Caminar en primavera, entre retoños de sauce
que asoman sobre las aguas del río Pisuerga mientras el sol
baña los robles y las hayas cuyas ramas están cargadas
de hojas tiernas, es otra de las delicias que la naturaleza nos
brinda.
A unos cuantos kilómetros del pueblo está
la cueva del Cobre, lugar de nacimiento del río. Por el camino
puede voltear tu mirada de vez en cuando y observar el paisaje en
toda su inmensidad. Si te internas en la cueva, cada metro parece
un verso inscrito en la roca maciza a través de millones
de años. Además sientes que te adentras en las entrañas
de la tierra. Aguas límpidas como el diamante, han cincelado
pacientemente su salida y ahora corren a paso abierto por entre
la roca viva.
Entre los que hacen este paseo hay dos clases de viajeros:
los que lo están disfrutando y los que lo van a disfrutar.
Los que se quedan embelesados deteniéndose a contemplar cada
momento cual si fuera una postal, y los que en la enorme catedral
de la entrada de la cueva, se regodéan observando los haces
de sol pintando las paredes con su luz inigualable.
El hombre contemporáneo, ha dicho Juán
Pablo II, tiene que recuperar la capacidad de sorprenderse, de experimentar
ese estupor que se maravilla al ver la gloria de Dios que resplandece
en todo lo creado, redescubriendo así la fraternidad con
la tierra.
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