Las moscas | ||
Tal como lo había planeado mi abuela, en un día caluroso de verano de la década de los cincuenta, nos digimos a un valle cobijado por bosques de roble y haya, en las inmediaciones del pueblo de Tremaya. Cruzamos el río Pisuerga, con muy poca agua en esta estación del año y emprendimos la subida por el bosque de robles y hayas que nos cobijaban con su sombra animándonos a caminar. Al terminar la bajada del otro lado apareció abruptamente un campo despoblado de árboles y con muchos gamones, un alimento saludable para los puercos que serían sacrificados en Navidad. El día estaba tan tranquilo que no se movía una sóla hoja de los árboles y el calor era tan sofocante, que te convertías en presa fácil de la galbana y apenas tenías ganas de agacharte para arrancar los gamones. Mi abuela, quizás animada por el ahorro que significaba alimentar a los puercos con los productos que la naturaleza tan desprendidamente nos deparaba, arrancaba y arrancaba, luchando contra el calor, la soledad y el desánimo. Luego que llenaba un saco, me pedía que lo subiera a la cima del monte, y allí los fuera amontonando para que mi padre se los llevara a la casa en la tarde al regresar de la mina. Aquel día se me dejó grabado para siempre el sonido de un insecto que rompía el silencio del sereno mediodía: la mosca. No había forma de deshacerse de ellas, y la mejor postura era resignarse y seguir trabajando. Sobretodo te acosaban cuando estabas compartiendo los alimentos en la casa, posándose sobre el plato, en tus manos, en la mejilla, en los alimentos, en los vidrios de las ventanas, etc. Las espantabas y a los pocos segundos regresaban de nuevo en un ir y venir constante y provocador habiéndose hecho ya algo familiar hasta el punto de jugar a atraparlas acercando la mano por detrás de éllas. Pero aquel día, abrumado quizás por el trabajo y acosado por el calor del mediodía, ese zumbido me caló hasta la médula de los huesos y se me quedó tan profundamente grabado que no lo puedo olvidar. . |
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