Antes, durante y después de las cruzadas el mundo vivió lo que se llamó “la noche de la historia”
Miseria en los campos y en los poblados, la cultura abatida, el pillaje, la depredación y el abuso fueron los signos de una época sin gloria
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na caldera del diablo y de Dios fue el siglo undécimo, en cuyas postrimerías se lanzó la Primera Cruzada. Se mezclaron, durante este período, como pocas veces en la historia, sentimientos opuestos de arrebato místico y rapiña terrenal. Caballeros y campesinos luchaban tanto para dar alimento al espíritu torturado como al estómago vacío. La vida era difícil entonces. Europa tenía en su centro el Sacro Imperio Romano-germánico y Hungría; al este, el Imperio de Oriente, con Bizancio como centro político, cultural y religioso, después del Cisma que lo separó de Roma, y cuyos territorios se extendían hacia el Asia Menor; al oeste, Francia, la Borgoña y España, todavía combatiendo con los árabes; al sur, en el extremo de lo que es hoy la bota italiana, pequeños reinos y ducados constituidos por caballeros normandos o de otro origen. En la periferia, Inglaterra, los países escandinavos y las desoladas llanuras de Rusia. Durante los doscientos años anteriores, Europa occidental había sufrido sucesivas invasiones de vikingos, sarracenos y magiares, pero estos pueblos, tocados por la fe, se habían cristianizado. La amenaza se cernía más distante, ya que los turcos selyúcidas (descendientes de Seldjuck) ponían en peligro en Asia posesiones del Imperio Bizantino. Sin embargo, el ambiente propiamente europeo no era tranquilo, sino, por el contrario, tenso y convulsionado por la atormentada condición económico-social de la población campesina.
El aumento del número de habitantes y las mayores exigencias de los señores feudales a sus siervos empeoraron la condición de éstos a niveles nunca vistos. Debían pagar por todo, incluso por el mayorazgo del hijo del señor; por la cosecha, por el uso de caminos, por el matrimonio de una hija, por la defensa que supuestamente les brindaba el amo y por los aspectos más increíbles. Se trataba, en el fondo, de una despiadada exacción.
El bandolerismo y el pillaje abundaban hasta niveles abominables, ejercitado principalmente por bandas de caballeros empobrecidos. Regía entonces la institución del mayorazgo, que impedía la división de las tierras familiares, debiendo éstas, a la muerte del padre, pasar en su integridad al hijo mayor. Los otros — “segundones” — quedaban sin nada. De allí los apelativos de “Sin tierra”, “Sin ropa”, “Desnudo” o “Infortunado” que a menudo acompañaban al nombre rimbombante de los nobles de la época.
El sufrimiento de estos “desheredados” era nada comparado con las fechorías, abusos y crímenes que cometían cuando se entregaban al bandolerismo. El Papa León IX describió muy indignado la acción de estas bandas:
— He visto — decía — a esa gente tumultuosa, increíblemente feroz, que por su impiedad supera a los paganos, que destruye en todas partes las iglesias divinas, que persigue a los cristianos, causándoles frecuentemente la muerte, entre terribles torturas...
Estos mismos asaltantes no tenían empacho, una vez conseguido el botín, en doblar sumisamente la rodilla e implorar el perdón de sus pecados.
Los asaltos, la destrucción de cosechas en guerras entre señores, las pestes, las exacciones y los impuestos tornaban desesperada la vida del siervo de la gleba. El hambre atenaceaba el estómago hasta el punto de producir casos más o menos significativos de canibalismo. El cronista borgoñón Radulfo Glaber cuenta:
“La gente comía carne humana. Los caminantes y viajeros eran atacados por los más fuertes, que los partían en pedazos y los comían, después de haberlos asado”.
En la localidad de Tournus, alguien puso a la venta carne humana. Fue sorprendido, confesó su crimen y murió en la hoguera.
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n medio de este duro panorama se produjeron querellas político-religiosas, como la llamada “Guerra de las Investiduras”, en que se enfrentaron inicialmente Enrique IV de Alemania — “El Grande” — y el Papa Gregorio VII. Enrique IV rehusó aceptar la prohibición que el Pontífice impuso sobre la investidura de los feudales eclesiásticos por el emperador y los señores feudales, como hasta entonces había venido haciéndose. La Iglesia era, por aquel tiempo, dueña del tercio de las tierras agrícolas, y sus monjes eran buenos administradores, de modo que obtenían mayor rendimiento que los señores. Sus arcas estaban siempre bien provistas. Interesaba a los señores y emperadores, por tanto, nombrar como autoridades eclesiásticas locales a quienes pudieran apoyarlos. Entregar estos nombramientos al Papa era entregarle también un poderoso elemento de control sobre sus regiones.
Ante la reconvención de Gregorio VII por su negativa a aceptar la investidura papal, Enrique IV le hizo deponer por el clero alemán en la Dieta de Worms y nombró un Antipapa. Gregorio respondió con la excomunión, a la vez que liberaba a los súbditos del juramento de lealtad al emperador. Los señores feudales aprovecharon la oportunidad y se rebelaron, proclamándose Rodolfo de Suabia separado de la corona del emperador. La situación obligó a Enrique IV a buscar arreglo. Viajó en pleno invierno a Canosa, donde estaba Gregorio, y durante tres días, en medio de la nieve, esperó en el patio del sacro palacio a que el Pontífice se dignara recibirlo. Iba a pedirle perdón (1077). Desde entonces, la expresión “ir a Canosa” indica la rendición humillada de alguien.
Gregorio no terminó bien su papado ni triunfó en su intento de organizar una teocracia en Occidente. Sin embargo, consiguió llevar adelante algunas de las reformas nacidas en el movimiento de Cluny, esencialmente reforzar la autoridad de la Iglesia. Gregorio fue quien impuso el celibato de los eclesiásticos.
Entretanto, en Inglaterra, los normandos, o sea, los descendientes de los escandinavos, habían derrotado, con Guillermo a la cabeza, a los sajones de Harold, en la batalla de Hastings. Fue, entre otras cosas, el triunfo de la caballería sobre la infantería.
En España, Alfonso VI, rey de León y Castilla, obtuvo triunfos sobre los árabes y conquistó Toledo, mientras Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, ganaba victorias con sus mesnadas. A los triunfos del Rey contribuyeron caballeros franceses, que fueron a España a combatir en una especie de “migración armada” que resulto una suerte de anticipo de las cruzadas.
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a preocupación guerrera, la conquista, la invasión, el hambre y la peste, acrecentadas estas dos últimas por las malas cosechas que se hicieron sentir durante años, dominaban las preocupaciones del momento. La cultura se mantenía arrinconada en unos pocos centros eruditos. En España se fundían las culturas árabe, judía y cristiana. En astronomía, se construyeron instrumentos perfectos y complicados, se hicieron detenidas observaciones, se calcularon con exactitud las tablas astronómicas, pero la creación intelectual no se elevó hasta la formulación de principios.
El mayor foco de cultura fue la Universidad de Constantinopla (Bizancio), capital del Imperio de Oriente, donde una legión de intelectuales estudiaba, comentaba y copiaba los textos clásicos griegos.
El llamado del Papa Urbano II a la Primera Cruzada (1095) pidiendo a los cristianos que rescataran el Santo Sepulcro, que se encontraba en manos de los musulmanes desde el año 637, se produjo en un momento en que arreciaban las luchas entre los señores feudales y aumentaba la resistencia pasiva de los campesinos a la situación imperante. El “espíritu de ascetismo” señalado por los historiadores encontró una causa en qué volcarse y precipitó a miles y miles de señores y vasallos a las lejanas tierras santas.
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os resultados de la Primera Cruzada con la conquista de Jerusalén y la fundación de otros reinos cruzados en el Oriente, produjeron gran impacto en Europa y el deseo de muchos rezagados por plegarse a la aventura con sus perspectivas de gloria tanto material como celestial. Los historiadores comparan este estado de ánimo con el que más tarde se produjo en la misma Europa a raíz del descubrimiento del Nuevo Mundo y el enganche para acudir a las riquezas de México y Perú.
La afluencia de nuevos peregrinos y mercaderes a las tierras conquistadas en Oriente provocó no pocos roces entre los antiguos cruzados, que ya se consideraban “aborígenes”, y los recién llegados. Por esta razón y por la latente amenaza de las fuerzas turcas selyúcidas, la existencia de los nuevos estados o reino — ya sea Jerusalén, Antioquía, Edesa u otros — fue incierta y delicada. Con el propósito de fortalecer su situación política interna y externa fueron creados poco después de la Primera Cruzada dos organizaciones militares, llamadas Orden Espiritual de los Caballeros Templarios y Orden de los Caballeros Hospitalarios, que debían tener muy importante influjo en el desarrollo de los acontecimientos. Sus nombres derivaron de las respectivas sedes: los templarios la tenían en el palacio real de Jerusalén, anexa al Templo del Salvador, donde decíase que estuvo sitio el Templo de Salomón; los hospitalarios, porque aun antes de la cruzada se habían organizado en torno al Hospital de San Juan, construido en Jerusalén por comerciantes de la ciudad de Amalfi.
Estas Órdenes, aparte de sus “obras en defensa de la cristiandad”, se dedicaron a actividades bancarias y de préstamo de dinero, convirtiéndose hacia fines del siglo XII en potentes fuerzas político-militares-económicas.
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l Papado buscaba al amparo de estos desarrollos el fortalecimiento de su autoridad, contendida por el emperador. La vieja querella de las investiduras fue solucionada por el Concordato de Worms (1122), recurriéndose al expediente de distinguir dos personalidades en el prelado: el obispo, investido por el Papa, y el señor feudal, investido por el emperador. Sin embargo, la autoridad pontificia siguió siendo cuestionada desde ese mismo campo y desde otros. Las luchas entre los güelfos (defensores de la autoridad del Papa en Italia) y los gibelinos (partidarios de los emperadores de Alemania) se hizo presente por esa época y se prolongó hasta el siglo siguiente. También se manifestaron disensiones o actitudes críticas en el terreno doctrinario o teológico, siendo el más agudo exponente de esta actitud el filósofo francés Pedro Abelardo, cuya historia tiene las alternativas de una novela por entregas. Nacido de familia noble, prefirió renunciar a sus derechos de primogenitura (lo que es mucho decir para ese tiempo) y dedicarse al estudio filosófico y la carrera eclesiástica. Se hizo cargo de la cátedra de filosofía en Nuestra Señora de París, donde se hizo famoso por su erudición y oratoria, contando entre sus alumno a futuros Papas. Abogaba por la fundamentación racional de los dogmas, o sea que no debe creerse sin pruebas, porque Dios no puede haber revelado misterios incomprensibles para la inteligencia humana. Sus afirmaciones fueron consideradas heréticas y fue condenado, debiendo recluirse en una especie de destierro.
La vida de Abelardo tiene además otra dimensión. En la Catedral de Nuestra Señora de París conoció a Eloísa, sobrina del canónigo Fulbert, encargado del templo, y se enamoró de ella. Ignorante del hecho, el canónigo lo nombró preceptor de Eloísa. Las cosas pasaron a mayores. Ambos huyeron en alas de su pasión. Eloísa dio a luz un hijo, y después se recluyó en un convento para no perjudicar la carrera eclesiástica de Abelardo.
El canónigo Flubert no se dio por satisfecho con esta renunciación. Tramó una emboscada, se apoderó a la fuerza de Abelardo y lo hizo emascular.
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ran contendor de las ideas de Abelardo fue Bernardo de Claraval, más tarde santificado por la Iglesia. Predicaba éste la aceptación integral de las enseñanzas de la Iglesia, defendía la autoridad papal y perseguía con implacable tenacidad cualquier idea que tuviera el más leve olor de herejía. Pertenecía a la Orden del Cister, que bajo su impulso se transformó en la columna vertebral eclesiástica, tal como lo había sido antes el movimiento del monasterio de Cluny.
Su vigor, su decisión fanática, su oratoria convincente, que le valió el calificativo de “melifluo” (dulce), hicieron que el papa Eugenio III lo eligiera como promotor de la Segunda Cruzada, cuando los selyúcidas se apoderaron de Edesa (1144), pusieron en peligro Antioquía y amenazaron todas las conquistas cruzadas.
Entretanto, el progreso del pensamiento enfila por el rumbo de las matemáticas. Estas ciencias fueron eficazmente estudiadas en España por Chéber Benaflah, notable astrónomo, pero quien dio más fama a la escuela hispano-arábiga fue Maimónides, que era judío. Nacido en Córdoba, perseguido y humillado, vivió en Palestina y Egipto, convirtiéndose en la figura capital del judaísmo en la Edad Media, por su capacidad sintética y ordenadora, por la claridad expositiva y la profundidad de su pensamiento. Escribió tratados de medicina, de filosofía y de derecho.
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l fracaso de la Segunda Cruzada, ya que no lograron sus jefes ninguno de los objetivos fijados, y Jerusalén cayó en poder del sultán Saladino (1187), minó en buena parte la autoridad papal e hizo disminuir, entre otras cosas, el influjo de la Orden de Cister, ya que su personero, Bernardo de Claraval, había sido el “profeta” que anticipó su triunfo.
España se mantenía al margen de las cruzadas, porque tenía en su propio territorio la lucha contra los musulmanes.
En Inglaterra resultaba difícil la convivencia entre los conquistadores normandos y los aborígenes sajones. Los nobles que llegaron con el duque Guillermo ocupaban los castillos e imponían fuertes impuestos, sometieron a los campesinos y se reservaban para su caza y disfrute los grandes bosques. Muchos desposeídos y agraviados por los conquistadores se organizaron en bandas para atacar y castigar a los normandos. Por esta época surgió la leyenda de Robin Hood, bandido que robaba a los ricos y protegía a los pobres.
Hacia fines del siglo, el Concilio de Verona estableció con sus disposiciones las bases para la Inquisición. Poco después se lanzó la Tercera Cruzada y se fundó la Orden de los Caballeros Teutónicos. Los nombres de los reyes Felipe Augusto de Francia, y Ricardo Corazón de León, de Inglaterra, se destacaron al frente de los contingentes que partían con su misión cruzada hacia Tierra Santa. También actuaron, por aquel tiempo, Santo Domingo y San Francisco de Asís. En España aparece Gonzalo de Berceo, primer poeta castellano de nombre conocido que se proyecta hasta el siglo siguiente.
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n el curso del siglo XIII, en que tienen lugar la Cuarta, Quinta, Sexta, Séptima y Octava Cruzada, ocurren hechos de gran importancia.
La Iglesia Católica alcanza su máximo apogeo y se impone la filosofía escolástica. Se declara heréticos a los albigenses (de Albi, en el sur de Francia) y se predica contra ellos, destacándose San Bernardo y Santo Domingo. Se lanzó una guerra contra los “herejes”, y en 1209 los cruzados se apoderaron de la Plaza de Béziers e hicieron perecer a más de 60 mil albigenses. (Los albigenses condenaban los sacramentos, la jerarquía eclesiástica, desde el Papa para abajo, y la posesión de bienes temporales por parte del clero.)
Numerosas universidades se fundaban sucesivamente en diversos países: la de Salamanca en España; la de Oxford y Cambridge, en Inglaterra; de la Sorbona, en Francia; y de Lisboa (Coimbra) en Portugal. También se construyen las hermosas catedrales góticas, como la de Amiens, Burgos, Toledo, Reims y Colonia.
La época, sin embargo, no se aquieta. Los mongoles, con Gengis Kan a la cabeza, se desbordaron sobre el mundo desde el fondo asiático. Después de invadir China, pasaron a Persia, Afganistán y Rusia, haciéndose presentes más tarde en Polonia y Hungría. En diecisiete años de conquistas, Gengis Khan estuvo a punto de convertirse en “Rey del Mundo”, que es el significado de su nombre.
Kublai Kan (sucesor de Gengis Kan) fundó por ese tiempo la actual ciudad de Pekín, e impuso su autoridad sobre todo el imperio mongol. Protegió la cultura e impuso el progreso desde su “ciudad tártara”. Marco Polo, el aventurero veneciano, visitó el país acompañado por su padre y su tío. Los tres fueron bien recibidos y quedaron maravillados por los adelantos que vieron.
La “Carta Magna” es impuesta en Inglaterra al rey Juan Sin Tierra, hecho que tiene extraordinaria importancia histórica. No sólo deriva de él la actual organización política de Gran Bretaña, sino que constituye el precedente de la monarquía sujeta a un marco fundamental, o sea, una Constitución. Representa en Inglaterra el término del monarca absoluto. Juan Sin Tierra, mordiéndose los puños y gritando enfurecido, tuvo que firmar en la pradera de Runnymede su reconocimiento de los derechos fundamentales a la nobleza, de la Iglesia, de las ciudades y de los súbditos en general.
En el campo filosófico, Santo Tomás de Aquino se yergue como la máxima autoridad. En su obra consagra en forma definitiva y dogmática la autoridad de Aristóteles. La actitud opuesta correspondió a Roger Bacon (no confundir con Francis Bacon), quien valora la experimentación y es perseguido, incluso encarcelado en su propio convento. Roger Bacon fue franciscano y se dedicó al estudio experimental de la alquimia, conoció las leyes de la reflexión y la refracción de la luz. Descubrió los vidrios de aumento. Hizo experimentos químicos y magnéticos que la gente achacó a la magia. Estuvo diez años preso.
Las universidades fundadas en este siglo estaban dominadas por el pensamiento aristotélico, pero de todas maneras permitieron el intercambio de conocimientos e ideas entre quienes concurrían a sus aulas, transformándose en vehículos de progreso. El campo artístico-literario se enriqueció con el Dante, que, a los dieciocho años, o sea, a fines del siglo XIII, se enamoró de Beatriz, su recuerdo de niño, que transformó en símbolo en su “Divina Comedia”, obra maestra de la literatura mundial.
En pintura, Giotto de Bondone (“El Giotto”) inauguró un nuevo período en la pintura medieval e influyó poderosamente en otros maestros florentinos que habían de proyectarse en la historia.