Pimienta negra, 4 de octubre de 2002

“De qué lágrimas lloradas y de qué sangre”, y de qué esperma

El siguiente texto forma parte de la colección «Guerras que yo he visto: saberes de mujeres en la guerra», nº 45 de Cuadernos Inacabados (Editorial horas y HORAS, Madrid, 2001). Fue publicado originalmente en el periódico italiano Il manifesto el 4 de mayo de 1999.

Luisa Muraro

(Algunas y algunos estudiantes de la Universidad de Verona así como de otras universidades han pedido a los docentes que dediquen las clases del 5 de mayo de 1999 a la reflexión sobre la guerra de los Balcanes; lo que sigue es mi contribución, L.M.)

Queridas estudiantes, queridos estudiantes, no tengo nada definitivo que decir sobre lo que está sucediendo. Que es una guerra, ni más ni menos. La estamos haciendo contra un país que se llama oficialmente República Federal de Yugoslavia, capital Belgrado. No es una guerra que ellos hagan contra nosotros, lo podrían probar, pero todos se lo impiden. De hecho Occidente ha inventado guerras unilaterales, muy cómodas desde su punto de vista porque el otro no está en condiciones de responder. Y nosotros formamos parte de Occidente, aunque sea un poco desde el borde. Estamos de la parte justa, diría el anciano filósofo turinés Norberto Bobbio.

Lo que tengo que decir, he decidido decirlo en una lección pública (doy las gracias a los estudiantes que me dieron la idea) y he pedido al diario Il manifesto que lo publique. Necesitamos palabras. Afortunadamente las noticias, de la televisión incluida, están llenas de discusiones sobre la guerra y yo las leo con gusto, pero las palabras que faltan son de otro tipo. Las noticias razonan sobre la guerra como si fuese una cosa sensata, más o menos justa (o, según otros, más o menos equivocada). Pero faltan las palabras para aquellos que se han quedado de piedra, como yo y como muchos de vosotros. El dinero que cobro cada mes lo recibo de vosotros o de quien os mantiene, lo recibo de mis ex compañeros de escuela primaria que, a los once años, mientras yo entraba en la secundaria, se fueron a hacer mermeladas a Boschetti, lo recibo de los obreros que construyeron este edificio en el que vosotros estudiáis y yo enseño. Y, ¿a cambio de qué? De palabras. No de palabras que ya están ahí. De las otras, de las que ayudan a no quedarse de piedra.

En mi vida es la segunda vez que Italia entra en guerra. La primera vez yo tenía dos días, la guerra duró casi cinco años y mis recuerdos de infancia se parecen a los de un veterano. Creía que la vida se reducía a una sucesión de bombardeos, fosas anticarro, cazas que descienden en picado ametrallando, dormir en sótanos y soñar con atracones de leche y pan.

Después vino la paz y me acostumbré a ella. Más tarde, cuando tenía unos diez años, me llevaron al Altiplano de Asíago donde entré en contacto con la primera guerra mundial. A pesar de los treinta años transcurridos, el Altiplano estaba todavía cubierto de cicatrices y de reliquias. Se convirtieron en nuestros juguetes. No tengo recuerdos horribles porque estaba protegida por la infancia y por mi madre. Pero conozco la guerra: la he vivido, la he visto, la he tocado, me la han contado.

Conozco también un poco la historia de Italia y he llegado a la conclusión de que no podemos ir por ahí haciendo otra vez la guerra. En las noticias, sin embargo, está escrito que sí, que estamos haciendo una, lo dicen con otras palabras, pero quieren decir lo mismo. Yo no consigo convencerme. Al principio cada mañana leía los periódicos esperando haber entendido mal. Ahora, esperando leer la palabra “fin”. Me gustaría explicar este mecanismo. Cuando en 1992 empezaron a llegar noticias terribles de Bosnia, yo, sirviéndome de mi ignorancia en geografía, empecé a situar a Bosnia distante de Italia, hacia Oriente, creo que la mandé a Asia, casi a Mongolia. Esta vez el juego no me sale, he aprendido la geografía de los Balcanes pero sigo sin acostumbrarme a la idea.

Nunca habría creído, y hasta hace dos meses tampoco nadie en Italia, estoy segura, habría pensado que la OTAN nos llevaría a hacer una guerra en los Balcanes. Precisamente allí, donde empezó la primera guerra mundial, que trajo consigo desgracias horrendas, el nazismo, el exterminio de judíos y gitanos, la segunda guerra mundial. Quién sabe si en los Estados Unidos conocen la historia de los Balcanes... los profesores universitarios sí, los otros, lo dudo, porque en los Estados Unidos fuera de la universidad la cultura del libro circula muy poco, menos que entre nosotros.

La peor hipótesis que podía pensar sobre Italia era la introducción de la pena de muerte. Lo he excluido siempre, está claro, y lo sigo haciendo, pero se me había ocurrido alguna vez pensarlo: si sucede, emigraré, no podría vivir en un país con pena de muerte. Y ahora de golpe me encuentro viviendo en un país que hace la guerra, es increíble. Estamos matando a unos vecinos que no nos han hecho nada, estamos destruyendo sus casas, sus fábricas, les estamos robando el sueño, el trabajo, el combustible, la salud, la vida. Las razones que nos han dado de esta guerra no se sostienen de pie. No se puede ayudar a unos inocentes matando a otros inocentes, así sólo se multiplica el mal. Quizás nos subirán los impuestos para financiar la guerra. He leído en un periódico: nos reharemos con la reconstrucción. Pero no nos reharemos de nuestra falta de humanidad.

Muchos, para no desesperarse, se aferran a la idea de la intervención humanitaria: teníamos que hacer algo por los habitantes de Kósovo. Cierto que debíamos; por ejemplo, no deberíamos habernos hecho los desentendidos cuando la exYugoslavia entró en crisis; por ejemplo, deberíamos proponer, como Europa, un plan de ayudas económicas racionales y desinteresadas; por ejemplo, no deberíamos dar dinero y publicidad a los jovenzuelos en busca de aventuras y dar, por lo contrario, toda la ayuda posible a los opositores políticos más responsables...

Por la noche, cuando me desvelo, preparo un discurso para explicar a los aliados de la OTAN por qué Italia no puede estar en la guerra. Pero ya estamos. Lo sé, pero por la noche todavía puedo creer que no, sin dar totalmente por descontado que el discurso se podría convertir en actual, quien sabe, para el próximo ocho de septiembre.

Aquí va, mejor aquí van, pues he preparado más de uno:

“Estimados aliados, nosotros no queremos intervenir contra Serbia porque somos sus vecinos, incluso un poco parientes, sabemos que la península balcánica es un mosaico único en el mundo de pueblos y culturas, que de vez en cuando explota y cuando explota hay que ayudar con paciencia y sabiduría para que sus piezas permanezcan unidas. Hay que escuchar a todos y no ponerse del lado de ninguno contra otro, y no hay que pensar que nosotros tenemos la solución del conflicto porque son ellos los únicos capaces de reencontrar el delicado diseño de su convivencia, lo han hecho ya en el pasado, viven embutidos desde hace siglos en la península y en tantos siglos de convivencia no fácil han aprendido el secreto de la misma, aun cuando de vez en cuando lo olvidan. Es como seguir una música difícil. Si queremos contribuir de verdad, demos dinero, no es la solución, pero siempre es mejor que tirar bombas.”

Segundo discurso. “Aparte de que nuestra Constitución nos prohíbe expresamente hacer guerras no defensivas, aparte del hecho de que con vosotros hemos firmado una alianza con objetivos únicamente defensivos y Yugoslavia no nos ha agredido a ninguno, tened en cuenta que nuestra capital, Roma, es también la capital del mundo católico y el Papa no está de acuerdo con las guerras en general ni con ésta en particular. Es verdad que no somos todos verdaderamente católicos y muchas tomamos la píldora anticonceptiva, muchos usan el preservativo, se divorcian, blasfeman, son homosexuales, etc., cosas que no le gustan al Papa. Pero la guerra es otra cosa y en eso le damos razón al Papa porque la tiene. Vosotros, además, os olvidáis, que el año próximo celebramos el jubileo. No digáis que el año próximo se habrá terminado, porque de las guerras se sabe cuándo empiezan pero nunca cuándo acaban. Y además, aunque acabe dentro de una semana, que ya sería demasiado, nosotros nos tenemos que preparar desde ahora, así que vamos con retraso. ¿Cómo podemos pensar en la guerra si nos tenemos que preparar espiritualmente? ¿Y hacer frente a la invasión de peregrinos? Nos arriesgamos a un terrible caos, tanto en las obras públicas, como en nuestras almas.”

Todavía tengo pensado otro discurso, es el más fuerte, pero me temo que a D’Alema no le gustaría pronunciarlo. Ahí va: “Estimados aliados, dejadnos fuera de las guerras, no somos aptos para ellas porque nuestras madres nos han educado para que demos besos al adversario. Apenas empezaba una pelea, inmediatamente intervenían las madres a separarnos y decían: ‘besito, besito’. Lo llaman ‘mamismo’, y es también una forma de civilización. Juzgadla como queráis, pero daros por avisados de que nosotros, después de poco tiempo, queremos dar besitos a nuestro adversario”.

Tú tienes ganas de bromear, me decís. Sí, muchas, rehúso la retórica de la “guerra atroz” que resuena en boca de aquellos que han decidido hacer la guerra. Pero quizás no es retórica, quizás nuestros gobernantes no han decidido nada. De hecho, repiten que era una elección obligada. En rigor, por tanto, una no elección. Si fuese así, deberíamos sacar las consecuencias: otros han decidido por nosotros, nos han obligado, tal vez estemos de la parte de la punta de la espada (la parte equivocada, diría Bobbio) y no de la parte de la empuñadura. Yo no lo sé, no estoy en condiciones de saberlo, ni vosotros, por otro lado. Me viene a la mente la mitad de un verso de los Sepulcros de Foscolo a propósito del poder político: “de qué lágrimas lloradas y de qué sangre”.

0: de qué esperma. No es una palabreja. Me la ha sugerido una película que se llama Wag the Dog ("La cortina de humo"), donde se cuenta de un presidente de los EE.UU. cuyos colaboradores se inventan una guerra (¿sabéis dónde?: en Albania, es decir, en un lugar desconocido para los norteamericanos) para distraer la atención de la opinión pública de un escándalo sexual del presidente. Historia inventada antes de que saliera a la luz la de Clinton con la ahora famosa becaria Monica Lewinsky. En cosas de cine los norteamericanos son geniales. Pero hay que decir que entre la película y la realidad hay una diferencia para nada secundaria. En la realidad, todos los intentos de cubrir el escándalo resultaron fallidos y el presidente Clinton fue puesto en la picota, de una manera indecente, literalmente, con todos los detalles, algo que sería inaceptable en Europa pero no lo es en los EE.UU., cuya clase en el poder tiene una cultura dura e hipócrita. Como ejemplo, basta leer la bellísima novela La letra escarlata de Hawthorne (1850). Sólo que antes la condena del sexo libre recaía sobre la mujer, mientras que ahora, después del feminismo, puede recaer también en un hombre. Fallidos los intentos de cubrir el escándalo, el presidente Clinton salvó su poder reconociéndose culpable. Y ahora se está rehaciendo de la humillación sufrida haciendo una guerra justa (que es mucho peor que una guerra no real, porque el engaño no es exterior sino interior).

Para daros cuenta de ello, mirad la foto que conmemora el cincuenta aniversario de la OTAN celebrado en Washington el 24 de abril pasado. El presidente Clinton, en medio de los otros jefes políticos, aparece alto, pimpante, con el brazo derecho alzado, sonriente. Está claro que está recuperando con éxito su virilidad humillada. Los demás, exceptuando a Solana, demasiado honrado por estar en esa compañía, tienen todos el aire de exhibir una satisfacción que no sienten.

Cuando pasemos cuentas, preveo que entre las cosas que esta guerra ha destruido se deberá incluir la herencia del 68. De hecho, la decisión de bombardear Yugoslavia ha sido tomada o defendida por hombres en su mayoría de izquierdas y provenientes de las revueltas estudiantiles del famoso 68, desde Clinton a D’Alema, pasando por el secretario general de la OTAN, Solana, y el ministro de Asuntos Exteriores alemán, Fischer. Lo que más me irrita en este asunto es que también entre nosotros, los intelectuales, se han puesto a fingir, en los periódicos y en la televisión, una discusión sobre el bien y el mal, sobre la guerra justa y la guerra injusta, llevando a engaño a las personas honestas y sencillas, que pueden creer que verdaderamente la intención de esta guerra sea humanitaria y, sobre todo, que se puede justificar una guerra con semejantes intenciones.

En una famosa carta de 1932, “¿Por qué la guerra?”, cuando todavía la primera guerra mundial era la única y no la primera de un elenco, el científico Albert Einstein pregunta a Freud si sería posible “dirigir la evolución psíquica de los hombres de forma que puedan ser más resistentes a las psicosis del odio y de la destrucción”. Añado seguidamente que no estaba pensando en las “masas incultas”. “Mi experiencia demuestra que es precisamente la llamada clase intelectual la más dispuesta a ceder a esas desastrosas sugestiones colectivas, porque el intelectual carece de contacto directo con la realidad, al vivirla a través de su forma resumida más fácil, la de la página impresa” (Freud, Obras, 19301938, p. 291).

El contacto directo con la realidad de que habla Einstein, nos lo da el ser cuerpo. La realidad es cuerpo, son cuerpos, aunque esto no sea enteramente cierto, también hay minerales, es decir, el sol, las estrellas, la luna, pero son cuerpos celestes. Y la sociedad es cuerpo también. Y los cuerpos, cuando se acerca la guerra, tiemblan y penan. Saben que la guerra está hecha para destruir en un crescendo que no se sabrá cómo parar todo lo que gusta a los cuerpos; como la casa, la mesa puesta, el café, los vestidos, las novias, los novios, la luz, el calor, el amor. Por eso, creo yo, el 24 de marzo nos quedamos de piedra para pasar a la realidad mineral, dejar de ser cuerpos, convertirnos en esféricos e insensibles. Lo siento por Platón, pero las ideas del bien y del mal han matado y destruido demasiadas veces. Yo, por lo contrario, os aconsejo escuchar vuestro sentimiento de cuerpos vivos, deseosos, dependientes, y razonar en consecuencia.

 

Fuente: BEA (Boletín Electrónico Antimilitarista), nº 24, septiembre 2002. MOC, Moviment d’objecció de consciència, València, Roger de Flor, 8 baix (local de Cedsala), 46001 Valencia, tf: 96 391 67 02

 

 

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