ARTURO PRAT
Publicado en Gran Valparaíso
Muchas veces en nuestros arranques progresistas renegamos de todas las hazañas
bélicas y del patrioterismo que lo rodea, siempre relacionándolo
con aquella innombrable época que comenzó en 1973. Pero la verdad
es que dentro del panteón nacional hay un par de nombres que se salvan,
y uno de ellos es el del Capitán de Fragata don Agustín Arturo
Prat Chacón (así se llamaba).
Prat fue un marino atípico; fue el primer oficial de la Armada en titularse
de abogado, presentando una memoria donde se criticaba la ley electoral chilena.
Al presentarse ante la corte suprema dejó, respetuosamente, su sable
en la entrada pues las armas no debían ingresar en los juzgados. En 1878
trabajó como espía en Montevideo, informando al gobierno chileno
de las intenciones de los argentinos respecto a una eventual guerra.
Cuando estalla la Guerra del Pacífico, la población chilena no
se vio mayormente interesada en un asunto que ocurría tan lejos de las
grandes ciudades y no los afectaba directamente. Dentro de la Armada, muchos
no veían con buenos ojos a Prat, porque eso de un marino bien educado
lo encontraban demasiado cursi para la ruda vida del mar.
Siendo el dominio del mar el primer tema a resolver en la guerra, se decide
lanzar a toda la escuadra chilena en busca de la peruana, para definir rápidamente
las acciones. En mayo de 1879 el grueso de la flota chilena parte rumbo a El
Callao a enfrentarse con el Huáscar y la Independencia. Se dejan a los
dos barcos más débiles bloqueando Iquique, para no levantar sospechas
en el puerto peruano. Las malas lenguas comentan que el Almirante Juan Williams
pone a Prat al mando de la Esmeralda como una manera de privarlo de la gloria
que supondría la batalla decisiva en las aguas del norte.
Bueno, ya se conoce lo que viene: La flota peruana ha partido al sur y a medio
camino se cruza con la chilena, pero ninguno de los dos se detecta. Al amanecer
del 21, viendo llegar al Huáscar y la Independencia a Iquique, lo más
probable es que Prat, Condell y su gente hayan pensado: "Estos dos barcos
destruyeron la flota chilena y ahora nos toca a nosotros". Rendirse era
una opción sensata, debido al desequilibrio de fuerzas, y combatir un
rato para salvar el honor y retrasar el avance de los peruanos tampoco suena
como mala idea, toda vez que saben que un convoy chileno navega hacia Antofagasta.
Pero Prat decide pelear a muerte, y los suyos lo siguen.
Con una sorprendente claridad mental, Prat le pide al guardiamarina Zegers que
le diga a su señora, Carmela Carvajal, que sus últimos pensamientos
son para ella. Prat ya sabe que va a morir y, lo más extraño,
sabe que Zegers va a sobrevivir. Y así fue.
Prat ordena a Condell que lo siga, pero éste prefiere huir al sur, siendo
perseguido por la Independencia. Luego viene un largo y estéril intercambio
de cañonazos entre el Huáscar y la Esmeralda. Grau logra confirmar
que el barco chileno navega sin protección de torpedos (no se había
acercado por temor a eso), y ataca con el espolón. Al primer golpe, como
hemos leído en el colegio, los cañones del barco peruano disparan
a quemarropa y pulverizan a cuarenta marinos chilenos. Prat realiza su histórico
salto, seguido por quienes alcanzaron a escucharlo: el sargento Juan de Dios
Aldea y probablemente el marino Luis Ugarte. Aquí conviene detenerse
un poco.
Por muchos chistes que se hagan, el salto no fue accidental ni lo empujaron.
La Esmeralda era un barco más alto que el Huáscar, que tenía
su cubierta casi a nivel del mar. Prat tuvo que hacer un salto de algunos de
metros de altura para caer en el monitor peruano. Y este salto no fue un acto
de heroísmo ciego. El capitán chileno quería llegar a la
torre de mando del Huáscar, donde se encontraba Miguel Grau. Él
sabía que ese era el punto débil del barco peruano, pues alguna
vez había estado a bordo de dicha embarcación y un ingeniero inglés
le había comentado esa característica del monitor. Pero Prat sólo
alcanzó a recorrer unos metros, fue herido y trastabilló. Luego
un marino peruano y le voló la cabeza de un balazo. Aldea también
fue muerto y Ugarte cayó al mar.
En este punto, la rendición habría sido honrosa e incluso lógica:
estaba demostrado que la Esmeralda no tenía chances y el capitán
estaba muerto. Pero no; los hombres de la Esmeralda, muchos de ellos niños,
de origen humilde, que no habían recibido de la patria más que
miseria, siguieron peleando. Los oficiales sobrevivientes se reunieron para
definir la situación. Tras eso, los peruanos, que esperaban la rendición,
vieron subir al marino Arturo Fernández Vial al palo mesana y clavar
la bandera chilena. Los martillazos deben haber resonado en el silencio de la
bahía: No habría rendición.
Vino el segundo espolonazo, donde también los cañones del Huáscar
dispararon al impacto, destrozando a la tercera parte de la tripulación.
La cubierta de la Esmeralda chorreaba sangre y pedazos de cuerpos humanos cubrían
el piso. El teniente Ignacio Serrano y doce hombres abordaron el Huáscar,
pero fueron recibidos por un grupo de fusileros que mataron a siete en el acto;
los demás cayeron al mar y Serrano fue capturado herido de gravedad.
Una vez en la enfermería del barco, intentó incendiarlo dando
vuelta un mechero, pero fue descubierto.
El tercer espolonazo fue el tiro de gracia, y ya casi no había nadie
en el barco para ofrecer más resistencia. De 198 tripulantes, sobrevivieron
cincuenta y ocho. Y nunca se rindieron.
Los cadáveres de Prat y Serrano fueron desembarcados y, gracias a la
mediación de Eduardo Llanos, cónsul de España, fueron enterrados
en tumbas con identificación en lugar de una fosa común.
Mientras tanto Condell se salvó de pasar a la historia como el traidor
que abandonó a Prat al dejar hábilmente fuera de combate a la
poderosa Independencia. Sin embargo, en su defensa podemos decir que una vez
que destruyó el barco enemigo volvió a Iquique a intentar ayudar
a la Esmeralda, pero era demasiado tarde y se encontró con el Huáscar
que iba en su búsqueda.
La heroica acción de la Esmeralda tiene un mérito doble, no sólo
por la valentía demostrada por los marinos chilenos sino porque ninguno
de ellos en ese momento estaba conciente que iban a pasar a la historia ni que
estaban cambiando el curso de la guerra. Se suponía que hundir a la Esmeralda
era un simple trámite para el Huáscar, que probablemente nadie
se acordaría de ellos. Pero no fue así: el sacrificio de los muchachos
en Iquique conmovió al país y la guerra pasó a ser prioridad
nacional, miles de voluntarios se enlistaron y la moral de la tropa se fue a
las nubes. Y además el combate logró demorar lo suficiente al
Huáscar como para que el convoy con 2.500 soldados llegara intacto a
Antofagasta.
Un Capitán de Fragata, que había intentado ser marginado de la
gloria terminó siendo el héroe nacional por excelencia. Miguel
Grau, el héroe peruano, como todo caballero que se precie, devuelve las
posesiones personales de Prat a la viuda y lamenta la muerte de tan valiente
hombre.
No celebro aquí lo justo o injusto de la Guerra del Pacífico;
celebro la valentía de un capitán y sus subalternos en una situación
en que no tenían obligación de luchar hasta el fin, pero lo hicieron.
¿Qué nos queda de eso hoy? El barco que hereda el nombre de la
gloriosa corbeta de Iquique es usado como centro de torturas; años después
los marinos de esa misma embarcación protagonizan una pelea en Malta
y huyen despavoridos cuando intentan ser retenidos por las autoridades locales.
Unos cometen crímenes y luego dicen haberse olvidado de lo que hicieron,
y otro militar se declara loco para evitar ser juzgado.
Mirando fijamente un billete de diez mil, creo que podríamos ver a don
Arturo frunciendo el ceño.