15 DE FEBRERO EN MADRID: UNA CONCLUSIÓN INESPERADA
Cuando desde la tribuna montada en la Puerta de Sol se nos dijo que, al escuchar la sirena (la misma que sonaría en Bagdad a la hora de la muerte), nos tiráramos todos al suelo, bien estirados, como unos buenos muertos (émulos vivos de los muertos venideros, verdaderos de Bagdad), cada uno de los que estábamos allí rodeando la tribuna miró al de al lado con una sonrisa cómplice, de triunfo. ¿Cómo hacernos los muertos si apenas –los que lograrían al fin hacerlo– podíamos ponernos en cuclillas como vivos?
«Aquí no hay lugar para la muerte», escuchamos decir a nuestro vecino. Y era metafóricamente cierto. Al día siguiente, los periódicos, haciendo sus interesados cálculos, evaluaron cuatro personas por metro cuadrado (total: un millón). Sin embargo, si no puedes «morirte» ni agacharte, es porque en ese metro cuadrado, seguramente, hay otros nueve o diez como tú (por lo tanto, no un millón, sino dos millones o más).
En esa compacta multitud no entra la muerte, no, pero tampoco la policía (que es más o menos lo mismo). Ni la publicidad, ni la televisión, ni los políticos, ni los comecocos afamados o anónimos del intelecto, esas lavadoras ultramodernas o posmodernas que te centrifugan el cerebro. No entra la muerte en ninguna de sus variantes.
La ocasión ya había sido aprovechada durante el avance a paso de tortuga de la manifestación (tampoco había metro cuadrado para moverse) en el momento en que una parte de ella avizoró el gigantesco cartel de propaganda del Ejército español invitando a los potenciales candidatos a escoger una «profesión de futuro», la suya, la que, por ejemplo, aniquilará en Irak, en un santiamén, centenares de miles de futuros que, según se ha dictaminado en alguna parte, no tienen futuro, pero tampoco presente ni pasado.
Entonces esa parte de la manifestación lanzó su propio ataque de «bombas inteligentes» (estas sí, inteligentes de verdad) contra el cartel, produciendo los consabidos «daños colaterales». Como no había castigo posible (la policía no puede entrar donde no entra la muerte), los daños se quedaron así, en «colaterales», impunes, tal como se quedan los daños de toda la vida que nos infligen los de las alturas (y ahora, literalmente, desde las alturas, desde el cielo de Irak). Está claro que donde no hay espacio para hacerse el muerto, tampoco lo hay para la amenaza de muerte o para la muerte como tal, el argumento decisivo de los amos en su «lucha a muerte» contra los esclavos, que es lo que aquí se pretende demostrar.
¿Por qué nos han derrotado, por qué nos derrotan sistemáticamente a lo largo de la historia? La respuesta, archisabida, tiene en el 15 de febrero en Madrid una nueva ilustración, pero en «negativo» (es decir, afirmativa, demostrativa de un nuevo camino para revertir la tendencia eterna a ser aplastados). Y, también, una oportunidad de oro para volver a pensarla. Desde el metro cuadrado «ocupado», archiocupado, que impide toda manipulación, física o cerebral, ideológica o por la fuerza bruta. Juntos y compactos (como pueblo, no como masa o, mejor dicho, como individuos-masa), «no nos moverán». Ni en el caso de Irak ni en el caso del mundo.
Podemos parar la guerra contra Irak y podemos parar todas las guerras contra el mundo que han sido y serán (tal como vienen programadas, militarmente, políticamente, económicamente, o todo junto). Si no olvidamos nunca –con Irak y más allá de Irak– cuántos no-individuos (individuos de coche, tarjeta de crédito, teléfono móvil y demás) podemos entrar por metro cuadrado, y si lo ponemos lo más cotidianamente posible en práctica (y no sólo ante la perspectiva de una guerra inminente, sino ante la paz de los cementerios de todos los días), entonces estaremos en condiciones finalmente, al reencontrarnos con nuestra realidad más profunda, la del ser social, la del ser-con-otros (y desechando nuestra «identidad», nuestra soledad de átomos impuesta por poderes extraños) de vencer a la realidad exterior, la realidad, esa cosa de la que nos quieren convencer que es la Verdad, cuando desde el fondo de nuestros corazones sabemos que es falsa.
Recordemos, pues: donde no se puede «morir», porque no hay lugar, porque el metro cuadrado está ocupado, saturado, no entra la policía, no entra el Poder, no entra la publicidad, no entra la televisión, no entra la centrifugadora del profesional del intelecto bien pagado, no entra lo que nos mata desde que la historia es historia, o sea, «prehistoria», aunque la mona se vista con la seda de lo moderno, de lo posmoderno o de lo ultramoderno, que, por otra parte, ya se está viendo venir una vez más de la mano del amigo americano, sus delirios, sus idioteces, sus bombas.
¿Cuántos seremos por metro cuadrado en lo sucesivo (en Madrid, Londres o Roma, en Nueva York, Melbourne o Bangkok)? Como diría el príncipe de Dinamarca, he aquí la cuestión. Cabría entonces la posibilidad –muy real, tan real como lo fueron las manifestaciones de Madrid, Londres o Roma, Nueva York, Melbourne o Bangkok y tantísimas ciudades más, grandes o pequeñas– de que por fin dejara de oler a podrido no sólo en Dinamarca sino en el planeta entero, olor para el cual ya no hay «máscara antigás» que sirva, porque la guerra química y bacteriológica hace mucho ya, hace miles de años en verdad, que empezó. Es la guerra de siempre, la del sucio olor del Dinero (cada vez más fétido) contra la humanidad.
Algo huele a limpio en cada metro cuadrado que habitamos o que, juntos, como pueblo, empezamos a habitar. No nos moverán. Cada metro cuadrado es, tiene que ser, nuestro. De aquí en más, todos los días del año, del 2003 y de los que quizá vengan (siempre que el Bobo no apriete el botón) deberíamos convertirlos en una reedición, sabiamente corregida y aumentada, de este extraordinario, inolvidable 15 de febrero. En nuestras manos está.