Para la mayoría de los asistentes otra gran sorpresa fue el acompañamiento musical de la función solemne, una Misa de Coronación compuesta para la ocasión por Francisco José Martín Jaime, director de la camerata de Ópera y premio nacional de composición Reina Sofía. Sin abandonar el aura solemne de la música sacra, esta partitura de más de cuarenta minutos de duración -sumadas todas las piezas de la misa- era contenidamente actual, un verdadero arrojo en el mundo cofrade. El introito de la misa, cuando aún las voces corales no se habían alzado, dotaron a la procesión claustral de un matiz casi cinematográfico, haciendo especialmente intensos los momentos en que el obispo se dirigió por primera vez al altar de coronación, para incensar la devota imagen. Sin embargo, la composición tuvo otros dos momentos singulares; un tenso sostenido durante la coronación en sí y un bello apoteosis durante la consagración eucarística. Para interpretar la misa fueron necesarios la orquesta camerata de Ópera -infrecuente en oficios liturgicos- y el coro "Arca y Enebro", además del Órgano de la Catedral. Invariablemente, la música no dejó indiferente a nadie.
El acto religioso comenzó a las doce del mediodía, con la tradicional procesión claustral, en la que intervinieron los padrinos de la Coronación, la Archicofradía de la Esperanza y la Hermandad de la Victoria, y en su representación Juan Antonio Bujalance y José Atencia; entre ambos portaron la corona que luego depositaron en un pequeño escabel de terciopelo rojo.
El pontifical, presidido por el Obispo de la diócesis malagueña, Antonio Dorado Soto, fue también cooficiado por otros trece sacerdotes. Lo más significativo de esta misa fue la calidez de las palabras del Monseñor Dorado hacia la Virgen de los Dolores y los cofrades en general. Pocos podían imaginar, cuando el obispo accedió a su episcopado, que con el tiempo sería tan sensible como manifestó hacia los asuntos de cofradías.
Particularmente, comentó el Evangelio de San Lucas, cuyas palabras podrían ser -en palabras del obispo- la mejor saeta que se pudiera ofrecer desde un balcón al paso de los titulares. No sólo hizo una ligera revisión sobre lo que hoy significa coronar una imagen; particularizó sobre los pormenores de la religiosidad popular y de la particular devoción tan arraigada que atesora la Virgen del Puente. Luego alabó la condición social de la hermandad, que siempre se ha sentido testigo de aquel rosario de los tiñosos, cuando apenas un grupo de hombres y mujeres fervorosos procesionaban modestamente a la Virgen de los Dolores para recaudar fondos para curar enfermos de tiña. La lacra de determinadas enfermedades es vigente todavía, su perjuicio de exclusión inclusive, y la humilde aportación de esta cofradía al tratamiento de enfermos de sida una realidad digna de encomio, según manifestó el prelado.
El momento más esperado fue por supuesto el propio rito de Coronación. Para ello, los padrinos entregaron la corona al prelado, que bendijo dicha presea para después encaminarse al bellísimo altar de la Virgen. Mientras el obispo, ayudado de un sacerdote, ascendió por una de las estrechas escalerillas hasta llegar al lado justo de la imagen, Jesús Castellanos subió el tramo correspondiente portando en sus manos la corona. Llegados al mismo nivel, el Hermano Mayor puso en manos del obispo la tiara real, quien definitivamente la impuso sobre las sienes de la Señora. Jesús Castellanos, más ducho en esos menesteres, terminó de fijarla a la imagen y, en un gesto emocionado, no descendió sin antes besar las manos de la Virgen. Quienes conocen a Jesús Castellanos saben del empeño personal que le ha llevado hasta cumplir este anhelo. La coronación se efectuó apenas pasada la una de latarde.
Como lo esencial de la jornada era el caracter oferente hacia la Madre de Dios, la Agrupación de Cofradías y el Cabildo Catedralicio se sumaron a la efeméride concediendo sendas medallas de oro. El deán comunicó a los presentes la importancia del año en que se produce esta celebración, cuando se cumplen ciento cincuenta años desde la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción (1854), y trescientos cincuenta desde que el Cabildo malagueño hiciera voto de defensa de dicho dogma (1654). Aunque nadie lo mencionase, también se cumplen en esta fecha cincuenta años de la institución de la fiesta de la Realeza de María, tan en relación con la idea de una Coronación. El deán de la Catedral, Francisco García Mota, y el presidente de la Agrupación, Rafael Recio, subieron a depositar los estuches con las medallas en la peana de la imagen. Luego le serían debidamente prendidas al pecherín, para lucirlas en su primera procesión bajo palio.
Aunque estaba prevista la entrega de la medalla de oro de la ciudad, el Alcalde Francisco de la Torre no hizo acto de presencia hasta minutos antes de la salida procesional, cuando se hizo entrega de este otro simbólico regalo. No hay que olvidar que la imagen también lucía el corazón pectoral regalado por la Esperanza y el escapulario regalo de la Victoria, ofrecidos en el segundo día del triduo.
Terminada la ceremonia, unas dos horas tras su comienzo, se procedió al canto del Salve Regina, tan habitual en estos casos. Fue un canto multitudinario y emocionado. Al finalizar definitivamente el acto, el protocolo religioso quedó roto definitivamente, cuando una multitud ansiosa se acercó a la Virgen de los Dolores y así contemplarla ya reconocida como Reina de todo lo creado.
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