UN PERFECTO DESCONOCIDO
Está bien, yo le cuento, pero mejor búsquese a otro... yo no lo puedo acompañar. De ahora en adelante ni bien salgo del trabajo me voy derechito para mi casa. No quiero ¿vio?... no vaya a ser que... usted sabe, cuando uno se quema con leche... Sí, ya sé, usted no me entiende. ¿Y cómo me va a entender? Si yo mismo no estoy seguro de nada. Además, todavía estoy muy nervioso ¿sabe? y cuando estoy nervioso soy medio entreverado para hablar ¿vio? ¡pero no ponga esa cara, viejo! ¡téngame un poco de paciencia! yo le voy a explicar.
Sucede que Patricia, mi esposa, trabaja de mesera en un bar y no vuelve a casa hasta las once de la noche más o menos. Por eso, como yo salgo del trabajo más temprano, soy medio remolón para volver a casa, no me gusta llegar y estar solo ¿vio? Lo mismo me pasa los sábados. Como los sábados yo no trabajo aprovecho y me voy a estudiar a la biblioteca de la Universidad ¿vio? Porque aunque no lo parezca, yo voy a la facultad... en serio, a Medicina. Bueno, como le decía, como no me gusta estar solo en casa; los sábados, cuando salgo de la biblioteca, a eso de las dos o tres de la tarde, me voy a la placita esa que está frente a la facultad ¿vio? así me fumo un cigarrillo, ordeno los apuntes y tomo un poco de sol. Bueno, resulta que el sábado pasado, a eso de las tres de la tarde, yo estaba sentado en el banco de la plaza con mis apuntes a un lado y tenía en las manos el permiso de examen para Anatomía. El permiso de examen es un papel celeste con mis datos, el nombre de la materia que se rinde, la fecha de examen y otros datos. Es muy importante porque si uno no lo presenta el día del examen no puede rendir la materia. Bueno, la cosa es que apoyé el permiso sobre mis piernas para encender un cigarrillo y, como es lógico, se me voló. Al principio no me preocupé porque había caído cerca de mis pies, pero enseguida una ráfaga de viento apagó mi encendedor y el papel comenzó a levantar vuelo. No lo pensé dos veces y salí a la carrera, pero, ni bien había dado un par de pasos, ¡pum! Alguien me atropelló y los dos rodamos por el piso. Traté de ponerme de pie e insultar al bobo que me había atropellado, pero no pude hacer ninguna de las dos cosas. La primera porque el dolor en la rodilla me estaba haciendo lagrimear, y la segunda porque se encontraba frente a mí, despatarrada en el piso, una mujer tan hermosa que me dejó mudo y con ganas de que me atropellara mil veces más.
Yo le calculé alrededor de treinta años, quizás menos, un metro setenta más o menos; cabello largo, castaño claro, ondulado, precioso; unos ojos verdes infartantes; ¡una sonrisa...! ¡un cuerpo...! Usted me entiende ¡un minón impresionante!, una chicas de tapa ¿vio?
Al revés de cómo sucede en las películas, ella se levantó primero y me arrastró hasta el banco. Se preocupó de verdad, se disculpó, me dijo que era una torpe, me preguntó si me dolía mucho... yo le dije que era un futuro médico y que no me venía mal experimentar un poco de dolor en carne propia. Ella sonrió y yo sentí que había convertido un gol. Después me preguntó si podía ayudarme de alguna manera y yo le dije que sí, que para recuperarme del todo me vendría bárbaro que me acompañara a tomar un café. Ella aceptó pero me dijo "Mirá que soy casada ¿eh?".
Mire, aunque le parezca mentira, esta frenada me devolvió un poco a la realidad. Casi le diría que me tranquilizó. ¿Sabe que pasa? la verdad es que con Patricia tenemos problemas, como cualquier matrimonio. Pero yo la quiero a la flaca. Es una buena mina. A mí nunca se me había pasado por la cabeza meterle los cuernos a mi señora, pero la verdad es que esta Valeria me estaba volviendo loco. ¿Qué? ¿no le dije?... Sí, Valeria, se llamaba Valeria. Me lo dijo en el bar. También me dijo un montón de otras cosas. Yo no le pregunté la edad, queda mal ¿vio? Ella me contó que vivía en el caserón de la calle Artigas, ese que parece abandonado ¿vio?... bueno no lo estaba, ahí vivía ella. Me contó también que no le gustaba bailar pero que le gustaba mucho la música clásica.
Yo le dije que a mí también, pero cambié de tema porque el único clásico que conozco es River-Boca ¿vio?
En ella todo era sensual. Cuando me miraba, cuando me hablaba, cuando me sonreía, cuando se acercaba la servilleta a los labios,... chorreaba sensualidad. Pero al mismo tiempo dejaba en claro que conmigo no iba a pasar nada. Obviamente ella estaba jugando, se estaba divirtiendo. En el fondo mejor así, porque yo no iba a permitir que la cosa pasara a mayores; ¿no va a pensar que...?, yo la quiero mucho a la flaca. Pero... como ahora estaba tranquilo porque sabía que ella no iba a agarrar viaje, que sólo se trataba de un juego, saqué a relucir lo que yo tengo de seductor, porque yo también tengo lo mío... ¿vio?
La estábamos pasando bárbaro, había momentos electrizantes. Le pedí que me disculpara un segundo porque tenía que ir al baño. Fui, descargué lo que tenía que descargar y cuando me miré en el espejo vi que tenía la cara roja como un tomate. Hacía mucho tiempo que no la pasaba así, que no me sentía así. Cuando volví ella ya no estaba.
Me acerqué a la mesa, llamé al mozo y le pregunté si sabía algo de la mujer que estaba sentada conmigo. Me dijo que no, que quizás estuviera en el baño. No estaba en el baño. Debajo de un vaso me había dejado una nota, decía: "Te espero en casa a las ocho de la noche. Si no venís me mato. Valeria."
Ahí sí que no entendía nada. "¿Qué le pasa a esta mina? – pensaba yo – ¿Está loca? ¿Está jugando? ¿Cómo me va a dejar una nota así? ¿Qué quiere, asustarme? ¿Qué espera, que vaya corriendo a su lado para que no se mate?... ¡Está loca esta mina! La verdad, es una diosa... ¡pero está chiflada!. Además, eso de ‘me mato’... ¡qué ridículo!, si apenas nos conocemos." Por otro lado, si lo que quería era tener una cita conmigo ¿por qué no me lo dijo cuando estábamos juntos? Tímida no era. Lo único que podría haber pasado sería que, como se dio cuenta que yo nunca hubiera agarrado viaje, tuvo miedo de rebotar y se jugó con una carta dramática a ver si le daba resultado. Orgullo femenino ¿vio?
Yo no sé qué hubiera hecho usted, pero yo sentía que esto había que aclararlo. No me iba a dejar tomar el pelo así como así. Además existía la posibilidad, aunque fuera una en un millón, de que estuviera realmente loca y quisiera matarse en serio. Y al fin de cuentas... yo voy a ser médico... y mi vocación es ayudar a la gente enferma ¿vio? Así que, como eran las cinco y media más o menos, me fui a mi casa, me pegué una ducha y me cambié de ropa... para matar el tiempo ¿vio?, y a las ocho menos cuarto ya estaba frente a la casona de la calle Artigas. Como Valeria me había dicho a las ocho yo supuse que, a esa hora, su marido no iba a estar en casa, pero, por las dudas, no me quise arriesgar y esperé hasta las ocho. Cuando llegó la hora pensé en esperar un poco más, no quería que ella creyera que estaba muerto por verla, pero también sabía que tenía que volver a mi casa antes de las once; así que tomé coraje y me mandé.
Por lo abandonada que estaba, la casona parecía deshabitada ¿vio?, pero esta vez había luz en un par de ventanas. La puerta de rejas estaba entornada, pasé y fui por ese caminito que, entre pajonales lleva hasta la puerta de entrada. Toqué timbre y esperé. Nada. Volví a tocar y volví a esperar. Nada. Un impulso, no sé, algo... me llevó a probar el picaporte, y la puerta se abrió. No sabía que hacer. Toqué el timbre un rato largo y, como no venía nadie, entré. La verdad es que acá ya estaba un poco nervioso. Entré en lo que parecía un recibidor, estaba muy oscuro, al fondo había una puerta entreabierta con luz del otro lado. El perfume de Valeria parecía llenar toda la casa. Era un olor suave, a jazmines frescos que, lejos de saturar el aire, lo endulzaba. Entonces grité: "¡Valeria! ¡Valeria, soy yo, Juan Carlos!". Nada. Caminando despacito me acerqué a la puerta entreabierta y espié. Era una sala grande, lujosa, pero del tiempo de mi abuelita. Un museo. Lo primero que me llamó la atención fue lo que vi sobre un gran hogar apagado que dominaba la habitación. Tenía dos candelabros enormes encendidos, uno a cada lado, que lo iluminaban todo y, entre ellos dos fotos muy grandes. Una era de Valeria, tan hermosa como estaba en el bar, y la otra de una mujer un poco mayor. Sería su madre o su hermana porque se parecían bastante. A un costado del hogar vi el alto respaldo de un viejo sillón, a cada lado se asomaba, colgando, un brazo. Abajo, en el piso, dos charcos de sangre. "¡Valeria!", grité y fui corriendo a su lado. No era Valeria. Era un tipo grande, de unos sesenta o sesenta y cinco años. "¿Y éste quién es? –me pregunté– el marido no puede ser. ¿Será el padre?". El viejo se había cortado las venas, se estaba desangrando, estaba inconsciente, pero todavía respiraba. Agarré dos carpetas de tela que había sobre una mesa y se las até a las muñecas para parar la hemorragia. Después, como pude, lo acomodé sobre un sofá y busqué un teléfono. Llamé a la policía y pedí una ambulancia. Mientras los esperaba recorrí la casa en busca de Valeria o de alguien más. No había nadie. La policía llegó enseguida. Mientras yo le contaba a uno de ellos lo poco que sabía, otro revisaba todo, y un tercero hablaba por teléfono.
Al ratito llegó la ambulancia y la mina que, ahora estaba seguro, era la hermana de Valeria. Se acercó llorando a su padre pero los médicos ya se lo estaban llevando en una camilla. Así que nos fuimos todos al hospital Ramos Mejía.
Bueno, la cosa es que era tardísimo y yo estaba en la sala de espera de un hospital con un policía haciéndome preguntas y preguntándome yo, al mismo tiempo como había hecho para meterme en semejante lío, cuando de pronto, se abre la puerta de la sala de Guardia y viene hacia mí la hermana de Valeria.
Me preguntó si había sido yo el que había llamado a la ambulancia. Me presenté, le dije que sí, que había sido yo; entonces ella me lo agradeció mucho, me dijo que se llamaba Estela y que su papá, gracias a Dios se estaba recuperando. Yo le dije que me alegraba mucho por ellos y también por mí, no fuera cosa que la policía me creyera responsable de algo malo. Se sonrió triste y me dijo: "No se preocupe, no es la primera vez que mi papá intenta suicidarse." Yo le pregunté qué le pasaba, si estaba enfermo. Y ella me dijo: "Pobre viejo... no, no está enfermo, o si, no sé... en todo caso, no como usted se imagina. Cada tanto sufre de ataques de profunda depresión y no es la primera vez que intenta algo así. Lo que le pasa es que nunca pudo superar la muerte de mi madre. Ella también se suicidó ¿sabe?, y él la quería mucho, muchísimo, y siempre se sintió culpable de su muerte." Yo le dije que me parecía que eso era algo común cuando alguien muy querido se quitaba la vida. "Es que en el fondo –me dijo– él tuvo algo que ver. Es una historia muy vieja, yo era muy chica y casi no recuerdo nada. Ella era muy bonita y mi papá era muy celoso. Un día la encontró en un bar tomando algo con un desconocido, él entró al bar y se la llevó a casa enceguecido por los celos. Tuvieron una gran discusión y él nunca le creyó que el tipo era un perfecto desconocido con el que había tenido un pequeño accidente en la calle y fueron a tomar un café juntos, pero nada más; que había sido un encuentro inocente y que ella ya se estaba yendo cuando papá entró. Él no le creyó, se separaron y me llevó con él a vivir a la casa de mi abuela. Durante mucho tiempo mamá lloró, pataleó y le suplicó que la perdonara; y él quería perdonarla pero le costaba dar el brazo a torcer. Hasta que un día mamá dejó una nota bajo la puerta que decía: ‘Te espero en casa a las ocho, si no venís me mato. Valeria.’, o algo parecido." La sala de espera me empezó a dar vueltas como una calesita; yo temblaba como una hoja y creí que me iba a desmayar. Quise sacar un pañuelo para secarme la transpiración y saqué la nota que me había dejado Valeria. No sabía qué hacer y me lo guardé de nuevo. Ella me preguntó: "¿Qué le pasa? ¿se siente mal?" Yo le dije que no, que era el calor, y le pregunté: "¿Su mamá se llamaba Valeria, como su hermana?" "¿Qué hermana? –me preguntó– yo no tengo hermana, soy hija única. Mi papá, aquella noche, llegó después de las ocho, se quiso hacer desear, y cuando llegó la encontró muerta. Nunca se perdonó el haber llegado tarde, y jamás volvió a casarse. Así que no tengo hermanos. ¿Por qué me lo pregunta?". Yo no sabía qué decir, y me puse a balbucear: "Este... no... por esa foto que vi sobre la chimenea, al lado de la suya, pensé que era su hermana." "¡Ah, no!, –dijo– esa era mi mamá, Valeria, ¿vio que bonita que era...? A propósito... ¿cómo llegó usted a mi casa?" "Este... bueno, yo pasaba por ahí ¿vio?, me pareció escuchar un ruido raro y como soy muy curioso me acerqué, llamé, y como la puerta estaba abierta... bueno, el resto ya lo sabe." Me miró raro y me pareció que no me creyó ni una sola palabra de todo lo que le dije, pero no dijo nada. Me agradeció de nuevo y me pidió el número de teléfono para invitarme a su casa cuando su papá pudiera recibirme. Me volvió a agradecer y se fue para adentro.
¿Se imagina el domingo que pasé...?
Yo tenía que sacarme la espina, así que el lunes a primera hora me fui para el cementerio. Al principio pensé que no la iba a encontrar porque las indicaciones del encargado habían sido bastante confusas, pero enseguida me dejé guiar por un dulce aroma a jazmines frescos. Allí estaba. Su foto, su nombre, sus fechas de nacimiento y de defunción en una pequeña lápida de piedra rodeada de blancos y hermosos jazmines. No sabía qué hacer. Me arrodillé y armé como pude una oración. Después me puse a retirar unas colillas, unas basuras que se habían juntado, y allí, entre los jazmines ¿a que no se imagina qué me encontré? Ahí, sucio y arrugado, estaba mi permiso de examen. Sí, ese que se me había volado en la placita de la Facultad ¿se acuerda? Atrás tenía una inscripción. ¿Sabe qué decía? "Gracias por su puntualidad. Valeria."
Autor: OMAR GONZÁLEZ.
Octubre del 2.005.
Buenos Aires, Argentina.