Pimienta negra, 6 de agosto de 2002
 
Girando en el vacío
El fracaso del pensamiento simbólico

John Zerzan

"Si no ‘retornamos a nuestros sentidos’ pronto, habremos perdido para siempre la posibilidad de construir cualquier alternativa significativa a la seudoexistencia que pasa por vida en nuestra actual ‘Civilización de la Imagen’."
David Howes

¿Hasta qué punto se puede decir que estamos realmente vivos? En la medida en que la sustancia de la cultura parece marchitarse y ofrecer un menor consuelo a las vidas conturbadas, nos vemos obligados a echar una mirada más profunda a nuestra estéril época. Y al lugar que ocupa la propia cultura en todo esto.

Un angustiado Ted Sloan se pregunta (1996): "¿Qué pasa con la modernidad? ¿Por qué las sociedades modernas tienen tanta dificultad para crear adultos capaces de intimidad, trabajo, goce y de una vida ética? ¿Por qué las señales de una vida dañada son tan dominantes?" De acuerdo con David Morris (1994), "la dolencia crónica y la depresión, frecuentemente ligadas y contempladas incluso a veces como simples indisposiciones, configuran una enorme crisis en el centro de la vida posmoderna". Tenemos ciberespacio y realidad virtual, comunicación instantánea computerizada en la aldea global; y sin embargo, ¿nos hemos sentido alguna vez tan empobrecidos y aislados?

Tal como predijo Freud que la plenitud de la civilización significaría la infelicidad neurótica universal, las tendencias anti-civilización crecen en respuesta a la miseria psíquica que nos envuelve. Así, la vida simbólica, la esencia de la civilización, ocupa ahora el centro de la escena.

Se podría decir todavía que este elemento tan familiar, si bien artificial, es lo menos comprendido, pero una necesidad sentida impulsa a la crítica, y muchos de nosotros nos sentimos impulsados a ir hasta el fondo de una forma de existencia que empeora firmemente. Más allá de la sensación de encontrarnos atrapados y limitados por símbolos, se impone la tesis de que el punto hasta el que el pensamiento y la emoción están atados al simbolismo es medido por la ausencia que colma el mundo interior y destruye el mundo externo.

Nos parece haber experimentado una caída en la representación, cuyas profundidades y consecuencias sólo ahora son plenamente verificadas. En una especie fundamental de falsificación, los símbolos al principio mediaron la realidad y después la reemplazaron. En la actualidad, vivimos dentro de símbolos en una medida mayor de la que lo hacemos dentro de nuestros propios cuerpos o en relación con los otros.

Cuanto más implicado está el sistema de representación interno, más distanciados nos hallamos de la realidad que nos rodea. Otras conexiones, otras perspectivas cognoscitivas se inhiben, por decir lo mínimo, mientras que la comunicación simbólica y su miríada de artificios representativos han consumado una alienación de y una traición a la realidad.

Este advenimiento entre y concomitante con la distorsión y el distanciamiento es ideológico en un sentido primario y original; toda ideología subsecuente es un eco de esto. Debord describió la sociedad contemporánea como el ejercicio de una proscripción de lo vivo en favor de su representación: ahora en posición de mando, las imágenes dirigen la vida. Pero ello no es en modo alguno un problema nuevo. Existe un imperialismo o expansionismo de la cultura desde el comienzo. ¿Y cuánto conquistó? La filosofía dice hoy que es el lenguaje el que piensa y habla. ¿Pero hasta qué punto ha sido siempre este el caso? La simbolización es lineal, sucesiva, sustitutiva; no puede estar abierta a su entero objeto simultáneamente. Su razón instrumental es sólo esta: la manipulación y la búsqueda del dominio. Su planteamiento es "supongamos que A representa a B", en lugar de "supongamos que A es B". El lenguaje tiene su base en el intento de igualar lo desigual, pasando por alto así la esencia y diversidad de una variada y variable riqueza.

El simbolismo es un imperio extenso y profundo, que refleja y proporciona coherencia a una visión del mundo, y él mismo es una visión del mundo basada en la renuncia a un significado humano inmediato e inteligible.

James Shreeve, al final de su Neanderthal Enigma (1995), nos ofrece la bella ilustración de una alternativa al ser simbólico. Reflexionando sobre lo que pudo haber sido una temprana conciencia no-simbólica, introduce importantes distinciones y posibilidades:

"... donde los dioses modernos podían habitar la tierra, el búfalo o la brizna de hierba, el espíritu del Neanderthal era el animal o la brizna de hierba, la cosa y su alma percibidos como una fuerza vital única, sin ninguna necesidad de distinguirlos con nombres diferentes. De manera similar, la ausencia de expresión artística no excluía su comprensión de lo que es artificioso con relación al mundo. El Neanderthal no pintó sus cavernas con imágenes de animales. Pero quizá no tuvo ninguna necesidad de destilar vida en representaciones, porque sus esencias ya habían sido reveladas a sus sentidos. La visión de una manada corriendo era suficiente para inspirar una plena sensación de belleza. No tenían tambores o flautas de hueso, pero podían escuchar los resonantes ritmos del viento, de la tierra, y los latidos de los demás, y ser transportados."

Antes que celebrar la comunión cognoscitiva con el mundo de la que Shreeve sugiere que alguna vez gozamos, y mucho menos embarcarse en el proyecto de intentar recuperarla, el uso de símbolos es ampliamente considerado, por supuesto, como el sello del conocimiento humano. Dijo Goethe: "Todo es símbolo", en tanto el capitalismo industrial, hito de la mediación y la alienación, levantaba el vuelo. Alrededor de la misma época, Kant decidía que la clave de la filosofía yace en la respuesta a la siguiente pregunta: "¿Cuál es el fundamento en nosotros de la relación a la que llamamos ‘representación’ del objeto?" Por desgracia, conjeturó para el pensamiento moderno una respuesta ahistórica y fundamentalmente inadecuada, a saber, que sencillamente no estamos constituidos de manera tal de ser capaces de comprender la realidad de manera directa. Dos siglos más tarde (1981), Emmanuel Levinas se acercó bastante a ese hito con "la filosofía, en su propia diacronía, es la conciencia del derrumbe de la conciencia".

Eli Sagan (1985) habló en nombre de incontables otros al declarar que la necesidad de simbolizar y vivir en un mundo simbólico es, como la agresión, una necesidad tan básica que "sólo puede ser negada a costa de un grave desorden psíquico". Sin embargo, la necesidad de símbolos –y de violencia– no siempre fue ley. Más bien, tuvo sus orígenes en el desbaratamiento y fragmentación de una totalidad anterior, durante el proceso de domesticación del que surgió la civilización. Impulsada manifiestamente por un desarrollo gradual de la división del trabajo que empezó a dominar en el Paleolítico Superior, la cultura hizo su aparición como tiempo, lenguaje, arte, número, y luego agricultura.

La palabra cultura deriva de la cultura latina, y se refiere al cultivo del suelo; esto es, a la domesticación de plantas y animales –y de nosotros mismos en el empeño. Desde entonces, nos ha venido acompañando un incansable espíritu de innovación y de ansiedad, modificando permanentemente la búsqueda de formas simbólicas para establecer lo que no puede ser corregido sin rechazar lo simbólico y su mundo enajenado.

Siguiendo a Durkheim, Leslie White (1949) escribió: "El comportamiento humano es comportamiento simbólico. El símbolo es el universo de la humanidad". Ha pasado suficiente tiempo para ver semejantes pronunciamientos como ideología, la cual sirve para mantener la elemental falsificación bajo una falsa conciencia virtualmente omnicomprensiva. Pero si un mundo simbólico completamente desarrollado no es en suma, según la franca declaración de Northrop Frye (1981) "la carta constitucional de nuestra libertad", el antropólogo Clifford Geertz (1965) se acerca más a la verdad al afirmar que dependemos por lo general de "la orientación suministrada por sistemas de símbolos significativos". Más cerca, sin embargo, se halla Cohen (1974), quien observó que "los símbolos son esenciales para el desarrollo y el mantenimiento del orden social". El conjunto de símbolos representa el orden social y el lugar de los individuos en él: una formulación que siempre deja la génesis de este ordenamiento sin cuestionar. ¿Cómo llegó nuestro comportamiento a ser ordenado por la simbolización?

La cultura nació y floreció a través de la dominación de la naturaleza, y su crecimiento es la medida de ese progresivo enseñoreamiento que se desplegó con una división cada vez mayor del trabajo. Malinowsky (1962) entendió el simbolismo como el alma de la civilización, principalmente en la forma del lenguaje como un medio de coordinar la acción o de estandarizar la técnica, y de proveer reglas para el comportamiento social, ritual e industrial.

Es nuestra caída desde la sencillez y la plenitud de la vida directamente experimentada, desde el momento sensual del conocimiento, la que abre una brecha que lo simbólico nunca puede llenar. Esta brecha trata de ser cubierta siempre por los abogados en consolaciones culturales, en rodeos civilizados que nunca recuperan la totalidad perdida. En un sentido muy profundo, sólo lo que es reprimido se simboliza, porque sólo lo que es reprimido necesita ser simbolizado. La magnitud de la simbolización da testimonio de cuánto ha sido reprimido; enterrado, pero posiblemente recuperable aún.

Imperceptiblemente durante un largo período, con toda probabilidad, la división del trabajo avanzó de forma muy lenta y a la larga empezó a erosionar la autonomía del individuo y la modalidad cara a cara de la existencia social. El virus destinado a ser tan maduro como la civilización comenzó de esa manera: una tesis tentativa apoyada por todos los que nos victimizan hoy. Desde la inicial alienación hasta la civilización avanzada, el rumbo está señalado por más y más reificación, dependencia, burocratización, desolación espiritual y vana tecnificación.

No es de extrañar que la cuestión del origen del pensamiento simbólico, el verdadero aspecto de la civilización, surja con fuerza. Por qué la cultura debe existir en primer lugar aparece, crecientemente, como una manera adecuada de abordarla. En especial, dada la enorme antigüedad de la inteligencia humana ahora establecida, sobre todo por la persuasiva demostración de Thomas Wynn (1989) de que la elaboración de utensilios de piedra posee alrededor de un millón de años de antigüedad. Hubo un hueco muy evidente entre la capacidad humana reconocida y la iniciación de la cultura simbólica, con varios miles de generaciones en el medio.

La cultura es un hecho extraordinariamente reciente. El más antiguo arte de las cavernas, por ejemplo, tiene cerca de 30.000 años, y la agricultura se puso en movimiento hace sólo 10.000 años. El elemento ausente durante el vasto intervalo entre la época en que el cociente intelectual estaba ya disponible para permitir la simbolización, y su realización, fue una modificación en nuestra relación con la naturaleza. Parece plausible ver en este intervalo, en cierto nivel que quizá nunca podamos profundizar, una negativa a intentar dominar la naturaleza. Podría ser que sólo cuando se introdujo, de manera probablemente no consciente, este intento de dominar, a través de una gradual división del trabajo, la simbolización de las experiencias empezó a afianzarse.

Sin embargo, se argumenta muy a menudo, la violencia de los primitivos –sacrificios humanos, canibalismo, caza de cabezas, esclavitud, etc.– sólo puede ser apaciguada por la cultura/civilización simbólica. La simple respuesta a este estereotipo de lo primitivo es que la violencia organizada no se acabó con la cultura, sino que de hecho empezó con ella. William J. Perry (1927) estudió varios pueblos del Nuevo Mundo y observó un impactante contraste entre un grupo agrícola y otro no domesticado. Encontró a este último "enormemente inferior en cultura, pero sin sus horribles costumbres [de los primeros]". Mientras que con el paso del tiempo cada sociedad que adoptó una relación domesticada con la naturaleza, en todo el planeta, llegó a estar sujeta a prácticas violentas, las no-agrícolas desconocieron la violencia organizada. Los antropólogos han fijado ampliamente su atención en los indios de la costa noroeste como una rara excepción a este método práctico. A pesar de ser esencialmente un pueblo de pescadores, hasta cierto punto hicieron esclavos y establecieron una sociedad muy jerárquica. No obstante, incluso aquí estaba presente la domesticación, en la forma de perros desbravados y del tabaco como una cosecha menor.

Sucumbimos a la objetivación y permitimos que un artificio engañoso de cultura nos controle y nos diga cómo tenemos que vivir, como si ello fuese un desarrollo natural. Es cualquier cosa menos esto, y debemos tener claridad sobre lo que la cultura/civilización nos ha dado en realidad, y qué es lo que se ha llevado.

El filósofo Richard Rorty (1979) describió la cultura como el conjunto de los derechos al conocimiento. En el reino del ser simbólico, los sentidos son despreciados en razón de su separación sistemática y de su atrofia bajo la civilización. No se considera lo sensual como una fuente legítima de derechos a la verdad.

Alguna vez nosotros los humanos nos permitimos una recepción plena y agradecida de la energía sensible total, lo que se llama en alemán umwelt, o el mundo a nuestro alrededor. Heinz Werner (1940, 1963) argumentó que originariamente prevalecía un único sentido, antes de que las divisiones en la sociedad rompieran la unidad sensorial. Pueblos no-agrícolas supervivientes exhiben a menudo, en la interacción e interpenetración de los sentidos, una conciencia sensorial y un envolvimiento mucho mayores que el individuo domesticado (E. Carpenter, 1980). Abundan contundentes ejemplos, como el de los bushmen, que pueden ver cuatro lunas de Júpiter con el ojo desnudo y oír un avión ligero a unos treinta kilómetros de distancia (Farb, 1978).

La cultura simbólica inhibe la comunicación humana bloqueándola y en otras circunstancias suprimiendo los canales del conocimiento sensible. Una creciente existencia tecnológica nos obliga a desconectarnos de la mayor parte de lo que podríamos experimentar. Viene a la mente la declaración de William Blake:

"Si las puertas de la percepción se liberaran, todo aparecería ante el hombre tal cual es: infinito. Porque el hombre se ha cerrado a sí mismo, hasta ver todas las cosas a través de las grietas de su caverna."

Laurens van der Post (1958) describió la comunicación telepática entre los kung de África, inspirando a Richard Coan (1987) para que caracterizase tales métodos como "representantes de una alternativa, antes que un presagio para la clase de civilización en la que vivimos".

En 1623, William Drummond escribió: "De qué dulces satisfacciones goza el alma por medio de los sentidos. Ellos son las puertas y ventanas de su conocimiento, los órganos de su placer". De hecho, el "yo", si no el "alma", no existiría en ausencia de las sensaciones corporales; no hay ningún estado de conciencia no-sensorial. Pero es también completamente evidente cómo nuestros sentidos han sido domesticados dentro de una atmósfera cultural simbólica; amansados, separados y ordenados en una jerarquía reveladora. La visión, bajo el signo de la perspectiva lineal moderna, reina porque es el menos próximo, el más distante de los sentidos. Ha sido el instrumento mediante el cual el individuo ha sido transformado en espectador, el mundo en espectáculo, y el cuerpo en objeto o ejemplar. La primacía de lo visual no es ningún accidente, puesto que una elevación excesiva de la vista no sólo sitúa al observador fuera de lo que ven los demás, sino que además posibilita el principio básico de control o dominación. El sonido o la escucha en cuanto cima de los sentidos sería mucho menos adecuado para la domesticación, porque rodea y penetra tanto al que habla como al que escucha.

Otras facultades sensuales son mucho más despreciadas. El olfato, que pierde su importancia sólo cuando es suprimido por la cultura, fue alguna vez un medio vital de contacto con el mundo. La literatura sobre el conocimiento ignora casi completamente el sentido del olfato, del mismo modo que su papel está ahora tan circunscrito entre los humanos. Después de todo, es de poca utilidad para los propósitos de la dominación; si consideramos su capacidad para provocar recuerdos incluso muy distantes, quizá sea hasta una especie de facultad antidominación. Lewis Thomas (1983) observó que "el acto de oler algo, cualquier cosa, es notablemente como el propio acto de pensar". Y si no lo es, con mucha probabilidad lo fue y debería serlo otra vez.

Las experiencias táctiles o prácticas constituyen otra área sensual a la que era previsible se renunciara en favor de sustitutos simbólicos compensatorios. El sentido del tacto en realidad ha sido degradado en una existencia a larga distancia, artificial y ocupada por el trabajo. Hay poco tiempo para, o para que se acentúe, el estímulo o la comunicación táctil, aunque esta carencia provoque resultados claramente negativos. Matices de la sensibilidad y la ternura se perdieron, y es bien sabido que los bebés y niños que son raramente tocados, alzados en brazos y acariciados tardan más en desarrollarse y están a menudo atrofiados emocionalmente.

Tocar por definición envuelve al sentimiento; ser "tocado" es sentirse emocionalmente conmovido, un recordatorio de la potencia primitiva del sentido del tacto, como en la expresión "mantenerse en contacto". La rebaja de esta categoría de la sensibilidad, junto al resto, ha tenido trascendentales consecuencias. Su renovación, en un mundo reagrupado y resensibilizado, traería un mejoramiento igualmente trascendental de la vida. Como exclamaba Tommy, en la ópera-rock del mismo nombre de The Who: "Mírame, siénteme, tócame, cúrame..."

Como sucede con los animales y las plantas, la tierra, los ríos y las emociones humanas, los sentidos acaban siendo aislados y sometidos. La teoría de Aristóteles de un plan "adecuado" para el universo prescribía que "cada sentido tenga su esfera adecuada".

Freud, Marcuse y otros comprendieron que la civilización exige la sublimación o la represión de los placeres de los sentidos inmediatos para que el individuo pueda ser convertido así en un instrumento de trabajo. El control social, mediante la red de lo simbólico, desautoriza deliberadamente al cuerpo. Un mundo alienado, encaminado hacia un extrañamiento cada vez más grande a través de una división del trabajo cada vez mayor, aplasta las sensaciones somáticas y sobre todo desvía de los ritmos básicos de la vida propia.

La definitiva separación espíritu-cuerpo, adscrita a las formulaciones de Descartes en el siglo XVII, es el verdadero hito de la sociedad moderna. Lo que se atribuyó a la gran "angustia cartesiana" ante el espectro del caos intelectual y moral, fue resuelto en favor de la supresión de la dimensión sensual y apasionada de la existencia humana. De nuevo vemos la presión domesticadora subyacente en la cultura, el miedo a perder el control, condenando a los sentidos ahora con creces. De aquí en adelante la ciencia y la tecnología tienen licencia teórica para actuar sin límites, una vez que el conocimiento sensual ha sido extirpado efectivamente desde el punto de vista de sus derechos a la verdad o a la comprensión.

Visto lo que este asunto ha fraguado, se viene produciendo una profunda reacción contra la vasta empresa simbólica que abruma e invade cada parte de nosotros. "Si no ‘retornamos a nuestros sentidos’ pronto", como dijo David Howes (1991), "habremos perdido para siempre la posibilidad de construir cualquier alternativa significativa a la seudoexistencia que pasa por vida en nuestra actual ‘Civilización de la Imagen’." La tarea de la crítica podría consistir, principalmente, en ayudarnos a comprender qué es lo que se requiere para alcanzar un lugar en el que estemos verdaderamente presentes ante cada uno de los demás y ante el mundo.

La primera separación parece haber sido el sentido del tiempo, que acarrea la pérdida del estar presentes ante nosotros mismos. La intensificación de este sentido es casi indiferenciable de la de la alienación misma. Si, como estableció Levi-Strauss, "el rasgo característico de la mente salvaje es su atemporalidad", vivir en el aquí y ahora llega a ser inaccesible a través de la mediación de las intervenciones culturales. La actualidad es postergada por lo simbólico, y este rechazo del instante contingente es el nacimiento del tiempo. Caemos bajo el hechizo de lo que Eliade llama el "terror de la historia" como representaciones efectivamente opuestas al tirón de la experiencia perceptiva inmediata.

El mito del eterno retorno (1954), de Mircea Eliade, subraya el miedo que todas las sociedades primitivas han tenido a la historia, al paso del tiempo. Por otro lado, las voces de la civilización han intentado celebrar nuestra inmersión en esta construcción cultural básica. Leroi-Gourhan (1946), por ejemplo, vio en la orientación temporal "quizá el acto humano por excelencia". Nuestras percepciones han llegado a estar tan regidas por el tiempo y saturadas de él que es difícil imaginar su ausencia general: por las mismas razones es tan dificultoso ver, en este punto, una existencia social no alienada, no simbólica e indivisa.

La historia, de acuerdo con Peterson y Goodall (1993), está marcada por la amnesia en lo que respecta a de dónde venimos. Su estimulante Visions of Caliban señala también que nuestro gran olvido podría haber empezado con el lenguaje, el dispositivo originario del mundo simbólico. La especialista en lingüística comparada Mary LeCron Foster (1978, 1980), cree que el lenguaje quizá tenga una antigüedad de menos de 50.000 años y que surgió con los primeros impulsos hacia el arte, el ritual y la diferenciación social. La simbolización verbal es el principal medio para establecer, definir y mantener el mundo cultural y para estructurar nuestro pensamiento.

Como dijo Hegel en algún lugar, cuestionar el lenguaje es cuestionar el ser. Sin embargo, es muy importante resistirse a semejantes exageraciones y ver la diferencia, en primer lugar, entre la importancia cultural del lenguaje y sus limitaciones inherentes. Sostener que nosotros y el mundo no somos sino creaciones lingüísticas es sólo otra forma de decir hasta qué punto la cultura simbólica es invasiva y predominante. Pero la exigencia de Hegel llega mucho más lejos, y la afirmación de George Herbert Mead (1934) de que para tener una mente se debe tener un lenguaje es similarmente hiperbólica y falsa.

El lenguaje transforma el sentido y la comunicación, pero no es sinónimo de éstos. El pensamiento, como lo comprendió Vendler (1967) es esencialmente independiente del lenguaje. Estudios con pacientes y otras personas carentes de todos los aspectos del habla y del lenguaje demostraron que el intelecto conserva todo su poder incluso en ausencia de tales elementos (Lecours y Joanette, 1980; Donald, 1991). La pretensión de que el lenguaje facilita enormemente el pensamiento es igualmente cuestionable, ya que experimentos formales con niños y adultos no lo han demostrado (G. Cohen, 1977). Claramente, el lenguaje no es una condición necesaria del pensamiento (véase Kertesz, 1988, Jansons, 1988).

La comunicación verbal es parte del movimiento que nos distanció de una realidad social cara a cara, haciendo posible la separación física. La palabra se alza siempre entre la gente que desea conectarse con los demás, facilitando la rebaja de lo que no necesita ser hablado para ser dicho. Que hayamos decaído desde un estado no-lingüístico parece ser un saludable punto de vista. Esta intuición podría estar detrás del juicio de George W. Morgan (1968) de que "nada, en realidad, está más sujeto a la devaluación y a la sospecha en nuestro mundo desencantando que la palabra".

La comunicación fuera de la civilización comprendía todos los sentidos, una condición vinculada con los rasgos cruciales de apertura y compartimiento del recolector-cazador. La capacidad de leer y escribir nos introdujo en la sociedad de los sentidos divididos y reducidos, y damos por sentado este despojamiento sensible como si fuera un estado natural, lo mismo que damos por sentada la capacidad de leer y escribir.

La cultura y la tecnología existen por el lenguaje. Muchos han visto el habla, a su vez, como un medio de coordinación del trabajo, esto es, como una parte esencial de la técnica de producción. El lenguaje es decisivo para la formación de las normas del trabajo y el intercambio que acompañan a la división del trabajo, con la especialización y la estandarización de la economía naciente igualándose a las del lenguaje. Guiado ahora por la simbolización, asume la dirección un nuevo tipo de pensamiento, el cual se realiza a sí mismo en la cultura y la tecnología. La interdependencia entre lenguaje y tecnología es al menos tan obvia como la de lenguaje y cultura, y resulta en un dominio acelerado del mundo natural intrínsecamente similar al control introducido sobre el individuo alguna vez autónomo y sensible.

Noam Chomsky, el principal teórico del lenguaje, comete un grave y reaccionario error cuando describe el lenguaje como un aspecto "natural" de la "naturaleza humana esencial", innato e independiente de la cultura (1966b, 1992). Su perspectiva cartesiana considera la mente como una máquina abstracta que está sencillamente destinada a producir ristras de símbolos y a manipularlos. Conceptos como los de orígenes o alienación no tienen ningún lugar en este estéril tecno-esquema. Lieberman (1975) aporta una corrección concisa y fundamental: "El lenguaje humano sólo pudo haber evolucionado en relación con la condición humana total".

El sentido original de la palabra definir es, del latín, limitar o traer a un fin. El lenguaje a menudo parece clausurar una experiencia, no ayudarnos a abrirnos a la experiencia. Cuando soñamos, lo que ocurre no se expresa en palabras, al igual que los enamorados que se comunican más profundamente sin simbolización verbal. ¿Qué es lo que ha alcanzado el lenguaje que haya sido realmente alcanzado por el espíritu humano? En 1976, von Glaserfeld se preguntaba "si, en un futuro, aún parecerá tan obvio que el lenguaje ha mejorado la supervivencia de la vida en este planeta".

El simbolismo numérico es también de fundamental importancia para el desarrollo de un mundo cultural. En muchas sociedades primitivas era y es considerado de mala suerte contar las criaturas vivientes, una actitud anti-reificación ligada a la idea primitiva de que nombrar a otro es obtener poder sobre esa persona. Contar, como nombrar, forma parte del proceso de domesticación. La división del trabajo tiende hacia lo cuantificable, como opuesto a lo que es un todo en sí mismo, único, no fragmentado. El número es también necesario para la abstracción inherente al intercambio de mercancías y es el prerrequisito para el despegue de la ciencia y la tecnología. La urgencia por medir implica una especie de conocimiento deformado que busca controlar sus objetos, no entenderlos.

El sentimiento de que "la única manera en la que verdaderamente aprehendemos las cosas es a través del arte" es un lugar común que subraya nuestra dependencia de los símbolos y la representación. "El hecho de que originalmente todo arte fuese sagrado" (Eliade, 1985), esto es, perteneciente a una esfera separada, atestigua sobre su condición o función original.

El arte figura entre las primeras formas de expresividad ideológica y ritual, desarrolladas conjuntamente con prescripciones religiosas que se elaboraron para mantener unida una vida comunitaria que empezaba a fragmentarse. Se trataba de unos instrumentos clave para facilitar la integración social y la diferenciación económica (Dickson, 1990), probablemente por medio de información codificada para registrar a los miembros, su categoría y su posición (Lumsden y Wilson, 1983). Antes de esta época, de algún modo durante el Paleolítico Superior, los artificios para la cohesión social fueron innecesarios; la división del trabajo, los roles diferenciados y la territorialidad parecen haber sido durante mucho tiempo inexistentes. Las tensiones y ansiedades empezaron a emerger en la vida social, y el arte y el resto de la cultura surgieron con ellas como respuesta a su presencia perturbadora.

El arte, al igual que la religión, nació del sentimiento original de desasosiego, sin duda sutil pero poderosamente inquietante en su novedad e intrusiva gradualidad. En 1900 Hirn escribió sobre una temprana insatisfacción que motivaba la búsqueda artística de una "expresión más completa y profunda" como "compensación ante las nuevas deficiencias de la vida". Las soluciones culturales, sin embargo, no corrigieron los profundos trastornos de los que esas "soluciones" culturales formaban parte. Inversamente, como han concluido comentaristas tan diversos como Henry Miller o Theodor Adorno, no habría ninguna necesidad de arte en un mundo desalienado. Aquello que el arte había tratado ineficazmente de capturar y expresar sería de nuevo realidad, y el falso antídoto de la cultura olvidado.

El arte es un lenguaje y así, evidentemente, es ritual, entre las más antiguas instituciones culturales y simbólicas. Julia Kristeva (1989) habló de "la estrecha relación de la gramática con el ritual", y los estudios de Frits Staal sobre el ritual védico (1982, 1986, 1988) le demostraron que la sintaxis puede explicar completamente la forma y el significado del ritual. Como observara Chris Knight (1996), habla y ritual son "aspectos interdependientes de un solo y mismo dominio simbólico".

Esencial para la irrupción de lo cultural en los asuntos humanos, el ritual no es sólo un medio para ordenar o prescribir las emociones; también es una formalización que está íntimamente ligada a las jerarquías y al gobierno formal sobre los individuos. Todas las sociedades tribales conocidas y las primeras civilizaciones tenían organizaciones jerárquicas construidas sobre o limitadas por una estructura ritual y que se correspondían con sistemas conceptuales.

Los ejemplos del vínculo entre ritual y desigualdad, desarrollados incluso antes de la agricultura, están ampliamente extendidos (Gans, 1985, Conkey, 1984). Los ritos cumplen la función de válvula de seguridad para la descarga de tensiones generadas por las divisiones emergentes en la sociedad y actúan para crear y mantener la cohesión social. Con anterioridad no hubo ninguna necesidad de dispositivos para unificar lo que, en un contexto de no-división del trabajo, permanecía aún completo y sin estratificar.

Se ha dicho a menudo que la función del símbolo es revelar estructuras de lo real que son inaccesibles para la observación empírica. Sin embargo, más exacto desde el punto de vista del proceso de la cultura y la civilización es el argumento de Abner Cohen (1981, 1993) de que el simbolismo y el ritual enmascaran, mistifican y santifican obligaciones tediosas y roles, convirtiéndolos así en deseables. O, como propuso David Parkin (1992), la naturaleza coercitiva del ritual embota la autonomía natural de los individuos, y los pone al servicio de la autoridad.

En apariencia opuesto al extrañamiento, el mundo de los ritos públicos es ordenado contra la corriente de la dirección histórica. Pero, otra vez, esto es un engaño, ya que el ritual facilita el establecimiento del orden cultural, el fundamento de la teoría y la práctica alienadas. Las estructuras de autoridad rituales desempeñan un papel importante en la organización de la producción (división del trabajo) y fomentan activamente el advenimiento de la domesticación. Las categorías simbólicas se establecen para controlar lo salvaje y extraño; así la dominación de las mujeres, un proceso llevado a su culminación por la agricultura, nace cuando éstas se convierten esencialmente en bestias de carga y/o objetos sexuales. Parte de este cambio fundamental es el movimiento hacia el territorialismo y el estado de guerra; Johnson y Earle (1987) analizaron la correspondencia entre dicho movimiento y la incrementada importancia del ceremonialismo.

Según James Shreeve (1995), "en los registros etnográficos, allí donde se encuentra desigualdad, ésta se justifica invocando lo sagrado". Conexamente, todo simbolismo, como dice Eliade (1985), fue originalmente simbolismo religioso. La desigualdad social parece estar acompañada por la subyugación en la esfera no-humana. M. Reinach (citado por Radin, 1927) afirma que "gracias a lo mágico, el hombre toma la ofensiva contra el mundo objetivo". Cassirer (1955) lo expresa de este modo: "La naturaleza no se rinde sin ceremonias".

De entre la acción ritual surge el chamán, quien no sólo fue el primer especialista en razón del papel de él o de ella en esta área, sino el primer profesional cultural en general. El arte más antiguo fue realizado por los chamanes, al asumir el liderazgo ideológico y concebir el contenido de los rituales.

Este especialista originario llegó a ser el regulador de las emociones del grupo, y cuando el poder del chamán aumentó, se registró una disminución proporcional en la vitalidad del resto del grupo (Lommel, 1967). La autoridad centralizada, y muy probablemente también la religión, se originaron en la posición elevada del chamán. El espectro de la complejidad social se encarnó en este individuo que ejercía el poder simbólico. Todos los cabecillas y jefes surgieron a partir de la primacía de esta figura en las vidas de los otros dentro del grupo.

La religión, como el arte, contribuyó a una gramática simbólica común requerida por el nuevo orden social y sus fisuras y angustias. La palabra está basada en la latina religare, atar o ligar, y en una raíz verbal griega que significa atención al ritual, fidelidad a las reglas. La integración social, necesaria por primera vez, es evidente como impulso hacia la religión.

Ella es la respuesta a las inseguridades y tensiones, y promete resolución y trascendencia por medio de lo simbólico. La religión no encuentra ningún apoyo para su existencia antes del giro equivocado tomado hacia la cultura y lo civilizado (domesticado). El filósofo norteamericano George Santayana lo resumió bien al señalar: "Otro mundo para vivir es lo que entendemos por religión".

A partir de La descendencia del hombre (1871), de Darwin, hemos comprendido que la evolución humana se aceleró culturalmente con gran rapidez, a la vez que los cambios fisiológicos eran insignificantes. Así, el ser simbólico no depende de los talentos adecuados para evolucionar. Ahora podemos ver, con Clive Gamble (1944), que el propósito en la acción humana no llegó con la domesticación/agricultura/civilización.

Los habitantes nativos del desierto africano de Kalahari, cuando fueron estudiados por Laurens van der Post (1976), vivían en "un estado de confianza, dependencia e interdependencia completo con la naturaleza", la cual fue "tan benévola con ellos como nunca lo fue ninguna civilización". El igualitarismo y el compartimiento eran las cualidades centrales de la vida de los cazadores-recolectores (G.Isaac, 1976, Ingold, 1987, 1988, Erdal y Whiten, 1992, etc.), la cual debería ser llamada más propiamente vida de los recolectores-cazadores, o método del forraje. De hecho, la mayor parte de esta dieta consistía en materias vegetales, y no existe ninguna evidencia concluyente de caza antes del Paleolítico Superior (Binford, 1984, 1985).

Una mirada instructiva hacia las sociedades primitivas contemporáneas la constituye la obra de Colin Turnbull (1961, 1965) sobre los pigmeos de la selva de Ituri y sus vecinos, los bantúes. Los pigmeos son forrajeadores, y viven sin ninguna religión ni cultura. Han sido considerados como inmorales e ignorantes por los agricultores bantúes, aunque gozan de un mucho mayor individualismo y libertad. Para disgusto de los bantúes, los pigmeos se burlan irreverentemente de los solemnes ritos de aquéllos y de su sentido del pecado. De acuerdo con Mary Douglas (1973), al rechazar el territorialismo, y más aún la posesión privada de tierras, "se mueven libremente en un mundo social inexplorado, no sistematizado e ilimitado".

La vasta era anterior al advenimiento del ser simbólico es para algunos una realidad enormemente importante y un signo de interrogación. Al referirse a este "período que se extendió durante más de un millón de años", Tim Ingold (1993) lo calificó como "uno de los más profundos enigmas de la ciencia arqueológica". Pero la longevidad de esta época estable y no cultural tiene una simple explicación: como suponía F. Goodman (1988): "Fue una existencia tan armónica, y de una adaptación tan exitosa, que no cambió materialmente durante muchos miles de años".

La cultura triunfó al fin con la domesticación. La esfera de la vida se hizo más estrecha, más especializada, forzosamente separada de su gracia y libertad espontánea anteriores. El asalto de una orientación simbólica sobre lo natural tuvo también inmediatos resultados externos. Los primeros dibujos sobre piedra, encontrados a unos 50 kilómetros del más próximo hilo de agua detectado en el Sahara, muestran a gente nadando. Los elefantes eran de algún modo comunes todavía en algunas zonas costeras del Mediterráneo en el año 500 A. C., según escribió Herodoto. El historiador Clive Pointing (1992) ha mostrado que todas las civilizaciones han reducido la salud de su entorno.

Y el cultivo no suministró precisamente una base alimenticia de mayor calidad o más confiable (M. N. Cohen, 1989, Walker y Shipman, 1996), aunque introdujo enfermedades de toda clase, casi completamente desconocidas fuera de la civilización (M. Ehrenberg, 1989b, A. Getty, 1996). El Libro de los Hopi, de Frank Water (1963) nos ofrece el cuadro sorprendente de una no verificada división del trabajo y de una pobreza de lo simbólico: "Cuanto más comerciaban con cosas que no necesitaban, y más bienes conseguían, tanto más los deseaban. Esto era muy grave. Porque no comprendían que estaban siendo apartados, paso a paso, de la buena vida que les había sido dada".

Un pertinente capítulo de The Time Before History (1996) [La época antes de la historia], de Colin Tudge, lleva un título que hay que alabar: "El fin del Edén: la agricultura". Una gran parte de la distinción epistemológica subyacente es revelada en este contraste por Ingold (1993): "En suma, mientras que para los agricultores y los pastores la herramienta es un instrumento de control, para los cazadores y los recolectores más bien debería ser considerada como un instrumento de revelación". Y Horkheimer (1972) argumenta, desde el punto de vista de los costos psíquicos de la domesticación/dominación de la naturaleza: "La destrucción de la vida interior es el precio que el hombre tiene que pagar por no haber respetado ninguna vida más que la suya". La violencia dirigida hacia el exterior es al mismo tiempo infligida espiritualmente, y el mundo externo llega a ser transformado y degradado tan seguramente como el campo perceptivo fue sometido a una redefinición fundamental. La naturaleza ciertamente no mandó sobre la civilización; todo lo contrario.

Hoy es una moda, cuando no obligado, sostener que la cultura fue siempre y siempre será. Aunque sea demostrable el hecho de que existió una era humana no-simbólica extremadamente larga, quizá cien veces tan larga como la de la civilización, y que la cultura sólo ha ganado a expensas de la naturaleza, desde todas partes se nos dice que lo simbólico –al igual que la alienación– es eterno. Así, las preguntas sobre el origen y el destino no tienen ningún significado. Nada se puede rastrear más lejos que la semiótica en la que todo está atrapado.

Pero los límites de la racionalidad dominante y los costos de la civilización están demasiado rigurosamente visibles para nosotros como para aceptar esta clase de rendición. Desde el ascendiente de lo simbólico, los seres humanos hemos estado tratando de recuperar, a través de la participación en la cultura, la autenticidad que alguna vez vivimos. El constante impulso hacia o la búsqueda de lo trascendente prueba que la hegemonía de la ausencia es una constante cultural. Como señaló Thomas McFarland (1987), "la cultura da testimonio principalmente de la ausencia de sentido, no de su presencia".

El consumo masivo, insatisfactorio, dentro de los dictados de la producción y del control social, reina como la principal consolación de esta ausencia, y la cultura es ella misma, evidentemente, una elección fundamental del consumidor. En la base está la división del trabajo que da forma a nuestra falsa e incapacitante totalidad simbólica. "El aumento de la especialización", escribió Peter Lomas (1996), "mina la confianza en nuestra capacidad normal para vivir".

Estamos tan entrampados en la lógica cultural de la objetivación y en la lógica objetivadora de la cultura como desacertados quienes aconsejan nuevos rituales y otras formas de la representación como el camino hacia una existencia reencantada. Más de lo que ha fracasado durante tanto tiempo difícilmente puede ser la respuesta. Levy-Strauss (1978) se refería a "una clase de sabiduría [que los pueblos primitivos] practicaban espontáneamente y cuyo rechazo, por el mundo moderno, es la verdadera locura".

O bien la salud no-simbolizadora que una vez tuvimos, en todas sus dimensiones, o bien la locura y la muerte. La cultura nos ha llevado a abandonar nuestro propio espíritu y totalidad originarios por un reino cada vez peor de artificialidad, aislamiento y extrañamiento empobrecedor. Por no decir que ya no existen placeres cotidianos, sin los cuales perderíamos nuestra humanidad. Pero mientras nuestra situación se profundiza, vislumbramos cuánto debe ser suprimido para nuestra redención.

Título original: Running on Emptiness. The failure of Symbolic Thought.
Traducción: Round Desk

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ADVERTENCIA DEL TRADUCTOR

La fuente de la que ha sido tomado este texto, www.primitivism.com, no incluye las notas a las que seguramente hace referencia el original cuando menciona a los distintos autores y las fechas de las obras de las que se extraen las citas.

 

 

 

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