, y con una resignación, quizás parecida a la que se requiere para soportar a un tío que dice que baila, pero que no hace más que andar tieso, duro, ¡como si se tratara de un robot con saco corbata y bien afeitado!

Si en una reunión la gente se le acerca, lo saluda con deferencia: “Encantado de conocerte”, y lo elogia hasta porque él sabe dónde poner el baso de agua (cosa que en el fondo cualquiera de nosotros puede hacer) nuestro personaje se pone contento, y se dice así mismo: “Ahorita los convenzo de que yo no soy un simple ciego”. Ah, y si la conversación de los que allí están tiene que ver con él empieza a delirar, pues ama el ser protagonista. Si le preguntan: “¿Cómo hiciste para estudiar? ¿Cómo sustentaste tu tesis de grado?”, se empieza a derretir de la emoción, se le hace un nudo en la garganta mientras va dando respuestas a los que por curiosidad lo interrogan, y en su interior grita: “Lo conseguí; ¡lo conseguí!”, hasta creerse un sujeto integrado, asimilado al ambiente, al mundo de los que sí, sí ven. Sin embargo, cuando la reunioncita aquella ha llegado a su fin; cuando ya no hay halagos, atenciones, cuando ya no es el centro de admiración (como a él le encanta ser) EL SÚPER CIEGO inevitablemente vuelve a darse de cara y de cabezazos contra aquel espejo, representado por esos ciegos quienes en silencio, o con el sonido que nuestros bastones hacen al pasar por su lado, le andamos diciendo: “Tú no eres sino uno más entre nosotros”, y en ese caso, EL SÚPER CIEGO se la agarra con aquel espejo.

¿Qué hace? Trata mal al resto de invidentes, cuando tiene la ocasión, y habla pestes de nosotros frente a los que sí ven, suponiendo, pero solo eso, ¡suponiendo que así los que ven lo tomarán como alguien diferente! “Esos ciegos dicen que ustedes no respetan sus derechos, que los marginan, que a veces ustedes son indiferentes; pero, ¡pero yo pienso todo lo contrario!”, afirma en una actitud de adulación.

Al pensar en EL SÚPER CIEGO se me ocurre hacer una comparación, una especie de paralelismo entre él y por ejemplo aquel latino (súper latino) también exhibicionista, egocéntrico, también adulón, y en el fondo acomplejado, que ya antes de partir de viaje anda pronunciando frases en Inglés, como para diferenciarse entre sus paisanos, como para hacerse notar y que ni bien llega a Los Estados Unidos, ya no quiere hablar en Español, o que cuando lo habla lo hace masticándolo, y evita tratar con otros latinos, luchando por asimilarse a las costumbres del tío Sam, con tal de ver si de esa forma aparece como un gringo más, aunque para el resto de gringos él sea uno, y solo eso, uno entre tantos otros indios que a diario llegan a esas tierras, ¡pa muchas veces terminar limpiando escusados!

EL SÚPER CIEGO, que tantas ínfulas se da, que tanto se llena la boca hablando de sí mismo, que tanto critica y despotrica de los otros ciegos, me trae a la mente por lo menos dos refranes, como aquel que reza: “Dime de qué te jactas, para yo decirte de qué careces”, o aquel otro que como aludiéndolo a él dice: “Más es el ruido que las nueces”.

Al cabo de mis años vividos, luego de lo que yo he podido experimentar fundamentalmente frente a lo que son las cosas, EL SÚPER CIEGO hoy no puede causarme otra cosa más que no sea pena, y en el fondo lástima, porque comprendo sus obsesiones, su vehemencia, sus desvelos, sus angustias, su desencanto, su desazón, su lucha en contra de un imposible: conseguir que sus fantasías se conviertan en realidad. Por eso, y lejos de pasármela criticándolo, haciendo de él leña del árbol caído, me gustaría terminar expresando, que EL SÚPER CIEGO es uno de los que más ayuda y orientación necesita entre nosotros, pero que tal ayuda podrá materializarse sí, y solo sí él está dispuesto a poner de su parte, ayudando a que lo ayuden. Es necesario darle la mano.

 

Autor: Luís Hernández Patiño. Lima, Perú.

enfoque21_lhp@yahoo.es 

 

 

 

Regresar.

 

 

1