El pez en el agua
Memorias

«También los cristianos primitivos sabían muy exactamente que el mundo está regido por los demonios y que quien se mete en política, es decir, quien accede a utilizar como medios el poder y la violencia, ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario.Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando.»

MAX WEBER,
Politik als Beruf (1919)
EL PEZ EN EL AGUA. Memorias (1993)

El pez en el agua contiene, en capítulos alternos, las memorias de dos etapas decisivas de la vida de Mario Vargas Llosa: la comprendida entre fines de 1946, época de su infancia en que se le comunicó que su padre no había muerto, sino que estaba separado de su madre, y le fue presentado, y 1958, año en que el joven escritor abandonó el Perú para instalarse en Europa, por su parte; y por otra la campaña presidencial peruana que, tras la derrota electoral en la segunda vuelta ante Fujimori, concluye el 13 de junio de 1990 con otro viaje a Europa, que debe dar inicio, como antaño, a otra etapa de la vida del autor en la que la literatura pase nuevamente "a ocupar el lugar central".

La extrema convicción y generosidad del comportamiento personal aquí descrito y su firme y vehemente convicción y energía expresiva convierte a El pez en el agua no sólo en un testimonio apasionante e ineludible sino también en uno de los principales libros de toda la obra de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

 

A la izquierda: Portada de la primera edición del libro, abril de 1993 (foto de Alejandro Balaguer)

PRINCIPALES EDICIONES:

Editorial Seix Barral, 1993.

Editorial PEISA, 2002.

DEDICATORIA:

Este libro está dedicado a
Frederick Cooper Llosa
Miguel Cruchaga Belaunde
Luis Miró Quesada Garland y
Fernando de Szyszlo, (*)

con quienes todo comenzó,

y a mis amigas y amigos
del Movimiento Libertad

(*) Frederick Cooper Llosa es un conocido arquitecto peruano, pariente del escritor. Miguel Cruchaga es también un arquitecto peruano. Ambos trabajaron durante la campaña presidencial. Luis Miró Quesada Garland fue director del diario El Comercio hasta su fallecimiento en 1998. Fernando de Szyszlo es un famoso pintor peruano, reconocido a nivel internacional (una de sus pinturas figura en Elogio de la madrastra, 1988)

ÍNDICE DEL LIBRO:

I.
II.
III.
IV.
V.
VI.
VII.
VIII.
IX.
X.
XI.
XII.
XIII.
XIV.
XV.
XVI.
XVII.
XVIII.
XIX.
XX.
Ese señor que era mi papá......................9
La plaza San Martín.............................33
Lima la horrible....................................51
El Frente Democrático.........................79
El cadete de la suerte.........................101
Religión, municipios y traseros............123
Periodismo y bohemia........................141
El Movimiento Libertad......................157
El tío Lucho........................................183
Vida pública.......................................207
Camarada Alberto..............................231
Intrigantes y dragones.........................257
El sartrecillo valiente...........................273
El intelectual barato............................305
La tía Julia.........................................323
El gran cambio...................................351
El pájaro-mitra...................................383
La guerra sucia...................................409
El viaje a París....................................455
Punto final..........................................475
Colofón........................................................531

Fragmentos:

Pág. 73 (Del capítulo "Lima la horrible")

A mi abuelo (Pedro) le decían gringo, de joven, porque al parecer tenía los cabellos rubios. Yo, desde mis primeros recuerdos, lo veo con ralos cabellos blancos, la cara colorada y esa gran nariz que es atributo de los Llosa, como caminar con las puntas de los pies muy separadas. Sabía muchos poemas de memoria, ajenos y algunos suyos, que me enseñó a memorizar. Que yo escribiera versos de chico lo divertía, y que después aparecieran escritos míos en los periódicos lo entusiasmaba, y que yo llegara a publicar libros lo llenó de satisfacción. Aunque estoy seguro de que, a él, como a mi abuelita Carmen, quien me lo dijo, también debió espantarlo que esa primera novela mía, La ciudad y los perros, que les mandé desde España apenas salió, estuviera llena de palabrotas. Porque él fue siempre un caballero y los caballeros no dicen nunca y menos escriben palabrotas.

Pág. 107-109 (Del capítulo "El cadete de la suerte")

Otra manera de ser un hombre cabal era tener muchos huevos, jactarse de ser un «pinga loca», que se comía a montones de mujeres, y que, además, podía «tirarse tres polvos al hilo». El sexo era un tema obsesivo, objeto de bromas y disfuerzos, de las confidencias y de los sueños y pesadillas de los cadetes. En el Leoncio Prado, el sexo, lo sexual, fueron perdiendo para mí el semblante asqueroso, repelente, que habían tenido desde que supe cómo nacían los bebes, y allí comencé a pensar y fantasear en mujeres sin sentir desagrado y sentimientos de culpa. Y a avergonzarme de tener catorce años y no haber hecho el amor. Esto no se lo decía, por cierto, a mis compañeros, ante quienes me jactaba de ser también un pinga loca.

Con un amigo leonciopradino, Víctor Flores, con quien solíamos, los sábados, luego de las maniobras, boxear un rato junto a la piscina, un día nos confesamos que ninguno de los dos nos habíamos acostado con una mujer. Y decidimos que el primer día de salida iríamos a Huatica. Así lo hicimos, un sábado de junio o julio de 1950.

El jirón Huatica, en el barrio popular de La Victoria, era la calle de las putas (polillas). (...)

Volví muchas veces a Huatica en esos dos años leonciopradinos, siempre los sábados en la tarde y siempre a la cuadra de las francesas. (...) Y fui varias veces donde una polilla menuda y agraciada -una morenita vivaz, de buen humor y capaz de hacer sentir a sus fugaces visitantes que hacer el amor con ella era algo más que una simple transacción comercial- a la que habíamos bautizado la Pies Dorados porque, en efecto, tenía los pies pequeños, blancos y cuidados. Se convirtió en la mascota de la sección. Los sábados uno se encontraba a cadetes de la segunda o de la primera, cuando estuvimos en cuarto año haciendo cola en la puerta de su pequeño cuchitril. La mayor parte de los personajes de mi novela La ciudad y los perros, escrita a partir de recuerdos de mis años leonciopradinos, son versiones muy libres y deformadas de modelos reales y otros totalmente inventados. Pero la furtiva Pies Dorados está allí como la conserva mi memoria: desenfadada, atractiva, vulgar, enfrentando su humillante oficio con inquebrantable buen humor y dándome, aquellos sábados, por veinte soles, diez minutos de felicidad.

Caricatura de la revista DEBATE para su encuesta anual "El poder en el Perú". 1989. Mario Vargas Llosa está entre Alfonso Barrantes y Fernando Belaúnde. El que acompaña a Alan García (en el estrado) es Luis Alberto Sánchez. El tipo con la dinamita es Abimael Guzmán. CARICATURA: Heduardo.
Pág. 428-429 (Del capítulo "La guerra sucia")

Arma importante de la guerra sucia (en la campaña por la presidencia) era mi «antimilitarismo» y «antinacionalismo». El APRA, sobre todo, pero también parte de la izquierda que desde los tiempos de la dictadura de Velasco se había vuelto militarista recordaban que el Ejército había quemado en un acto público, en 1963, mi novela La ciudad y los perros por considerarla ofensiva para las Fuerzas Armadas. La oficina del odio encontró, escarbando en mi bibliografía, muchas declaraciones y citas mías en artículos y entrevistas atacando el nacionalismo como una de las «aberraciones humanas que más sangre han hecho correr en la historia» frase que, en efecto, suscribo y las difundía masivamente, en volantes anónimos, pero impresos en la Editora Nacional.

Pág. 121-122 (Del capítulo "El cadete de la suerte")

En ese año de 1951 escribí una obra de teatro: La huida del inca. Leí un día, en La Crónica, que el ministerio de Educación convocaba a un concurso de obras teatrales para niños, y ése fue el acicate. Pero la idea de escribir teatro me rondaba desde antes, como la de ser poeta o novelista, y acaso más que estas dos últimas. El teatro fue mi primera devoción literaria. Tengo muy viva en la memoria la primera obra teatral que vi, cuando era un niño de pocos años, en Cochabamba, en el teatro Achá. El espectáculo era en la noche y para grandes, y no sé por qué cargaría conmigo mi mamá. Nos sentamos en un palco y de pronto se levantó el telón y allí, bajo una luz muy fuerte, unos hombres y mujeres no contaban sino vivían una historia. Como en las películas, pero todavía mejor, porque éstas no eran figuras en una pantalla sino seres de carne y hueso. En un momento, durante una discusión, uno de los caballeros le daba una cachetada a una señora. Rompí a llorar y mi mamá y mis abuelos se reían: «Pero si es de mentira, zoncito.»

Aparte de las veladas en el colegio, no recuerdo haber ido al teatro hasta el año en que entré al Leoncio Prado. Ese año, sí, fui varios sábados, al teatro Segura, o al Municipal, o al pequeño escenario de la Escuela Nacional de Arte Escénico en los alrededores de la avenida Uruguay, generalmente a platea alta o incluso a la cazuela, a ver a compañías españolas o argentinas -en esa época, parece mentira, en Lima ocurrían esas cosas-, que montaban piezas de Alejandro Casona, de Jacinto Grau, o de Unamuno, y, a veces raras veces, alguna obra clásica de Lope de Vega o Calderón. Iba siempre solo, porque a ninguno de mis amigos del barrio le hacía gracia ir al centro de Lima a soplarse una obra de teatro, aunque alguna vez se animaba a acompañarme Alberto Pool. Mala o buena, la representación siempre me dejaba la cabeza llena de imágenes para fantasear muchos días, y cada vez salía del teatro con la secreta ambición de ser algún día un dramaturgo.

No sé cuantas veces escribí, rompí, reescribí, volví a romper y a reescribir La huida del inca. Como mi actividad de escriba de cartas amorosas y de novelitas eróticas me había ganado entre mis compañeros leonciopradinos el derecho a ser escritor, no lo hacía ocultándome, sino en las horas de estudio, o después de las clases, o en ellas mismas y durante mis turnos de imaginaria. El abuelito Pedro tenía una vieja máquina de escribir Underwood, que lo acompañaba desde los tiempos de Bolivia, y los fines de semana me pasaba horas mecanografiando en ella con dos dedos, el original y las copias para el concurso. Al terminarla, se la leí a los abuelos y a los tíos Juan y Laura. El abuelito se encargó de llevar La huida del inca al ministerio de Educación.

Esa obrita fue, hasta donde yo recuerdo, el primer texto que escribí de la misma manera que escribiría después todas mis novelas: reescribiendo y corrigiendo, rehaciendo una y mil veces un muy confuso borrador que, poco a poco, a fuerza de enmiendas, tomaría forma definitiva. Pasaron semanas y meses sin noticias de la suerte que había tenido en el concurso, y cuando terminé el cuarto de media, y, a fines de diciembre o comienzos de enero de 1952, entré a trabajar a La Crónica, ya no pensaba casi en mi obra espantosamente subtitulada Drama incaico en tres actos, con prólogo y epílogo en la época actual ni del certamen al que la presenté.

Pág. 186 (Del capítulo "El tío Lucho")

El tío Lucho me escuchó leerle La huida del inca, y muchos poemas y cuentos, haciéndome a veces algunas críticas -la exuberancia era mi defecto capital- pero con delicadeza para no herir mi susceptibilidad de novísimo escribidor.

Pág. 189-190 (Del capítulo "El tío Lucho")

El profesor de literatura (en el Colegio San Miguel de Piura) resultó algo desangelado -teníamos que memorizar los adjetivos con que calificaba a los clásicos: San Juan de la Cruz, «hondo y esencial»; Góngora, «barroco y clasicista»; Quevedo, «alambicado, festivo e imperecedero»; Garcilaso, «italianizante, malogrado precozmente y amigo de Juan Boscán»-, pero una buenísima persona: José Robles Rázuri. El Ciego Robles, cuando descubrió

mi vocación, me tomó mucho aprecio y solía prestarme libros —los tenía todos forrados con un papel color rosa y un sellito con su nombre—, entre los que recuerdo los dos primeros que leí de Azorín: Al margen de los clásicos y La ruta de Don Quijote.

A la segunda o tercera semana de clases, en un gesto audaz, le confié al profesor Robles mi obrita de teatro. La leyó y me propuso algo que me causó palpitaciones. El colegio ofrecía uno de los actos con que se celebraba la semana de Piura, en julio. ¿Por qué no sugeríamos al director que el San Miguel presentara este año (1952) La huida del inca? El doctor Marroquín aprobó el proyecto y, sin más, quedé encargado de dirigir el montaje, para estrenar la obra el 17 de julio, en el teatro Variedades. Vaya exultación con la que corrí a la casa a contárselo al tío Lucho: ¡Ibamos a montar La huida del inca! ¡Y en el teatro Variedades, nada menos!

Aunque sólo fuera por haberme permitido ver, en un escenario, viviendo con la ficticia vida del teatro, algo inventado por mí, mi deuda con Piura sería impagable. Pero le debo otras cosas. Los buenos amigos, algunos de los cuales me duran hasta ahora. Varios de mis viejos condiscípulos del Salesiano se habían pasado al San Miguel, como Javier Silva y Manolo y Richard Artadi, y entre los nuevos compañeros había otros, los mellizos Temple, los primos León, los hermanos Raygada, con los que nos hicimos compañeros del alma. El quinto de secundaria resultó ser un año pionero, pues por primera vez se ensayaba en un colegio nacional el régimen mixto. En nuestra clase había cinco mujeres: se sentaban en una fila aparte y nuestras relaciones eran formales y distantes. Una de ellas, Yolanda Vilela, fue una de las tres «vestales» de La huida del inca, según el descolorido programa del espectáculo que llevo en la cartera, como amuleto, desde entonces.

Pág. 198-200 (Del capítulo "El tío Lucho")

Comenzamos a ensayar La huida del inca a fines de abril o comienzos de mayo, en las tardes, tres o cuatro veces por semana, a la salida de las clases, en la biblioteca del colegio, un amplio salón de la planta alta, que nos facilitó la amable bibliotecaria del San Miguel, Carmela Garcés. En el reparto, cuya selección tomó unos días, figuraban alumnos del colegio, como los hermanos Raygada, Juan León y Yolanda Vilela, de mi clase, y Walter Palacios, quien sería después un actor profesional, además de dirigente revolucionario. Pero las estrellas eran las hermanas Rojas, dos muchachas de fuera del colegio, muy conocidas en Piura, una de ellas por su magnífica voz, Lira, y la otra, Ruth, por su talento dramático (había trabajado ya en varias obras teatrales). La linda voz de Lira Rojas hizo que, algún tiempo, después, el general Odría, que la oyó cantar en una visita oficial a Piura, la becara y enviara a Lima, a la Escuela Nacional de Música.

No quiero recordar la obra (una truculencia con incas, como he dicho), pero sí, con emoción, lo que fue irla haciendo nacer, a lo largo de dos meses y medio, con la colaboración entusiasta de los ocho actores y las personas que nos ayudaron en los decorados y la iluminación. Nunca había dirigido ni visto dirigir a nadie y pasé noches enteras, desvelada, tomando apuntes sobre el montaje. Los ensayos, el ambiente que se creó, la camaradería, y la ilusión al ver, por fin, que la obrita tomaba cuerpo, me convencieron ese año de que no sería poeta sino dramaturgo: el drama era el príncipe de los géneros y yo inundaría el mundo de obras teatrales como las de Lorca o Lenormand (no volví a leer ni tampoco he visto sobre un escenario el teatro de este último, pero dos obras suyas, que figuraban en la Biblioteca Contemporánea y que leí ese año, me hicieron fuerte impresión).

Desde el primer ensayo me enamoré de mi primera actriz, la esbelta Ruth Rojas. Tenía unos cabellos ondulados que le besaban los hombros, un alto cuello de flor, unas piernas muy bonitas y caminaba como una reina. Oírla hablar era un placer de los dioses, porque lo hacía añadiendo a la cadencia cálida, demorada y musical del habla piurana, un dejo propio de coquetería y burla, que a mí me llegaba al corazón. Pero la timidez que me invadía siempre con las mujeres de las que me enamoraba, me impidió decirle nunca un piropo o algo que la hiciera sospechar lo que sentía por ella. Además, Ruth tenía enamorado, un muchacho que trabajaba en un banco, y que solía a ir a buscarla a la salida del San Miguel.

Sólo pudimos hacer un par de ensayos en el teatro, a mediados de julio, en vísperas del estreno, cuando parecía imposible que el maestro Aldana Ruiz terminara de pintar los decorados a tiempo: los terminó el mismo 17 de julio, en la mañana. La propaganda para la obra fue enorme, en La Industria y en El Tiempo, en las radios, y, por último, perifoneando por las calles —recuerdo haber visto pasar, por la puerta del diario, a Javier Silva, rugiendo en una bocina, desde lo alto de un camión: «No se pierdan el acontecimiento del siglo, en vermouth y noche, en el teatro Variedades...»—, a consecuencia de lo cual se agotaron las localidades. La noche del estreno, mucha gente que se quedó sin entradas forzó las barreras e irrumpió en la sala, copando los pasillos y el hueco de la orquesta. Con el desbarajuste, el propio prefecto, don Jorge Checa, perdió su asiento y tuvo que presenciar el espectáculo de pie.

La obra transcurrió sin percances —o casi— y hubo muchos aplausos cuando salí al escenario a agradecer, junto con los actores. El único semipercance fue que en el momento romántico de la obra, cuando el inca —Ricardo Raygada— daba un beso a la heroína, que se suponía muy enamorada de él, Ruth puso cara de asco y comenzó a hacer pucheros. Después nos explicó que sus ascos no eran al inca, sino a una cucaracha viva que se le había prendido a éste en la mascaipacha o borla imperial. El éxito de La huida del inca hizo que diéramos, la siguiente semana, dos funciones más, a una de las cuales pude meter a mis primas Wanda y Patricia de contrabando, pues la censura había calificado la obra de «mayores de quince años».

Además La huida del inca, la función comprendía algunos números de canto, de Lira Rojas, y una presentación de Joaquín Ramos Ríos, uno de los personajes más originales de Piura. Era exponente eximio del ahora ya extinto o, en todo caso, considerado obsoleto y ridículo, pero entonces muy prestigioso, arte de la declamación. Joaquín había vivido de joven en Alemania e importado de allí el idioma alemán, un monóculo, una capa, unas extravagantes maneras aristocráticas y una desenfrenada afición por la cerveza. Recitaba maravillosamente a Lorca, a Darío, a Chocano, y al vate piurano Héctor Manrique (cuyo soneto Querellas del jardín, que comenzaba «Era la agonía de una tarde rubia...», el tío Lucho y yo decíamos a gritos, mientras cruzábamos el desierto rumbo a su chacra), y era la estrella de todas las veladas literario-musicales de Piura. Aparte de recitar no hacía sino vagabundear por las calles de la ciudad, con su monóculo y su capa, y arrastrando una cabrita a la que presentaba como su garcela. Andaba siempre medio bebido, mimando, en las tiznadas covachas de las chicherías, de los bares y de los puestos de licores del mercado, las extravagancias finiseculares de Oscar Wilde o de sus imitadores limeños, el poeta y cuentista Abraham Valdelomar y los «colónidas» del novecientos, ante los cholos piuranos que no le hacían el menor caso y lo trataban con la despectiva benevolencia con que se trata a los idiotas. Pero Joaquín no lo era, porque, en medio de las brumas alcohólicas en las que vivía, hablaba de pronto de poesía y de los poetas de una manera muy intensa, que revelaba un profundo comercio con ellos. Además de respeto, Joaquín Ramos me inspiraba ternura y me apenó mucho, años más tarde, encontrarlo en el centro de Lima, hecho una ruina, y en tal estado de ebriedad que no me pudo reconocer.

Para las vacaciones de Fiestas Patrias, los de la promoción quisimos organizar un viaje al Cusco, pero el dinero que reunimos —con las funciones de La huida del inca, tómbolas, rifas y kermeses— no nos alcanzó y llegamos sólo hasta Lima, por una semana. Aunque me quedé durmiendo con mis compañeros en una escuela normal de la avenida Brasil, pasé todos los días con los abuelitos y los tíos, en Miraflores. Mis padres estaban en Estados Unidos. Era ya el tercer viaje que hacía mi papá, pero el primero de mi madre. Habían ido a Los Ángeles y éste sería un nuevo intento de mi padre de montar allí un negocio o encontrar un trabajo que le permitiera marcharse del Perú. Aunque jamás me habló de su situación económica, tengo la impresión de que ésta había comenzado a deteriorarse, por el dinero que perdió en su experimento comercial neoyorquino, y porque sus ingresos habían mermado. Esta vez permanecieron en Estados Unidos varios meses y al retornar, en vez de alquilar una casa en Miraflores, tomaron un pequeño departamento, de apenas un dormitorio, en un barrio pobretón, el Rímac, signo inequívoco de estrechez económica. Y por ello, cuando, al final de ese año, volví a Lima, para entrar a la universidad, no fui a vivir con él, sino donde los abuelos, en la calle Porta. Ya nunca más viviría con mi padre.

A poco de regresar a Piura, me llegó una noticia inesperada (todo me salía bien en ese año piurano): La huida del inca había ganado el segundo puesto en el concurso de teatro. La noticia, publicada en los diarios de Lima, la reprodujo La Industria en primera página. El premio consistía en una pequeña cantidad y debieron pasar todavía muchos meses hasta que el abuelito Pedro —quien se daba el trabajo de ir todas las semanas al ministerio de Educación a reclamarlo— pudiera cobrar el dinero y girármelo a Piura. Me lo gasté en libros, sin duda, y, tal vez, en visitas a la «casa verde».

SOBRE EL LIBRO Y SOBRE SU EXPERIENCIA POLÍTICA EN GENERAL:

Yo fui testigo - 1990: El debate entre Vargas Llosa y Fujimori. Por Guido Lombardi. Artículo publicado en la revista peruana DEBATE de julio-agosto de 1998.

Yo también fui testigo. Por Pedro Cateriano Bellido. Artículo publicado en el diario peruano El Comercio el 29 de julio de 1998.

Vargas Llosa: tal por cual. Por Gustavo Faverón Patriau. Artículo de un ensayo sobre El pez en el agua, publicado en El Comercio (Perú), el 27 de febrero de 1999.

Galería de fotografías: La aventura política (1987-1990)

EL COMERCIO Perú, Lunes 10 de enero de 1999
ENTREVISTA A RAFAEL REY REY* (Fragmento)

-¿Se sintió alguna vez el heredero o el delfín de Mario Vargas Llosa?
-Nunca lo sentí ni pretendí serlo. He recconocido en Vargas Llosa ideas claras para enrumbar el Perú hacia la modernidad y la misma práctica ha demostrado que él puso la agenda de lo que había que hacer en el país. Y Fujimori lo hizo en muchos aspectos y bastante bien, pero después se ha descarrilado de la ruta.
-¿A partir de cuándo?
-A partir del momento en que se aprueba lla Ley de Interpretación Auténtica (para la re-reelección). Después, en muchas acciones prevalecieron las consideraciones electorales para el 2000. Se dejó de gobernar con seriedad en muchos aspectos.

*Rafael Rey fue llamado politicastro por Mario Vargas Llosa en una entrevista televisiva en mayo del 2000.


Caretas N° 1593 Perú, 11 de noviembre de 1999.
UNA CIUDAD PARA BRYCE Entrevista a Alfredo Bryce Echenique, por Teresina Muñoz-Najar (Fragmento)

-¿Qué pensó cuando Mario Vargas Llosa anunció su candidatura a la presidencia del Perú?
-Que era un tremendo disparate. Que el escritor se quite de sus libros para hacer otra cosa pues... Aunque hay que comprender que Mario fue siempre un hombre con una enorme y auténtica vocación y curiosidad política y social por lo tanto, en su decisión de ser candidato había cierta coherencia. Pero en realidad, hasta suspiré aliviado cuando vi que el electorado había votado mayoritariamente para que siguiera escribiendo. Mario, por ejemplo, le dedica una gran cantidad de horas a la lectura de periódicos. Si le preguntamos ahorita qué ocurre en Chechenia pues lo explica mejor que nadie. Él es así.

-Y para usted, ¿Qué es la política?
-Como decía Stendhal, mi escritor casi de cabecera, la política es como un balazo en medio de un concierto. Molesta mucho y hay que voltear para ver de dónde viene. Eso es todo.


EL COMERCIO Perú, 10 de Setiembre de 1998.

Por primera vez Fujimori se refiere a lo que habría ocurrido si Vargas Llosa ganaba en 1990

Bucarest, Rumania, Por Rossana Echeandía, enviada especial.- En 1990 el desconocido candidato de Cambio 90 a la Presidencia de la República Alberto Fujimori dio una gran sorpresa al país y al mundo cuando, ganó las elecciones al universalmente reconocido escritor Mario Vargas Llosa. Hasta ahora el mandatario, que desde entonces se mantiene en el poder, no había dicho nada sobre lo que según él hubiera pasado si Vargas Llosa le ganaba. Hoy lo dijo: "Habríamos perdido al novelista... como dicen".

COMPUNGIDO Mario Vargas Llosa, luego de conocerse los resultados de la segunda vuelta electoral. Fujimori obtuvo 57% y MVLL 35%. FOTO: Página libre (Archivo Max Silva Tuesta).
La afirmación la hizo el martes, durante una reunión del presidente con los periodistas de los principales medios de comunicación de Bucarest, a la cual la prensa peruana también fue invitada pero sólo como espectadora, sin que le fuera posible hacer preguntas, aunque las ganas de hacérselas no faltaran.

Uno de los periodistas rumanos le dijo que conocía el Perú gracias a los libros de Vargas Llosa que había leído. "¿Por qué usted no escribe para que también podamos conocer su visión del Perú?", le preguntó.

Fujimori pensó unos segundos, sonrió y respondió que, definitivamente, sería una visión totalmente distinta porque respondería a la que puede tener un ingeniero y no a la de un novelista.

"La visión que uno debe tener es la de la realidad -precisó-. Mario Vargas Llosa fue mi contendor y él creía que estaba viviendo una novela, mientras que yo pisaba la tierra de los pueblos jóvenes y recogía el sentir de la población. Entre novela y realidad ésta última debe ganar."

El encuentro con los periodistas, realizado en la Vila Lac Número Uno, una de las otrora residencias de Ceaucescu, que hoy es utilizada para alojar a los jefes de Estado y dignatarios que visitan Rumanía, tal como ocurre con Fujimori, fue lo que suelen ser estas reuniones: encuentros donde el presidente hace gala de buen humor para explicar lo que es el Perú y lo que hace su gobierno.

Refirió también que en ningún momento se había detenido ante la toma de medidas drásticas, como ocurrió con el autogolpe de 1992 -que obviamente él no llamó así-, y el rescate de los rehenes del MRTA de la residencia japonesa en 1997.

"Se nos califica como un gobierno duro y yo digo que actuamos con firmeza, sin eludir ningún problema, inclusive temas bilaterales como el de Ecuador".

Señaló también que la oposición ("cuya existencia prueba que hay democracia") califica al gobierno de autocrático, autoritario y poco democrático, "pero en el Perú se vive en plena libertad, aunque por supuesto la minoría no gobernará mientras nosotros tengamos el mandato popular. Se nos quiere meter la idea de que la minoría debe gobernar, lo cual no es aceptado en ninguna parte del mundo".

Lamentablemente, en vista de que éramos convidados de piedra, no fue posible hacerle algunas preguntas para aclarar este punto y lo que realmente le reclaman la oposición e incluso ciertos sectores que aún simpatizan con su gobierno.

Ante la pregunta de un periodista rumano, dijo que no le temía a la prensa y que cuando no le hacían preguntas a él le gustaba provocar a los periodistas.


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