La cocina no falta en ninguna casa de Tremaya por más
humilde que esta sea. La nuestra era muy sencilla. Entrando por la puerta
y al frente se encontraba, al ras del suelo, el lugar donde atizábamos
con la leña que se apiñaba en el corral y que todos nos
ocupábamos de cortar en trozos con el hacha. Todas las mañanas
en el invierno había una rutina en todas las familias: prender
fuego para amirorar los rigores de frío. Las chimeneas de todos
los vecinos indicaban con el humo, el inicio de las tareas que se estaba
gestando debajo y la presencia de la vida. Mi abuela mantenía la
leña siempre ardiendo gracias a un fuelle que colgaba de un gancho
encima de la boca de la cocina. También usaba las tenazas para
mover las brasas y la escoba para mantener siempre la ceniza adentro.
Encima estaba la trébede, un lugar que, al encontrarse permanentemente
caliente, servía para secar la ropa, y cuando nos lo permitían,
para estar un rato sentados sobre ella. Las llamas se alzaban transformándose
al poco rato en las brasas doradas y refulgentes. Se arrimaba el puchero
de barro o un cazo de metal con patatas, garbanzos, etc., hasta que se
cocinaba. Muy pronto la cocina se llenaba de aromas que nos hacían
la boca de agua.
A la izquierda teníamos un fogón de metal
negro. . Este no se encendía todos los días pero cuando
se hacía, la cocina se caldeaba. Se echaba carbón, abundante
en la zona, que despedía un olor muy característico y distinto
al aroma de la leña, y tenía un regulador de tiro que permitía
cerrar la chimenea para aprovechar mejor el calor. Los terrones incorporaban
las lenguas de fuego y se transformaban en bolas de energía, brillantes
cual soles en miniatura. Se removían constantemente con el atizador
hasta que adquirían un fulgor anaranjado.
Recuerdo, allá por el año 1960, las escaseces
que se vivieron en élla, pero a pesar de todo hubo momentos felices
e imborrables. Eran los años de penuaria que se vivieron después
de la guerra civil. Eramos 9 hermanos, nuestros padres y la abuela. Comíamos
platos sencillos, y muy frencuentemente lo que se producía en la
tierra, entre otras cosas patatas. Recuerdo haber escuchados muchas veces
este refrán que reflejaba un poco la realidad: "Por la mañana,
patatas; por la tarde patatas y patatolas y por la noche, patatas solas".
A mi, sentado en aquella pequeña mesa de madera, arrimada junto
al fuego, cada bocado me sabía a gloria.
En el techo de la cocina recuerdo haber visto colgadas:
morcillas, sartas de chorizos, cabezas de ajos, y en un rincón
de la misma una radio que todavía se conserva.
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