IMMANUEL WALLERSTEIN
LA POLÍTICA DEL MULTILATERALISMO
Como es sabido, la administración Bush ha estado dividida entre los que podríamos llamar «unilateralistas» (presuntamente dirigidos por Rumsfeld y Cheney) y los «multilateralistas» (presuntamente dirigidos por Colin Powell). Ahora sabemos que el 12 de septiembre de 2001, Rumsfeld aconsejó inmediatamente la guerra contra Irak como respuesta a los ataques de Al-Qaeda. Rumsfeld y Cheney habían ya firmado en 2000, antes de entrar en el gobierno, un documento en el que se llamaba al derrocamiento de Saddam Hussein. Estas personas no sólo deseaban acabar con la posesión iraquí de armas de destrucción masiva, sino también sustituir al régimen y de hecho ocupar el país. Además, deseaban en principio hacer esto unilateralmente, sin pedir permiso a nadie.
Como también sabemos, se toparon con diversas objeciones políticas de parte de instancias importantes: la Secretaría de Estado, los llamados «old Bushies» (el entorno del padre del presidente), Tony Blair y algunos senadores republicanos. Todos éstos argumentaban que se podía alcanzar el mismo objetivo por medio de la acción «multilateral», y sin las negativas rencillas políticas a las que podía dar lugar una acción «unilateral». Esto llevó a las resoluciones multilaterales: una en el Congreso de los EE.UU. y la otra en el Consejo de Seguridad de la ONU. Ambas resoluciones dieron a la administración Bush luz verde para lo que quería hacer, con algunas enmiendas menores y el aplazamiento inherente al retorno de los inspectores. Pero lo que la administración perdió con este insignificante aplazamiento lo recuperó sobradamente con una mayor legitimación a los ojos de los «multilateralistas» de todo el mundo.
El multilateralismo es la hoja de parra que les ha permitido decir a todas las clases de fuerzas «centristas» que están de acuerdo con el objetivo –acabar con la capacidad de Irak de utilizar armas de destrucción masiva– sin respaldar aquellas acciones de los EE.UU. que sean «unilaterales». ¿Pero es la acción multilateral para lograr el mismo fin realmente mejor? Lo que ha hecho este juego de prestidigitación en primer lugar es eliminar cualquier discusión real sobre la legitimidad del objetivo. ¿Por qué los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad –EE.UU., Gran Bretaña, Francia, Rusia y China– tienen el derecho político y moral de almacenar (y usar) armas de destrucción masiva y los otros estados presuntamente soberanos no?
Si insistimos en la pregunta, la respuesta se convierte inevitablemente en un juicio moral. Se puede «confiar» a los cinco grandes tales armas, las que sólo serán usadas defensivamente. No se puede «confiar» en otros países, especialmente si tienen regímenes dictatoriales y políticas hostiles hacia los EE.UU. En cuanto a mí, no confío en que ningún gobierno, y quiero decir ningún gobierno, no use dichas armas si cree que hay que hacerlo en nombre del interés nacional (el cual podría significar la superviviencia nacional, pero también simplemente el mantenimiento del nivel de vida de la nación en general).
La distinción moral entre lo digno de confianza y lo indigno de ella ha estado presente a lo largo de toda la historia del moderno sistema-mundo. Y ha justificado siempre la doctrina del «intervencionismo» de acuerdo con el cual los «civilizados» domestican a los «bárbaros». Si retrocedemos hasta el siglo XVI, nos encontramos con el célebre debate entre Las Casas, el obispo de Chiapas, y Sepúlveda sobre los derechos morales de los españoles en su trato con los indios. Uno de los argumentos clave de Sepúlveda era que los españoles tenían que intervenir (militar y religiosamente) para salvar vidas inocentes, que según él estaban amenazadas por las prácticas bárbaras de los indios. La respuesta de Las Casas a este argumento fue que sólo se podía intervenir para salvar vidas humanas si el proceso de salvamento no provocaba un daño mayor. Y este debate se prolonga hasta hoy.
En el siglo XIX, todo tipo de teóricos europeos justificaron la imposición del dominio colonial en Asia y África sobre la base de que de este modo se ponía fin a las prácticas bárbaras (por ejemplo, la esclavitud, que estos mismos europeos habían practicado hasta poco tiempo antes; o el supuesto canibalismo; o la autoinmolación de las viudas en la India). En los años 30 del siglo pasado, los Estados Unidos se dividieron entre «aislacionistas» e «intervencionistas», que eran aquellos que deseaban unirse activamente a la lucha contra los nazis. En el período posterior a 1945, había muchos que deseaban «liberar» a los países dominados por el comunismo, otros que deseaban apoyar a los movimientos de liberación contra los poderes coloniales o racistas, y más recientemente aquellos que deseaban intervenir –en los Balcanes, en África– para impedir «genocidios».
He pasado revista a la gama de variedades del intervencionismo para indicar que los asuntos morales no son tan sencillos. Todos creemos en el intervencionismo en algunos casos y lo combatimos en otros. Sin embargo, el moderno sistema-mundo se basa en una anomalía. Por un lado, venera los llamados derechos soberanos de todos los estados, que lógica y legalmente definen cualquier intervención exterior como una agresión y la deslegitiman, pero por otro un derecho natural implícito argumenta que existen valores morales prevalecientes que subyacen al sistema-mundo (que en la actualidad llamamos derechos humanos), y que quienes violan estos valores no tienen derecho a seguir en el poder en ninguna parte.
¿Cómo afrontar entonces esta anomalía? Bien, podemos afrontarla como un problema filosófico-moral a ser discutido. O podemos formular juicios evidentes que implican una acción real en el terreno político. En realidad, no demasiada gente pierde el tiempo discutiendo sobre dilemas político-morales. Y a los que formulan juicios evidentes lo único que les importa es si tienen el poder de aplicarlos. Así, cuando estos juicios evidentes son formulados por la administración Bush, se hace lo que se está haciendo. Y cuando estos juicios evidentes son formulados por personas que se encuentran dentro de estructuras menos poderosas, aquéllas se hallan condenadas por lo general a no hacer nada, o a comprometerse a lo sumo en un intento de sabotear las acciones de los poderosos.
Pero el principio de Las Casas –la intervención para salvar vidas sólo se justifica si no provoca más daños que los que impide– es una buena guía para legitimar la acción en el terreno político. Y quienes apoyan la acción «multilateral» para acabar con lo que perciben como un riesgo para las vidas humanas encarnado por el mantenimiento en el poder de Saddam Hussein y su posesión de armas de destrucción masiva, deberían preguntarse si la acción «multilateral» que aconsejan se ajusta a la norma de Las Casas. Es ésta una decisión moral y política que tiene que basarse en una ajustada lectura de la situación presente y en las probables consecuencias de una invasión a Irak.
Cuando Tony Blair dice, como lo hizo hace un año o así, que la inacción no es una opción, debemos preguntarnos, y preguntarnos muy seriamente, ¿por qué no?
15.12.02
Traducción: Round Desk (revisada por el autor)[Copyright by Immanuel Wallerstein. All rights reserved. Permission is granted to download, forward electronically or e-mail to others and to post this text on non-commercial community Internetisites, provided the essay remains intact and the copyright note is displayed. To translate this text, publish it in printed and/or other forms, including commercial Internetisites and excerpts, contact the author at iwaller@binghamton.edu; fax: 1-607-777-4315. These commentaries, published twice monthly, are intended to be reflections on the contemporary world scene, as seen from the perspective not of the immediate headlines but of the long term.]