La inquietud de los mercados y la quietud del hombre
23/12/02
Avanza deslizándose mansa la onda, estéril como es, para difundir la esterilidad en partes innúmeras. Ahora se hincha y crece y rueda cubriendo el ingrato suelo de la playa desierta. Domina allí, animada por la fuerza, ola sobre ola, y se retira sin haber efectuado cosa alguna, lo cual es capaz de angustiarme hasta la desesperación. ¡Fuerza de indómitos elementos que carece de objeto!
Goethe, Fausto
¿Os habéis dado cuenta de que no existe hoy prácticamente comunicación en los medios presuntamente comunicativos que no nos sitúe –no nos hable hasta la extenuación– en el contexto de los mercados inquietos? La inquietud de los mercados ha pasado a ser su frase favorita. Marca como pocas (y eso que hay demasiadas) la nueva era. Se enciende en el cerebro del hombre aquietado cada vez que coge el periódico para darse el matinal baño de resignación. Aquí no pasa nada, lo único que se mueve son los mercados.
El mercader de Venecia se ha rendido ante los mercaderes de las bolsas de Nueva York, Londres y Tokio. Conocíamos bien la angustia del mercader de Venecia, pero nadie se puede representar la de los nuevos mercaderes, por la sencilla razón de que no tienen rostro. La nueva era ha realizado el sueño de todas las eras anteriores: un amo que no está en ninguna parte y está en todas, el emperador que no necesita ocultarse a los ojos de sus súbditos en ninguna ciudad prohibida, porque él mismo es la ciudad prohibida, el ocultamiento, Dios. Ningún súbdito lo ha visto ni lo verá jamás. Ni siquiera el último lameculos del último emperador.
Se sabe que el nuevo emperador no tiene forma visible por donde asirlo, palparlo, quizá fotografiarlo. Sólo suspira y se inquieta, y eso es todo lo que llegamos a saber de él. Es su única manifestación en este mundo que, por no ser a su imagen y semejanza, ha alcanzado el estado de quietud absoluta. Un lugar donde ya no se escucha el suspiro de la criatura oprimida: si se escuchara, los mercados, espantados, nos abandonarían.
Y así, como los mercados se inquietan por nada, no se los puede molestar. En el hipotético caso de que las criaturas se sientan oprimidas, lo mejor que pueden hacer es llamarse a silencio y seguir remando. De lo contrario, los mercados se retiran y el bote se hunde.
Marx lo concibió, Kafka lo soñó: es el proceso del capital llevado hasta el límite. En virtud de él, ninguna angustia humana es digna de consideración. Sólo lo es la de los mercados, a los que, en el colmo de la enajenación, los hombres han acabado transfiriéndoles su propia angustia ante la ley de la jungla: la del mercado.
Los hombres siempre se han angustiado por el mercado, pero ahora resulta que el angustiado es el mercado: por culpa de los hombres, esa maldición. La maldición, en realidad, es el mercado, pero el mercado se encarga de poner a los hombres y a su angustia en su lugar. O sea, ningún lugar, ya que el único lugar realmente existente es el del mercado, los mercados, los viejos dioses que vuelven a enfadarse con los mortales en cuanto a éstos se les ocurre la locura de intentar destronarlos, quizá robarles el fuego, cualquiera de esas tonterías u-tópicas (en ningún lugar). El único lugar es topós uranós (el lugar celeste, el reino de los cielos), y allí moran los dioses, los mercados.
Pero los mercados ni siquiera se enfadan, sólo se inquietan, lo cual nos da una idea mucho más gráfica de su terrible poder. Si la inquietud de los mercados basta para que los hombres se queden quietos, ¿qué no harían los hombres (¿qué no dejarían de seguir haciendo?) si los mercados se llegaran realmente a enfadar? Los mercados no son emperadores, pero actúan como si lo fueran: un suspiro, una inquietud apenas insinuada entre ceja y ceja, y todos a temblar. No se puede desagradar al emperador, porque en ese caso nos abandona, y qué será de nosotros, ¡ay!
Ocultemos todas nuestras falsas angustias ante la única angustia verdadera: la del mercado. Si no tienes trabajo, ¿por qué te inquietas? Otros tienen inquietudes mayores: por ejemplo, los mercados. Si no tienes pan, si no tienes techo, si no tienes ninguna perspectiva... ¿De qué te preocupas? Más importante es la perspectiva de los mercados, porque de ellos depende que en algún momento llegues a probar el pan (mientras tanto, rómpete los dientes, come pan duro). Y si los mercados se ponen nerviosos, ya sabes, tampoco habrá pan blando para los que hacemos genuflexiones todos los días ante su altar. Que esto de que el emperador ya no esté en la ciudad prohibida, sino en la más pura abstracción celestial, es sumamente conveniente para nosotros, los que nos arrodillamos.
¿Contra qué o quién suspirar, criatura oprimida? Levantas la vista y no hay nada. Sólo la transparencia de los mercados. Recibes de cuando en cuando algún porrazo, es cierto, ¿pero a quién te irás a quejar? La mano que empuña la porra es la del policía, aunque ya no es el emperador (al que puedes imaginar) el que da la orden, son los mercados (y éstos son inimaginables).
No te muevas, no suspires, estás atrapado dentro de una impenetrable red. Transparente y opaca al mismo tiempo, desde el momento en que nadie la puede desenmarañar. Por su invisibilidad, es inatacable; por su opacidad, indescifrable. Es el proceso y es el capital. Realidades inhumanas que, sin embargo, son producidas incesantemente por la humanidad y a las que ésta –como indicio de su actividad y, al mismo tiempo, como ironía suprema– inviste de atributos humanos: inquietud, angustia y, finalmente, huida si insistimos en molestar a los mercados.
Conocemos lo del robot que termina sometiendo a sus inventores, los hombres. Esto es mejor. En las leyendas doradas de nuestra infancia, los robots eran sólo máquinas, no se angustiaban. Los héroes que luchaban contra ellos sacaban fuerzas de su propia angustia y terminaban derrotándolos: superioridad de lo humano frente a lo técnico. Pero hete aquí que los términos del combate se han invertido: son los robots los que se inquietan ahora, mientras que de nosotros, lenta pero inexorablemente, se va apoderando una inmovilidad técnica, una quietud semejante a la muerte, por eso de acostumbrarnos a no llevarles la contraria. Como nuestra inquietud los inquieta, mejor quedarse quietos. Lo cual significa: convertirse en dato para un buen funcionamiento de las estadísticas. Un dato técnico.
¿Cuántos parados necesitamos este año?, preguntan los gobernantes a los mercados. Éstos, intranquilos porque todavía no se les ha sacrificado el número necesario, emiten la respuesta prevista. Y los gobernantes van y hacen lo que se llama un ajuste técnico. Técnicos en economía (nunca mejor dicho), y nosotros, tecnificados, moneda de cambio en la transacción universal de los mercados.
De modo que ya sabemos, el único valor de uso apetecible y respetable (y humano, por eso de que se inquietan, de que no tienen ningún parecido con los robots de antaño) son los mercados. Los hombres, nuevos robots, mero valor de cambio. La inversión es completa: ni Marx lo adivinó. Para él, la realidad inhumana tenía un final cierto en la voluntad humana (fundada en la angustia) de acabar con ella. Pero ahora esta voluntad se ha quedado súbitamente desfundamentada, puesto que si nos angustiamos...
Ya lo dicen los humanistas que escriben todos los días tribunas libres en tal o cual periódico: a la inquietud de los mercados, la quietud de los hombres, el fin de la historia. Un apocalipsis apacible y aburrido, sin truenos, pero con víctimas.